No sé cuánto tiempo llevaba parado junto al semáforo cuando conseguí meter la fotografía en la billetera, crucé Balmes y, sin dejar de llorar (o eso creo), eché a andar hasta Muntaner y luego hacia la parte alta. De nuevo grataba de no pensar en nada, pero pensaba en Paula y en Gabriel; hacerlo me dolía como una amputación: para evitar el dolor me forcé a pensar de nuevo en Rodney. Recordaba nuestras conversaciones sin descanso de Treno's, mi visita a su padre en Rantoul, mi proyecto siempre postergado de escribir algún día su historia y la conversación que mantuvimos en Madrid, cuando yo había descubierto con una repugnancia que ahora me pareció repugnante que mi amigo cargaba en su conciencia con la muerte de mujeres y niños. Y en algún momento, entre las imágenes que cruzaban como nubes o aerolitos mi cerebro obnubilado, recordé a Rodney en la fiesta del chino Wong, rodeado de gente y sin embargo impermeable, tan solo como un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, lo recordé en las escaleras del porche de Wong, aquella misma noche, alto, ruinoso, desamparado y vacilante, abrigándose con su chaquetón de cuero y su gorro de piel mientras yo lo observaba desde una ventana que daba a la calle y la nieve caía en grandes copos sobre la calzada y él miraba a la noche sin llorar (aunque al principio a mí me había parecido que lloraba), la miraba más bien como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él. Y entonces entendí de repente lo que no había entendido aquella noche de tantos años atrás, y era que si yo había abandonado la fiesta y había ido en busca de Rodney fue porque observándole desde la ventana supe que era el hombre más solo del mundo y que, por alguna razón indudable que sin embargo no estaba a mi alcance, yo era la única persona que podía acompañarlo, y entendí también que en esta noche de tantos años más tarde las tornas habían cambiado. Ahora yo también era responsable de la muerte de una mujer y un niño (o me sentía responsable de la muerte de una mujer y un niño), ahora era yo el hombre más solo del mundo, un animal extraviado en medio de una manada de animales de otra especie, ahora era Rodney, y quizá sólo Rodney, quien podía acompañarme, porque él había recorrido mucho antes y durante mu-cho más tiempo que yo la misma galería de espanto y remordimientos por la que desde hacía varios meses yo andaba a tientas, y había encontrado la salida: sólo Rodney, mi semejante, mi hermano -un monstruo como yo, como yo un asesino- podía mostrarme una ranura de luz en aquel túnel de desdicha por el que, sin que ni tan sólo tuviera fuerzas para desear salir de él, yo estaba caminando a solas y a oscuras desde la muerte de Gabriel y de Paula, igual que Rodney lo había hecho durante treinta años desde que al doblar algún recodo de algún sendero de algún lugar sin nombre de Vietnam vio aparecer a un soldado que era él. Aquella noche voíví a casa más temprano que de costumbre, me tumbé en la cama con los ojos abiertos y, por vez primera en muchos meses, dormí seis horas seguidas. Tuve dos sueños. En el primero sólo aparecía Gabriel. Estaba jugando al futbolín en un local grande y destartalado y vacío como un garaje, golpeando las bolas con una alegría adulta, casi feroz; no tenía adversario o yo no podía distinguir a su adversario, y no parecía oír los gritos con que yo trataba de atraer su atención; hasta que de repente soltó las manijas y, fastidiado o furioso, se volvió hacía mí. «No llores, papá», dijo entonces con una voz que no era la suya, o que no acerté a reconocer. «No me dolió.» El segundo sueño fue más largo y más complejo, más inconexo también. Primero vi las caras de Paula y de Gabriel, muy juntas, casi mejilla contra mejilla, son-riéndome de forma inquisitiva como si estuvieran al otro lado de un cristal. Luego la cara de Rodney se sumó a ellas y las tres empezaron a superponerse igual que en una transparencia, fundiéndose las unas en las otras, de tal modo que la cara de Gabriel se modificaba hasta convertirse en la de Paula o Rodney, y la cara de Paula se modificaba hasta convertirse en la de Rodney o Gabriel, y la cara de Rodney se modificaba hasta convertirse en la de Gabriel o Paula. Al final del sueño me veía llegando a la casa de Rodney en Rantoul, en un día azul y soleado, y descubriendo con angustia indecible, entre sonrisas falsas y miradas de recelo, que quien vivía con mi amigo no eran su mujer y su hijo, sino Paula y Gabriel, o una mujer y un niño que fingían la voz y el físico y hasta los gestos de afecto de Paula y Gabriel, pero que de algún modo perverso no eran ellos.
