Antonio Molina - Ardor guerrero
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Eran los ochenta, estaban empezando, pero ni el brigada Peláez ni nadie en el regimiento parecía haber notado su llegada, ni siquiera los miembros invisibles del servicio secreto que tal vez continuaban discretamente vigilándome, dado que aún no había transcurrido el plazo profiláctico de seis meses, y que de hecho aún me abrían de vez en cuando la taquilla, no fuera a ser que yo incurriese en el hábito de la propaganda ilegal, que era un anacronismo de los primeros setenta. Para el brigada Peláez, víctima de un traslado desde Andalucía que él consideraba tan vejatorio como una deportación, la década de los ochenta había empezado fatal, más o menos lo mismo que para la mayor parte de nosotros, si bien aquel era un comienzo falso, como de prueba, ya que las décadas, como los siglos, empiezan siempre con retraso, y se prolongan más allá de su terminación oficial.
En 1900, la reina Victoria y Jules Verne estaban vivos, y el siglo XX, que ya corría en los calendarios, no había empezado aún. El siglo XX, ya se sabe, empezó en 1914, con las matanzas industriales de hombres en los barrizales sangrientos de la Primera Guerra Mundial y con la introducción de los cascos de acero y del color caqui en los uniformes militares, que hasta entonces tendían a los rojos y azules de los casacones de opereta. El siglo XX empezó con la aplicación de los principios de la cadena de montaje a la fabricación de coches, de películas y de cadáveres humanos. Hasta entonces, las películas eran distracciones rudas de barraca de feria, los automóviles seguían pareciendo catafalcos o coches de caballos y los muertos, incluso los muertos de la guerra, eran muertos artesanales, de uno en uno, con nombres y apellidos, casi parroquianos de la muerte, como los parroquianos de las tiendas de ultramarinos.
Landrú, que actuaba en París durante la guerra europea, aprovechando una sobreabundancia excepcional de viudas con pensión, era un asesino como guardado en alcanfor, un donjuán calvo y bronquítico con pesadeces de cretona y de novelón victoriano, un contable mezquino del asesinato que apuntaba en un cuadernillo con las tapas de hule los beneficios ruines que obtenía envenenando, descuartizando e incinerando a sus víctimas. En 1918, cuando lo guillotinaron, Landrú era un hombre del siglo XIX. En 1980, casi todos nosotros, los jefes, oficiales, suboficiales y clases de tropa del regimiento de cazadores o capadores o catadores de montaña Sicilia o Sifilia 67, vivíamos todavía en la década anterior, salvo los que se habían quedado más atrás aún, en los sesenta o en los cincuenta, por no hablar de quienes respiraban el olor a rancho, a cárcel y a incienso de una posguerra acemilera y vengativa. ¿Sería tan retrógrado y tan polvoriento el ejército español porque al no participar en la guerra del 14 no había entrado a tiempo en el siglo XX? Tal vez entre todos nosotros el único que había entrado en los ochenta era la Paqui, que cruzaba el patio del cuartel moviendo las caderas como Marilyn Monroe, tirándoles besos a los soldados que rugían a su paso como si saludara en una apoteosis de vedette, instalado o instalada audazmente en una década de tolerancia y frivolidad que aún no había comenzado.
No era sólo otra década, era otra época en la que vivíamos, si uno lo piensa desde la distancia de ahora, lo mismo en los cuarteles que en el mundo exterior. No había ordenadores, ni cajeros automáticos, ni vídeos domésticos, ni enfermos de sida, ni diseñadores, ni divorcios, ni hornos microondas, ni chalets adosados. La idea que la mayor parte de nosotros teníamos de las computadoras procedía de aquella película ampulosa de Stanley Kubrick, 2001 una odisea en el espacio. Pedro Almodóvar era un auxiliar administrativo de la Telefónica que no había estrenado ninguna película, Juan Goytisolo era el héroe y mártir absoluto de toda disidencia gramatical, literaria o política, nadie había visto un cuadro de Miquel Barceló, casi nadie poseía o manejaba tarjetas de crédito, muy pocos intelectuales de izquierda, salvo Manuel Vázquez Montalbán, exhibían conocimientos gastronómicos.
