En ese estado de funambulismo sin salida pasé la primavera, el verano y el otoño, y no fue hasta una noche de principios del invierno pasado cuando, gracias a la alianza providencial de un incidente desagradable, un descubrimiento azaroso y un recuerdo resucitado, de repente tuve un atisbo fugaz de que no estaba condenado a llevar para siempre la vida de subsuelo que había llevado en los últimos meses. Todo empezó en Tabú, un club nocturno situado en la parte baja de la Rambla y frecuentado por turistas, que acuden allí en busca de espectáculos de pomo local a precio asequible. Es un local oscuro y raído, con una barra dispuesta en ángulo recto a la derecha de la entrada y un escenario rodeado de mesas y sillas de metal y sobrevolado por globos de luz con lentejuelas plateadas, a la izquierda del cual un telón oculta los reservados para las parejas de pago. Yo ya había estado allí en un par de ocasiones, siempre muy tarde, y, como había hecho en mis visitas anteriores, aquella noche le pedí un whisky a la mujer vieja, menuda y pintarrajeada que parecía la encargada del local y me quedé en un extremo de la barra, bebiendo y fumando y contemplando el espectáculo a distancia. Debía de ser un día de diario, porque aunque entre el público sobresalía un grupo de jóvenes ruidosos y enfervorizados que confraternizaban efusivamente con las artistas y subían al escenario en cuanto ellas se lo insinuaban, el resto del local estaba casi desierto, y sólo había un par de parejas acodadas a unos metros de mí: una en el centro de la barra, la otra un poco más allá. Ya me había tomado el primer whisky y estaba a punto de pedir el segundo cuando, justo en el momento en que en el escenario una mujer desnuda le practicaba una felación a un hombre vestido de soldado romano, sentí que algo anómalo ocurría a mi lado; me volví y vi a la pareja que estaba en el centro de la barra discutiendo violentamente. Miento: no vi eso; lo que vi, en apenas unos segundos fulgurantes de estupefacción, fue que el hombre y la mujer se gritaban desencajados, que el hombre le cruzaba la cara a la mujer de una bofetada, que la mujer intentaba devolvérsela sin éxito, que, presa de una furia ciega, el hombre empezaba a golpear a la mujer, y que seguía golpeándola y golpeándola hasta tumbarla en el suelo, desde donde ella trataba de defenderse entre lágrimas, insultos, puñetazos y patadas al aire. También vi que la pareja que estaba más allá se alejaba de la escena, fascinada y amedrentada, que el volumen al que sonaba la música impedía que el público que estaba frente al escenario reparase en la pelea, y que la única persona que parecía empeñada en pararla, desgañitándose detrás de la barra, era la vieja encargada del local. En cuanto a mí, me quedé inmóvil, paralizado, mirando la pelea aferrado a mi vaso de whisky vacío, hasta que, sin duda alertados por la encargada, aparecieron dos porteros del local, sujetaron a duras penas al agresor y lo sacaron a la calle con un brazo retorcido a la espalda, mientras escoltada por otras pupilas la encargada se llevaba a la chica detrás del escenario. Fue también la encargada quien, una vez de regreso en la sala, se ocupó de apaciguar la inquietud de una clientela que en su mayor parte sólo había tenido un confuso vislumbrad el final del altercado, y también fue ella quien, después de asegurarse de que el espectáculo continuaba, al pasar junto a mí para regresar a su lugar en la barra me espetó sin siquiera mirarme, como si yo fuese un cliente habitual y conmigo pudiera desahogar la tensión acumulada:
– Y usted también podía haber hecho algo, ¿no?
No dije nada; no pedí el segundo whisky; salí del local. Fuera hacía un frío que cortaba la carne. Subí por la Rambla en dirección a la plaza de Catalunya y, en cuanto vi un bar abierto, entré y pedí el whisky que no me había atrevido a pedir en Tabú. Me lo bebí de un par de tragos apresurados y pedí otro. Reconfortado por el alcohol, reflexioné sobre lo que acababa de ocurrir. Me pregunté en qué estado habría quedado la mujer, que en el último momento había dejado de resistirse a las patadas de su agresor y yacía inerme en el suelo, desmadejada y tal vez inconsciente. Me dije que, de no haber sido por la intervención in extremis de los dos porteros, nada indicaba que el hombre hubiera dejado de pegar a su víctima hasta quedarse sin fuerzas o hasta matarla. No me pregunté, en cambio, lo que sí se había preguntado la encargada del local: por qué yo no había hecho nada para detener la paliza; no me lo pregunté porque lo sabía: por miedo; tal vez también por indiferencia; y hasta por una sombra de crueldad: es posible que alguna parte de mí hubiera disfrutado con aquel espectáculo de dolor y de furia, y que a esa misma parte no le hubiera importado que continuase. Fue entonces cuando, como si emergiera de una sima de siglos, recordé una escena paralela e inversa a la que acababa de presenciar en Tabú, una escena ocurrida más de treinta años atrás en un bar de una lejana ciudad que no conocía. Allí, en algún lugar de Saigón, mi amigo Rodney había defendido a una camarera vietnamita de la brutalidad alcoholizada de un suboficial de los Boinas Verdes; no había sido indiferente ni cruel: había vencido el miedo y no le había faltado coraje. Exactamente lo que yo no había hecho ni había tenido unos minutos atrás. Más que vergüenza por mi cobardía, por mi crueldad y por mi indiferencia, sentí extrañeza por el hecho de recordar a Rodney precisamente en aquel momento, cuando ya hacía casi dos años que lo había olvidado.
