Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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Sus miradas de soslayo, sus gestos de precaución y de astucia, tenían sobre todo, al menos para Pepe Rifón y para mí, una eficacia cómica, porque nos hacían pensar irresistiblemente en el inspector Clouseau o en Anacleto agente secreto, pero el peligro y el miedo eran reales y también acuciantes. En décimas de segundo alguien podía venir casualmente por detrás y disparar una pistola, y nadie se acercaría luego al cuerpo caído y con un charco de sangre alrededor de la cabeza ni recordaría nada, a pesar de que el pistolero se había marchado a pie: cualquier mañana, al girar rutinariamente la llave de contacto en el coche, a uno podía reventarlo una explosión, y los vecinos ni siquiera abrirían las ventanas, para estar así más seguros de que no presenciaban nada comprometedor.

La tarde de octubre ya se cerraba en oscuridad y en niebla húmeda y llovizna de invierno cuando llegamos al bloque donde vivían el brigada y su mujer. Era un barrio que parecía haber sido abandonado por los constructores antes de acabarlo del todo, todavía con grandes zanjas que eran lodazales, calles sin asfaltar y farolas rotas que no debían haber funcionado nunca: uno de esos lugares en los que a la desolación de lo muy nuevo se yuxtaponen rápidamente las injurias de la decrepitud. El Urumea y las vías del tren pasaban muy cerca, dando a los bloques de pisos un fondo de niebla y de haces de cables. Desde la terraza mínima del piso del brigada Peláez, que su mujer, Lali, tenía poblada de macetas, se veían los muros oscuros, las alambradas y los torreones de la prisión de Martutene, célebre por una fuga de etarras que se escondieron para huir en el interior de los grandes altavoces del equipo de música de un cantante euskaldun.

Mientras salíamos del coche y caminábamos hacia el edificio la cara del brigada Peláez se iba poniendo tan plomiza como la barriada: cambió en un instante, nada más introducir el llavín en la cerradura de su piso y entrar en un vestíbulo diminuto que estaba presidido por una gran estampa con marco dorado de la Virgen del Rocío. La cara del brigada Peláez rejuveneció con una sonrisa que nosotros no habíamos visto en el cuartel: parecía, cuando estaba en su casa, que la cara se le llenaba y se le redondeaba de felicidad, y las venitas moradas de la nariz y de los pómulos ya no le resaltaban tanto, ni los cañones pelirrojos de la barba escasa y siempre mal afeitada.

Ahora lo encontraba más parecido a la foto nupcial que sus padres tenían colgada y enmarcada en la salita con tanta reverencia. Cuando su mujer salió a recibirnos el brigada Peláez le puso la mano alrededor de la cintura como si fuera a guiarla en un paso de baile y se besaron en la boca. Nos la presentó con un gesto de orgullo.

– Anda que no tenía yo ya ganitas de conocer a los dos escribientes -dijo ella con la musicalidad y la sorna de un acento cerrado de la bahía de Cádiz-. Mi Pepe es que no para de hablarme de ustedes…

Lali, la Lali, como la llamaba su suegra, era gordita y joven, como diez años más joven que él, gordita y recogida, saludable de carnes, con una cara redonda como las que gustaron hasta los años cincuenta, la boca pequeña y carnosa y unos hoyuelos en los mofletes que al brigada Peláez debían de volverlo loco, por el modo en que se los había pellizcado nada más llegar a casa. Tenía el pelo corto, las manos breves y gordas, como almohadilladas, también con hoyuelos en los nudillos, y llevaba sobre el escote pudoroso, aunque sugerente, de pechos redondos y apretados, una medalla de oro de la Virgen del Rocío, de la que era muy devota, tenía imágenes de ella repartidas por toda la casa. A Pepe Rifón y a mí nos explicó que se encomendaba a la Virgen del Rocío todas las mañanas, en cuanto el brigada Peláez salía de casa, para que a él no le pasara nada y le dieran cuanto antes el traslado a la bendita Andalucía, nos dijo, a su Algeciras de su alma.

