Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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Iba por la calle y encontraba a mi alrededor, sin buscarlos, fragmentos de una historia, iluminaciones instantáneas y resplandecientes que surgían sin motivo y unos segundos después ya se habían vinculado entre sí para constituir un argumento en el que yo, más que el autor, era uno de los personajes. Pasamos junto al ayuntamiento, iluminado y engalanado para las fiestas de agosto, y yo lo imaginé y lo vi como era en los años veinte, un casino, y me vi convertido en un periodista joven que asciende aquella escalinata para asistir a una recepción, uno de los enviados especiales que se desplazaban en verano a San Sebastián para cubrir las noticias de la Corte. Las notas de un saxofón interrumpieron esa historia: un hombre joven y barbudo lo tocaba en el paseo de la Concha, con el estuche abierto a sus pies. Inmediatamente surgía otro personaje en mi relato: un músico negro que aparece en la ciudad y del que nadie sabe nada. El sudor de mi cara en la noche de verano era el sudor en la cara del músico; al pasarse la mano por la frente se le desprendía el betún de un maquillaje de negro de película muda. Atontado como iba, un coche conducido por una mujer casi me atropella: mi joven corresponsal de Madrid veía en el Bulevar un largo coche americano de 1920 conducido por un chófer de uniforme gris y gorra de plato y en cuyo interior, envuelta en un abrigo de pieles de leopardo, viaja de incógnito una estrella del cine mudo, que se encuentra en San Sebastián huyendo de algo…

Volvimos al cuartel y la fiebre de la imaginación no remitía. En el insomnio y después en el sueño se me aparecían escenas fulgurantes o tenebrosas mientras los hilos de una trama magnífica se organizaban por sí solos. Pero al día siguiente, cuando me encerré bajo llave en la oficina y me puse ante la máquina, el prodigio se había desvanecido: no me acordaba bien, aún me duraban los estragos de la noche anterior, no tenía fuerzas ni ánimo para contar esa historia. Bastaba empezar a escribirla para que se extinguiera.

Pero no me rendía, no aceptaba que aquel camino de la irracionalidad, al menos para mí, no sólo era insano y peligroso, sino también estéril. Me gustaba pensar que alguna vez se repetiría una iluminación así. Estaba claro que sin darnos cuenta y sin leer sus versos atravesábamos todos un período Rimbaud. A mí me gustaba beber e ir notando la euforia del alcohol y el modo en que parecía hacer más intensas las percepciones, más verdaderas las palabras, más firme la amistad, pero dentro de mí alguien más sobrio, más desapegado y escéptico que yo vigilaba, y llegado un cierto punto empezaba a murmurarme al oído que no bebiera más, que me fuera, que no siguiera conversando a gritos en un lugar lleno de ruido y de humo, y unos minutos después yo sentía náuseas y notaba en el paladar el intolerable regusto químico de alcohol que hay siempre bajo el sabor de todas las bebidas, y lo único que quería, inconfesablemente, era volverme al cuartel, caminar muy rápido por la orilla del río para que se desvaneciera la borrachera, encerrarme tranquilamente a leer o a escribir en mi oficina, en silencio, en una censurable calma ilustrada y burguesa, incluso pequeñoburguesa.

– Esto no es lo tuyo -me vaticinó un día con burla y afecto Pepe Rifón-. Tú acabarás escribiendo en las páginas de cultura de un periódico burgués.

Estábamos sentados en un bar de grifotas que se llamaba El Huerto, bebiendo cervezas tibias y pasándonos porros, y él me miraba un instante y con un gesto que los demás no advertían me animaba y me censuraba al mismo tiempo, me hacía saber que se daba cuenta de mi aislamiento y mi desagrado íntimo y me reprochaba que no fuese capaz de vencerlo. Pero tal vez su cabeza era más firme que la mía y su sentido de la realidad menos frágil, de modo que podía permitirse sin mucho peligro excesos que a mí me habrían desequilibrado.