Horas más tarde, recapitulando lo ocurrido aquella noche, pensé que ese recuerdo intempestivo era en realidad una premonición. Lo pensé entonces, pero pude pensarlo mucho antes, justo cuando al terminar de tomarme el whisky en aquel bar de la Rambla y sacar la billetera para pagarlo cayó al suelo el mazo desordenado de papeles que guardaba en ella; me agaché a recogerlos: había tarjetas de crédito, el carnet de conducir y el de identidad, facturas atrasadas, trozos de hojas de bloc garabateados de números de teléfonos y nombres vagamente conocidos. Entre ellos estaba la fotografía, doblada y arrugada; la desdoblé, la miré un segundo, menos de un segundo, reconociéndola sin querer reconocerla, más con incredulidad que con asombro; luego volví a doblarla rápidamente y volví a meterla en la billetera con los demás papeles. Acto seguido pagué, salí a la calle con una sensación de vértigo o de peligro real, igual que si llevara en la billetera una bomba, y eché a andar muy deprisa, sin sentir el frío de la noche, sin reparar en las luces y la gente de la noche, tratando de no pensar en la fotografía pero sabiendo que esa imagen procedente de una vida que casi creía cancelada podía estallar ante la puerta de piedra en que se había convertido mi futuro, abriendo una grieta por la que de inmediato se filtrarían en el presente el futuro y el pasado, la realidad. Subí por la Rambla, crucé la plaza de Catalunya, caminé paseo de Gracia arriba, doblé a la izquierda al llegar a Diagonal y seguí andando muy deprisa, como si necesitara agotarme cuanto antes o juntar coraje o posponer todo lo posible el momento inevitable. Por fin, en una esquina de Balines, a la luz cambiante de un semáforo, me decidí: abrí la billetera, busqué la fotografía y la miré. Era una de las fotografías que Paula y Gabriel se habían tomado con Rodney durante la visita de mi amigo a Gerona, y también la única imagen de Paula y Gabriel que yo había conservado por descuido: de las demás me había deshecho al mudarme a Barcelona. Allí estaban los dos, en aquel pedazo de papel olvidado, como dos fantasmas que se resisten a desvanecerse, diáfanos, sonrientes e intactos en el puente de Les Peixeteries Velles; y allí estaba Rodney, muy erguido entre ambos, con su parche de tela en el ojo y sus dos manos enormes posadas sobre los hombros de mi mujer y mi hijo, igual que un cíclope dispuesto a protegerlos de una amenaza todavía invisible. Me quedé mirando la fotografía; no trataré de describir lo que pensaba: hacerlo sería desvirtuar lo que sentí mientras lo pensaba. Sólo diré que ya llevaba mucho tiempo con los ojos clavados en la fotografía cuando me di cuenta de que estaba llorando, porque las lágrimas, que me caían a chorros por las mejillas, me estaban empapando la camisa de franela y las solapas del abrigo. Lloraba como si no fuese a dejar de llorar nunca. Lloraba por Paula y por Gabriel, pero quizá sobre todo lloraba porque hasta entonces no había llorado por ellos, ni a su muerte ni en los meses de pánico, culpa y reclusión que la siguieron. Lloraba por ellos y por mí; también supe o creí saber que estaba llorando por Rodney y, con una extraña sensación de alivio -como si pensar en él fuese la única cosa que podía eximirme de tener que pensar en Paula y en Gabriel-, lo imaginé en aquel mismo instante en su casa de Rantoul, su casa provinciana de dos plantas y buhardilla y porche y jardín con dos arces en Belle Avenue, con su trabajo apacible y rutinario de maestro de escuela, viendo crecer a su hijo y madurar a su mujer, redimido del destino de inadaptado incurable que durante más de treinta años lo había acorralado encarnizadamente, dueño de todo lo que yo había tenido en el tiempo satinado e inaccesible de la fotografía que ahora me lo devolvía.
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