Antonio Molina - Ardor guerrero
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La alfombra hedía a putrefacción cuando la desprendimos del suelo, igual que el cieno del río cuando bajaba la marea. Durante muchos días quedó un hedor de alcantarilla en el despacho del capitán. Aquel fin de semana procuré limpiarlo un poco más a conciencia, como lo hacía Salcedo en los tiempos de Matías, pero yo jamás hubiera podido competir con él, con su pulcritud implacable, con su paciencia y su tranquila destreza para el trabajo material. En el campamento a mí me arrestaban siempre por lo mal hecha que estaba mi litera. Salcedo dejaba la suya tan lisa y tan perfectamente doblada como la cama de un hotel de lujo, tan intacta en apariencia como si nadie hubiera dormido nunca en ella: el embozo con una curvatura perfecta, una franja blanca y horizontal sobre las mantas remetidas bajo el colchón para conservar todo el calor, la almohada mullida, hinchada, como si fuera un almohada de plumón y no de goma-espuma. Los dos hacíamos la litera al mismo tiempo, después de la formación de diana y antes de la del desayuno, pero la mía era siempre un desastre y la de Salcedo un milagro instantáneo de perfección, y a mí casi me daba rabia verlo tan concentrado y tan eficaz incluso a esa hora inhumana, metódico en sus gestos mientras yo me enredaba en los míos, ajeno al escándalo de gritos y de ruidos de armas que sucedía a nuestro alrededor, muy tranquilo, tarareando algo, con un indicio de sonrisa en su expresión tan adusta.
Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:
– Te cagas.
Los golpes de las olas hacían temblar el asfalto bajo nuestros pies. Junto al Peine de los Vientos, en aquella punta rocosa de la que surgen como vegetaciones mineralizadas los vástagos de hierro de Eduardo Chillida, había unos respiraderos o sumideros enrejados en el suelo de adoquines, y el aire subía por ellos a presión cada vez que rompía una ola como la respiración monstruosa de un minotauro sepultado.
A mí la disciplinada austeridad de Salcedo me chocaba un poco, pero me acostumbraba bien a ella, en parte porque a los dos nos resultaba muy útil en el trabajo de la oficina, pero sobre todo porque era un contrapunto a mi tendencia personal hacia lo desastroso, hacia el desorden, la dilación y la pura indolencia. Entre nosotros hubo enseguida algo semejante a esas amistades inglesas de las que habla Borges, que empiezan por excluir la confidencia y terminan omitiendo el diálogo. Conversábamos mucho en aquellas caminatas invernales a lo largo de la orilla del mar, vestidos de uniforme, con las cabezas bajas y las manos en los grandes bolsillos de los tres cuartos, pero nuestras conversaciones eran sobre todo acerca de películas y de libros, o de las minuciosidades y las idioteces de la administración militar, y casi nunca hacíamos referencia a la vida que nos esperaba a cada uno fuera del cuartel. íbamos juntos a un locutorio telefónico para hablar con nuestras familias o nuestras novias -él pensaba casarse cuando terminara la mili-, pero al salir de la cabina no intercambiábamos ningún comentario sobre la llamada a larga distancia que cada uno acababa de hacer.
Me admiraba de Salcedo su idea sarcástica y nada sentimental del mundo, el desapego y la fría comicidad con que lo miraba todo, lo mismo las películas que las convicciones políticas o los comportamientos humanos, incluido el suyo. A mí el brigada Peláez me daba risa, pero también me daba lástima, y no podía evitar que me inspirara algún afecto: Salcedo le dedicaba un meticuloso desdén.
Pero yo creo que los dos, aunque maldecíamos el cuartel, habíamos encontrado un acomodo que nos hubiera sido difícil confesar, una complacencia nada honrosa en aquella vida en suspenso, en aquel aplazarlo todo para una fecha de varios meses después, quedándonos así en un estado de perfecta justificación, de coartada sin resquicios. El ejército nos había arrancado a la fuerza de la vida real, de las ciudades donde vivíamos y de la gente vinculada a nosotros, pero aquella usurpación también nos concedía un respiro que nosotros mismos no nos habríamos sabido ganar: lo que quedaba en suspenso también dejaba provisionalmente de agobiarnos.