Al día siguiente me despertó la ansiedad. Me afeité, me duché, me vestí y, mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, decidí escribir a Rodney. Recuerdo bien la carta. En ella empezaba disculpándome por haber dejado de escribirle; luego le preguntaba por su vida, por su mujer y su hijo; luego le mentía: le hablaba de Gabriel y de Paula como si todavía estuvieran vivos, y también le hablaba de mí como si desde muchos meses atrás no estuviera ocupado en morir sino en vivir y no me hubiera convertido en un fantasma o un zombi y siguiera viviendo y escribiendo igual que si no tuviera destruida la morada del alma. De inmediato noté que escribir a Rodney obraba sobre mí como un lenitivo y, mientras veía brotar las palabras como insectos en la pantalla del ordenador, casi sin advertirlo concebí la ilusión sin argumentos de que visitar a Rodney en Rantoul era la única forma de romper la lógica de aniquilación en la que me hallaba atrapado. Apenas acabé de formular esta idea empecé a ponerla por escrito, pero, porque comprendí que era apremiante y brutal y que exigía demasiadas explicaciones, de inmediato la suprimí, y, tras darle muchas vueltas y hacer y rehacer varios borradores, acabé expresándole simplemente mi deseo de volver algún día a Urbana y de que volviéramos a vernos allí o en Rantoul, una declaración lo bastante vaga como para que no desentonase con el talante sosegado y casual del resto de la misiva. Terminé de redactarla cuando ya era de noche, y por la mañana la envié a Rantoul por correo urgente.
Durante un par de semanas esperé en vano la respuesta de Rodney. Temiendo que se hubiera extraviado mi carta, volví a imprimirla, volví a enviarla; el resultado fue el mismo. Este silencio me desconcertó. No juzgaba verosímil que ninguna de las dos cartas hubiese llegado a su destino, pero sí que Rodney las hubiera recibido y, por alguna razón (tal vez porque había sentido como una ingratitud o un agravio que en plena vorágine del éxito yo hubiera interrumpido sin explicaciones nuestra correspondencia), se negara a contestarlas; también cabía la posibilidad de que Rodney ya no viviera en Rantoul, una conjetura avalada por el hecho de que, según pude averiguar, no había en Rantoul ningún teléfono a nombre de nadie llamado Falk. Cualquiera de las dos hipótesis era plausible, pero no recuerdo cómo llegué a la conclusión de que la más razonable era la segunda, que era también la más inquietante o la menos optimista: al fin y al cabo, si el orgullo herido era la causa del silencio de Rodney, entonces cabía la esperanza de romper éste, porque no era insensato pensar que tarde o temprano aquél cicatrizaría; pero si la causa de su silencio era que Rodney no había recibido mis cartas porque se había trasladado a vivir con su familia a otra ciudad (o, peor aún, porque de nuevo había huido, convertido de nuevo en un fugitivo crónico incapaz de liberarse de su pasado oprobioso), entonces cualquier perspectiva de volver a ver a Rodney se evaporaba para siempre. Pronto el desconcierto se trocó en desánimo, y la fugaz ensoñación de que un encuentro con Rodney ejerciera sobre mí el efecto de una especie de sortilegio salutífero se reveló de súbito como una última y ridícula añagaza de la impotencia. Otra vez no tenía ante mí más que una puerta de piedra.
Читать дальше