Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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Es muy posible que sin el sarcasmo permanente de Pepe Rifón yo no hubiera aprendido a desprenderme de la infección de intelectualismo que padecía. Le debo un instinto de irreverencia hacia las sacralidades culturales, una conciencia irónica del influjo tan débil que pueden tener el arte y los libros sobre la realidad, que es del todo soberana y ajena a ellos y tiende a no notar que existen, a despecho de las hipertrofiadas vanidades de los artistas y los literatos. De pronto comprendía con más asombro que remordimiento que en mi reclusión habitual en mí mismo había no sólo timidez y predisposición hacia la soledad, sino también una dosis inadvertida de soberbia, una falta de atención desdeñosa e inepta hacia el mundo real y las personas que me rodeaban. En eso me parecía, y más de lo que yo pensaba, a Salcedo: justo por ese motivo era imposible que entre Salcedo y yo pudiera arraigar una amistad más cálida.

Salcedo tenía una presencia severa y fornida: Pepe Rifón se movía despacio, con la cabeza baja, con agilidad silenciosa, habituado al recelo del activismo clandestino, o a ese sigilo con que tienden a cultivar sus debilidades y sus vicios ciertas personas con demasiada cara de bondad que padecen el sino de despertar la envidia comparativa de las madres de todos sus amigos y viven en el peligro continuo de defraudarlas. Pepe Rifón tenía una cara abrumadora de buena persona, de honrada docilidad, hasta de mansedumbre, cara de no haber roto un plato en su vida, de no sacar nunca los pies del tiesto, pero había hecho amistad con algunos de los chorizos más inquietantes de la compañía, que lo trataban con respeto y hasta con devoción, a pesar de sus gafas, sus estudios y su cara de buena persona, y liaba porros con una pericia que no igualaba ninguno de ellos.

Juiciosamente usaba para fumar una de esas boquillas que retienen parte de la nicotina y del alquitrán. El acto de introducir en la boquilla el filtro de un ducados, o de extraerlo después, era uno de los gestos que lo definían: nunca nos damos cuenta, pero en cada uno de nosotros hay un gesto, uno solo, que nos define tan exactamente como una rúbrica o una huella digital. Contando los cigarrillos que fumaba, deshaciendo un grumo de hachís sobre las hebras de tabaco como si utilizara una balanza de precisión, ahorrándose parte de la nicotina gracias a la boquilla, Pepe daba una impresión de administrar razonablemente sus vicios, y yo no llegué a averiguar hasta qué punto aquella mesura era un rasgo de su carácter o una de las astucias aprendidas en el ejercicio de la clandestinidad, o en el de su destino de buena persona.

A Pepe Rifón, como a mí, lo habían mandado a Cazadores de Montaña para vigilarlo o para castigarlo, pero su izquierdismo les debió de parecer a los militares más eficaz que el mío, de modo que durante los primeros meses en el cuartel no dejó de hacer guardias. Es posible que cuando lo destinaron a la oficina no fuese por un impulso de clemencia, o porque los desarmara el tono apacible de su voz y su aire de mansedumbre, sino para mantenerlo apartado de las armas, según la idea paranoica que los militares de la Segunda Sección tenían entonces de los soldados con antecedentes políticos.

Era verdad lo que me había dicho el sargento Martelo: Pepe Rifón era más rojo que Salcedo y yo juntos. Militaba en el nacionalismo radical gallego, y yo creo que pertenecía al comité central o al comité ejecutivo de un partido muy próximo a Herri Batasuna, más o menos su equivalente en Galicia. El año antes la policía lo había detenido en el curso de una manifestación independentista y no autorizada en Santiago de Compostela. Al ser procesado bajo una acusación grave de agresiones contra la autoridad, perdió la prórroga de estudios y tuvo que incorporarse inmediatamente al ejército.