Se llamaban entre sí con diminutivos cariñosos, sin importarles que nosotros estuviéramos delante, se llamaban Cari y Cuqui, Pepín, Nini, mi amor, amorcito, y en cuanto él llegaba a casa después de una ingrata jornada en el cuartel y de un viaje de regreso por carreteras suburbiales ella le sacaba la bata y las zapatillas de paño, las dos a cuadros que hacían juego, y le servía una copa de Carlos III, o un descafeinado con leche y una aspirina, si es que él llegaba con un poco de frío, como era lo más común, por culpa de aquel clima en el que no descampaba nunca, en el que la humedad calaba los huesos y lo reblandecía y lo enfermaba todo, así tenía el cerebro toda aquella gente.

Con la bata y las zapatillas el brigada Peláez era aún más diminuto, igual que su Lali con la bata de boatiné y las zapatillas acolchadas y con un pompón rosa, los dos como a escala del piso exiguo en el que vivían, que sin embargo estaba atestado de muebles, los muebles de su boda, los muebles descomunales y barrocos que compran los pobres al casarse, o que sus padres se entrampan para regalarles, la mesa de comedor, las sillas de patas torneadas, el aparador que ocupa una pared entera, la cama de matrimonio y el armario de tres cuerpos, la fotografía de la boda impresa en lienzo para imitar una pintura, las cristalerías y mantelerías y juegos de café, y en medio de todo el brigada Peláez y Lali moviéndose siempre un poco de costado, aislados del mundo, del paisaje exterior de bloques de pisos, zanjas y muros de cemento con pintadas abertzales, acogiéndose a una confortable soledad de recién casados permanentes en lo que ella no habría duda en llamar un nidito de amor, un nido sofocado y cálido, forrado de plumón, de goma-espuma de bata doméstica, de guata y fieltro de zapatillas de paño, alimentado por un aire que ni siquiera olía como el aire exterior.

En casa de Lali y del brigada Peláez olía a ambientador de pino, a sutiles productos de limpieza, a armario ropero y a guisos gaditanos o jiennenses, y ella decía que el aburrimiento de tanta soledad iba a ser su perdición, porque ya ni la tele la distraía, de manera que empezaba a picotear y no paraba, y tampoco iba a ponerse a plan, encima de todo, con aquella tristeza y sin hablar nunca con nadie, como tuviera que alimentarse de jamón york a la plancha y acelgas hervidas se moría de pena, igual que los geranios del balcón, que estaban mustios de no darles nunca el sol. ¿Era verdad lo que a ella le habían contado, le preguntó a Pepe Rifón durante la cena, que en Galicia también estaba siempre lloviendo?

– Claro, mujer -intervino el brigada, chispeante y más feliz aún tras varias copas de Fino Quinta-. De tanto como llueve a los gallegos les dan dos cosas: morriña y saudade. ¿Me equivoco, Rifón?

– No, mi brigada.

– Y dale con mi brigada y mi brigada. Aquí no somos más que tres amigos. ¿Y sabéis una cosa? -el brigada guardó silencio, para provocar una cierta expectación, bebió un sorbo de vino y se quedó mirando la copa-. Os voy a echar mucho de menos cuando os vayáis…

Cenamos con un hambre devoradora y soldadesca, con una cuartelaria avidez excitada por la abundancia de tapas y entremeses que Lali desplegó ante nosotros en su gran mesa de comedor, sobre un mantel de hilo que seguramente no habrían usado ni tres veces desde que se casaron. Por culpa de las cervezas y del Fino Quinta ya estábamos prácticamente borrachos antes de sentarnos a cenar, y al brigada se le encendía la cara y se le soltaba la lengua, nos repetía que le llamáramos Pepe y le habláramos de tú, nos contaba maldades y chismes de todos los mandos del cuartel, del teniente Castigo, al que calificó de niñato de mierda, de Martelo y Valdés, que nos la tenían jurada a los dos, a Pepe Rifón y a mí, que ya nos habrían mandado al calabozo o a hacer guardias si no fuera porque él, nuestro brigada, nos defendía siempre delante del capitán, y el capitán, bien lo sabíamos nosotros, no hacía nada sin consultarle a él, Peláez, le había dicho, tú me respondes de estos chicos, y él le había contestado, mi capitán, por mis dos escribientes yo pongo la mano en el fuego…

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