Luis Buñuel, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Graham Greene y John Lennon estaban vivos. John le Carré acababa de publicar la más triste, la más enrevesada y sombría novela de espionaje, la culminación de George Smiley y de su propio talento de escritor. Yo me encerraba en la oficina para leer a gusto La gente de Smiley, y guardaba el libro en uno de los grandes bolsillos del pantalón de faena para apurar en su lectura cualquier minuto de escaqueo o de indolencia militar que se me presentara. Ni Gabriel García Márquez ni Camilo José Cela habían ganado el premio Nobel de Literatura. El nombre de Mijáil Gorbachov no le sonaba a nadie. Jorge Luis Borges viajaba por el mundo guiado por María Kodama y no sabía que iba a casarse con ella ni que moriría en Ginebra en 1986. Ronald Reagan no era presidente de los Estados Unidos y Felipe González, que no mandaba en nadie, se teñía de gris las sienes y las patillas demasiado pobladas en los carteles electorales. Pero Karol Wojtyla ya era Papa y Margaret Thatcher ya gobernaba en Inglaterra, y sin embargo nadie se daba cuenta aún del azote que iban a ser los dos para el mundo cuando la década arreciara de verdad.
El brigada Peláez y su mujer calculaban que hacia 1982 a él podrían darle el traslado a una plaza del sur, y que en menos de una década ascendería a subteniente. François Mitterrand no había ganado las elecciones en Francia y no parecía aún la efigie en cera de un cardenal francés o de un decrépito monarca absoluto. El ejército soviético llevaba varios meses en Afganistán. Leónidas Breznev era una momia con cejas de hombre lobo tan embalsamada como la momia de Lenin, pero movía débilmente los labios y agitaba la mano desde una tribuna con un temblor parecido al de la mano del general Franco en el palacio de Oriente. Las personas de izquierdas simpatizaban por igual con la revolución iraní y con la revolución sandinista. Nadie creía que el muro de Berlín fuera menos permanente que la cordillera de los Alpes ni que las dictaduras militares de América Latina se disolverían en corrupción, impunidad e ignominia al cabo de unos pocos años. Ningún profesor de instituto español con militancia sindical se había afeitado aún la barba ni imaginaba la posibilidad de vestir alguna vez camisas de seda ni de acudir a restaurantes de lujo en coche oficial. Ningún militante socialista había tenido aún en sus manos una tarjeta Visa Oro. Nadie de izquierdas fumaba otra cosa que Ducados ni veneraba fanáticamente más películas que las de Bernardo Bertolucci, hasta tal punto que muchos niños nacidos por entonces se llaman Olmo, en recuerdo del héroe de Novecento, que era un Gérard Depardieu de otra década y de otra época al que ahora nadie reconocería, un gañán joven y leñoso, con la mandíbula cuadrada y los antebrazos hercúleos de un héroe comunista, de un obrero en un grupo escultórico soviético.
Ningún grupo escultórico soviético había sido derribado aún, ni una sola estatua de Lenin. Del sindicato Solidaridad nadie sabía nada fuera de Polonia. Los periódicos valían veinticinco pesetas, y los soldados ganábamos quinientas al mes. Francisco Umbral publicaba cada día en El País una columna lírica y mundana que los aficionados jóvenes a la literatura recibíamos como un alimento diario, con un perfume doble de periodismo y de poesía. En El Alcázar Alfonso Paso escribía diariamente artículos golpistas, y El Imparcial reclamaba un golpe de estado en los titulares chillones de su primera página. En las salas de banderas estaban diariamente El Imparcial y El Alcázar, y algunos veteranos cautelosos le sugerían a uno que mejor no se dejara ver con Triunfo, y menos aún con La calle, el semanario oficioso del Partido Comunista, que por entonces aún era el Partido. Juan Carlos Onetti ya había publicado en Bruguera Dejemos hablar al viento, pero no le habían dado aún el Premio Cervantes y casi nadie se había enterado de que vivía sigilosamente exiliado en España, como tantos miles de argentinos, chilenos y uruguayos a los que no sé si ya se les llamaba sudacas…
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