Nos asistía siempre una disculpa indiscutible, una absolución automática para nuestras cobardías o nuestras incertidumbres. Estábamos en la mili, no podíamos hacer ni decidir nada mientras que no la termináramos, nos estaba permitido no angustiarnos aún con las perspectivas del porvenir, la previsible falta de trabajo, las inseguridades íntimas sobre la vocación y el amor que ahora aplazábamos o resolvíamos gracias al desdibujamiento de todo que nos imponía la distancia.
Me quedaba solo en la oficina porque Salcedo estaba de permiso o con un rebaje de fin de semana y la soledad exageraba el efecto de la lejanía, su dosis de desarraigo y lucidez y su intoxicación lenta de tristeza, sus rachas graduales de abatimiento y euforia. En el medio al que uno pertenece su presencia se confunde con los acontecimientos y las figuras exteriores, y sus estados de ánimo suelen entrecruzarse con los de quienes le rodean y contener impurezas que los modifican y enturbian su percepción. Cuando se está solo durante mucho tiempo, cuando se deambula un día entero por una ciudad desconocida sin mantener con nadie una verdadera conversación, la figura de uno, en vez de confundirse con el fondo que le es extraño, resalta más nítidamente contra él.
Así iba yo por San Sebastián los fines de semana, una solitaria figura militar contra el paisaje plano de las calles y la horizontalidad gris del Cantábrico, como si me moviera delante de una de esas transparencias obvias de las películas antiguas, solo, aislado y resguardado por mi uniforme, tan ajeno a la ciudad y a la gente que tenía a mi alrededor como un buzo o como el piloto de un batiscafo, peregrinando a la luz rosada de los atardeceres sin lluvia o en la opacidad húmeda y dramática de las mañanas de temporal que se oscurecían de pronto como si estuviera a punto de caer la noche.
Comía en algún restaurante barato de la parte vieja, leía el periódico sentado tras los cristales de una cafetería de la Avenida o del Bulevar, viendo con igual indiferencia la lluvia y las cargas de la policía contra los piquetes de abertzales que rompían a pedradas o con bates de béisbol escaparates y cabinas telefónicas, deambulaba entre los anaqueles de una librería en quiebra que estaba liquidando sus existencias a mitad de precio, pero en la que yo no compraba nada, porque los bolsillos grandes e innumerables del tres cuartos me permitían esconder en ellos cualquier libro por voluminoso que fuera.
Deliraba un poco de tanto andar y de estar siempre solo, olía con idéntica resignación y codicia los aromas de los restaurantes y los perfumes de las mujeres, iba al cine, todas las tardes, algunas veces salía de una película para meterme en otra, como una beata a la que no le basta la misa de precepto, no paraba de ver películas y de pensar en ellas, respiraba películas, me aprendía diálogos de memoria, estaba enfermo de cinefilia, de cinefalia, de Hitchcock y de Nicholas Ray, de François Truffaut y Víctor Erice y Jean Luc Godard, salía de los cines con palidez de cinéfilo, que es esa palidez irradiada por la luz lunar de las películas en blanco y negro, de cinéfilo y cinéfalo de uniforme, para mayor oprobio, de ermitaño y fantasma de la ópera y holandés errante de las salas en las que asistía a un estreno prácticamente subterráneo el grupo espectral de los cinéfilos terminales de San Sebastián: yo fui uno de los cuatro o cinco espectadores de la primera proyección de Arrebato, de Iván Zulueta, con mi tres cuartos y mi gorra con la visera de cartón, con un ejemplar de El cine según Hitchcock guardado como un breviario en uno de aquellos bolsillos que eran los sacos sin fondo de mis robos miserables en la librería en quiebra.
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