No era un insensato, ni uno de aquellos extremistas de izquierda que aspiraban a alcanzar cuanto antes la palma revolucionaria del martirio, pero tampoco se sentía intimidado por la segura vigilancia a la que estaría sometido. Yo admiré enseguida su temple, que resaltaba más por comparación con mi extrema pusilanimidad, no sólo la que me acongojaba en el cuartel, sino la que me había impedido sumarme de verdad a la resistencia antifranquista después de aquellos aciagos quince minutos de marzo de 1974 durante los cuales participé activamente en ella. Cuando yo salí de la Dirección General de Seguridad estaba tan asustado y tan escarmentado que me juré a mí mismo no arriesgarme nunca a volver a una celda, así durara el franquismo medio siglo más. Pepe consideraba su detención y su posible condena como accidentes de la lucha política que en vez de disuadirlo de persistir en ella fortalecían su seguridad de haberse entregado a una causa justa. ¿Era democrático un estado que lo enviaba a uno a la cárcel por manifestarse en favor del derecho más elemental de todos, el de la autodeterminación de los pueblos?

Yendo con él, en San Sebastián y en Bilbao, tomé vasos de vino en bares que tenían las paredes decoradas con grandes fotografías de terroristas encarcelados o muertos e ikurriñas con crespones negros o con insignias etarras. Para no extenuarnos en diatribas políticas derivábamos la conversación hacia las películas y los libros, pero en ese reino en apariencia menos vidrioso también surgía muy pronto alguna obstinada discordancia: yo detestaba a Bernardo Bertolucci, que tantos años después aún me sigue encrespando; Pepe encontraba reaccionario y despreciable a Woody Allen, en quien resumía su odio a la cultura norteamericana, a las neurosis de los ricos y a las tonterías del psicoanálisis, así que se había salido de Annie Hall aproximadamente con la misma indignación con la que yo me salí de la megalomanía entre estalinista y viscontiana de Novecento.

No era en modo alguno indiferente a la literatura: le intrigaba que yo quisiera dedicarme a ella, y que algunas tardes, en vez de salir a San Sebastián, me quedara encerrado en la oficina delante de la máquina de escribir. Él leía mucho, y con igual devoción, a Castelao y a Stalin: de este último, sobre todo, un opúsculo que me regaló con más propósito de ilustración que de proselitismo, si bien yo nunca llegué a leerlo. Se titulaba, me acuerdo, Sobre el problema de las nacionalidades, problema que según Pepe creía con inquebrantable firmeza sólo había sido resuelto en el federalismo de la URSS. Me acuerdo de ese libro cuando veo en los telediarios las imágenes sanguinarias y como aturdidas, los desesperados barrizales de nieve de alguna república ex soviética en la que está sucediendo una indescifrable guerra civil.

Pero mi amigo Pepe no era entonces el único que cerraba los ojos: casi nadie en la izquierda sabía o intentaba saber, y los intelectuales más viajados y agasajados volvían de la Unión Soviética o de Cuba o de la Rumania de Ceaucescu sin contar nada, sin haberse enterado en apariencia de nada.

En cuanto a mí, mi escepticismo político no era consecuencia de una lucidez que ahora no puedo retrospectivamente atribuirme, sino más bien de mi falta de voluntad disciplinada y sólida para empeñarme en un propósito o en una ideología, y de una inclinación personal a la desgana, al desapego hacia los entusiasmos colectivos, acentuada en los primeros años de la transición por el contraste insoluble entre la realidad y el deseo, entre los sueños formulados con utopismo monótono por los partidos de izquierda y el espectáculo trapacero y confuso de la política diaria, de las campañas electorales, de la fragilidad y la provisionalidad de todo, especialmente de la democracia.

Cuando las manifestaciones eran ilegales yo no iba a ellas porque me daban miedo; cuando ya no hubo peligro de apaleamiento o detención tampoco fui a ellas porque había descubierto que me aburrían. Yo no sabía a favor de qué estaba, sino en contra de qué: y de pronto me hice amigo de un partidario apasionado de algunas de las posiciones políticas que despertaban más hostilidad en mí. Al poco tiempo de entrar en la oficina Pepe me invitó a acompañarlo a un mitin de Herri Batasuna en el que intervenía el difunto Telesforo Monzón, que era en aquellos años como el Júpiter tonante del abertzalismo más extremo. Intenté disuadirlo: el mitin acabaría muy probablemente en una batalla de pedradas, bombas lacrimógenas y pelotas de goma, y aunque se vistiera de paisano estaría en peligro. Le dije además que Telesforo Monzón me parecía una especie de ayatolah vasco, un iluminado peligroso. Sin el menor signo de discordia, como si en realidad sostuviera una posición no muy alejada de la mía, Pepe me respondió que él consideraba a Telesforo Monzón un hombre admirable, un luchador antifascista ejemplar.

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