Yo enseguida notaba, cuando había fumado mucho hachís, una sensación de vértigo y un principio de náusea, como de estar perdiendo pie y no poder apoyarme en nada sólido, porque todas las cosas a mi alrededor se disolvían, y con ellas las normas de mi razón y de mi conciencia, hasta de mi memoria inmediata: decía una palabra y nada más decirla me había olvidado de ella, y hablar era como huir hacia adelante para no ser alcanzado por ese silencio o esa desmemoria instantánea que iba borrando todo lo que yo decía. Escuchaba a los otros pero no entendía bien sus palabras, en parte porque de pronto los veía muy lejos y deformados, como en una distancia cóncava, en parte porque tampoco ellos articulaban muy bien. Nos daba una risa idiota, o se nos quedaba congelada en la cara una sonrisa inepta de beatitud, y veíamos agrandarse y relucir con una humedad vidriosa las pupilas de los otros, y si íbamos al retrete a lavarnos la cara no la reconocíamos del todo en el espejo, y notábamos un brillo de sudor frío en las sienes.

Era que venía el muermo, que se apoderaba de uno como una marea negra contra la que no era posible hacer nada, porque los miembros habían perdido su tono muscular y la inteligencia no era capaz de corregir o contener la deriva de imágenes en las que ella misma se extraviaba, alimentándolas en vez de ahuyentarlas, multiplicando las vueltas y revueltas de un laberinto angustioso de pavores infantiles y figuraciones paranoicas cuando parecía que estaba buscando una salida. El sudor era cada vez más copioso y más frío, los demás se lo quedaban mirando a uno sin mucho interés desde su lejanía, bromeaban sobre su palidez o su silencio, lo olvidaban, se perdían ellos también en las ondulaciones de la música o de la conversación, y uno se quedaba quieto en su diván vagamente oriental de El Huerto, escuchando a Pink Floyd, imaginando que reunía fuerzas para levantarse, que lograba caminar erguido hacia el retrete o hacia la calle, hacia la maravilla imposible del aire fresco y el silencio.

El Huerto era uno de aquellos bares grandes y mal iluminados que proliferaban entonces, con cojines y escabeles repujados como de fumaderos o de harenes, tal vez con dibujos cósmicos o alquímicos en las paredes y en el techo, en cuya penumbra brillaban constelaciones en papel de plata. En el café Moka inquietaba siempre una inminencia de bronca, una alarma de navajas ocultas, de gestos tan letales y súbitos como el pinchazo de una aguja o el chasquido de una hoja de acero, de rock violento y afónico: uno no lo advertía entonces, pero el café Moka era un bar del futuro, de lo más cruel de los ochenta, y El Huerto era ya un edén de anacronismo y de caspa, una reserva india de melenudos atónitos de risa floja y polvoriento hippismo, de lentitudes y letargos de rock sinfónico y cuelgues de hachís tan interminables y densos como un solo de guitarra de Pink Floyd o un volumen de El señor de los anillos.

En El Huerto estalló un día una bomba y ya no lo abrieron más. Habían sido los chicos de ETA, nos susurró confidencial y admirativamente alguien en un bar abertzale: aquella bomba inauguraba una campaña contra el tráfico de drogas, pero en realidad era otro signo del final inmisericorde de los años setenta. Donde podía verse definitivamente el porvenir era en los espejos del café Moka.

XXI.

Volvía a San Sebastián después de mi último permiso con documentación falsa y con un paquete de embutidos para el brigada Peláez. Me había hecho un carnet militar con un nombre inventado, el mismo que constaba en el pasaporte gracias al cual viajaba gratis con la autorización expresa del coronel del regimiento, cuya firma verdadera, aunque ilícitamente obtenida, estaba inscrita en el reverso de aquel formulario. Un conocido mío madrileño que trabajaba en las oficinas de la Plana Mayor me había sugerido la conveniencia y el poco riesgo de la falsificación, y le había pasado a la firma al coronel el carnet con mi foto y mi nombre ficticio y el pasaporte que sólo se concedía a los soldados en permiso oficial o que acababan de obtener la licencia.

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