Antonio Molina - Ardor guerrero
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Pensando ahora en todas las cosas que no teníamos en común me pregunto cómo surgió entre nosotros una amistad no ya tan estrecha, sino tan perfecta. A los dos nos importaba mucho más lo que sí compartíamos: el odio al abuso de los fuertes y a la ceguera y a la altanería de los enterados, la afición a beber vino en las barras de las tabernas de la parte antigua y a picar de las bandejas espléndidas de tapas desplegadas sobre los mostradores, el gusto por las conversaciones con café y cigarrillos, la tarea, compartida con Salcedo, de coleccionar los hallazgos verbales del brigada Peláez, y en general del idioma castrense, la vocación por las mujeres, por enamorarnos de ellas, por mirarlas, por contarnos y comparar los sentimientos que nos provocaban. Nos constituimos cada uno en confidente y consejero sentimental del otro. Después de licenciarnos, la mayor parte de nuestras conversaciones telefónicas y de las cartas que nos escribíamos versaban sobre el amor de las mujeres, sobre el misterio de sus reacciones y sus actos y las sorpresas que nos daban siempre, lo mismo al seducirnos que al abandonarnos.
Robert Graves habla en un poema de que también la amistad puede surgir a primera vista: Onetti decía al final de su vida, con sarcasmo y amargura de tango, que no hay más amigos verdaderos que los de la infancia. Si el ejército nos había borrado temporalmente nuestra identidad de adultos, si nos había hecho regresar al miedo y a la vulnerabilidad de los niños antiguos en los internados, también nos devolvía no sólo a las brutalidades, a las jactancias y al tribalismo de los catorce o los quince años, sino también a un sentido de pertenencia que a esas edades aprendíamos más en la amistad que en el amor.
Tal vez de ahí procede la leyenda dorada de los amigos para siempre que se hacían en la mili, tan parecida a ese episodio de celebración de la amistad que suele darse en el curso de las borracheras. Yo me acuerdo de amigos inexplicables a los que conocí a través de Pepe Rifón y hacia los que llegué a sentir simpatía y lealtad, aunque estaba seguro de que de no haber sido por el ejército no me habría encontrado con ellos, y también de que si volvíamos a vernos después de la mili no tendríamos nada que decirnos: incluso es posible que alguno de ellos me hubiera atracado.
Me acuerdo con lejano afecto de Agustín Robabolsos, del Turuta, de Rogelio Rojo, del Chipirón, la banda lumpen y grifota a la que Pepe me asoció sin que yo me resistiera demasiado, dejándome llevar hacia las esquinas oscuras de la plaza de la Constitución donde se traficaba en hachís y heroína igual que había accedido a las caminatas higiénicas con Salcedo, compartiendo con ellos el lenguaje macarra, los canutos, los botellones de cubata, los grandes bocadillos de tortilla de champiñones que daban en los bares de soldados, la beligerancia cafre y masculina de ir en grupo y en disposición de borrachera y de bronca, adolescentes falsos, apiñados, casi hombro con hombro, las manos en los bolsillos de los vaqueros, premeditadamente torvos, con más novelería que temeridad.
No es difícil que hayan conocido las cárceles, que alguno esté muerto por culpa de la heroína o del sida. A ninguno de ellos lo reconocería si lo encontrara frente a mí, y soy incapaz de imaginarme el porvenir de sus vidas, que se cruzaron tan brevemente con la mía para alejarse luego a distancias remotas. Pero la costumbre sagrada y metódica de compartirlo todo y el sentimiento de conjura y de alianza incondicional contra el infortunio que nos unió a Pepe Rifón y a mí en aquella adolescencia repetida y tardía de San Sebastián ya no he vuelto a encontrarlo: tampoco puedo ya saber si habría sobrevivido al paso de los años.
XVII.
Recién llegado Pepe Rifón a la oficina, el brigada Peláez nos encargó a Salcedo y a mí que lo adiestráramos, al principio en las tareas auxiliares de nuestra burocracia, tales como copiar listas a máquina, rayar hojas de papel con una regla de madera y sacar punta a los lápices, y poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, según el propio brigada, en los arcanos mayores de la contabilidad de la compañía, en los cuales Salcedo, recién ascendido al rango de bisabuelo, ya era catedrático, con ese punto de desganada maestría que alcanzaban los oficinistas más veteranos, tan familiarizados ya con toda la inagotable variedad de formularios militares como con el lenguaje técnico de la administración: había que explicarle al nuevo lo que era una lista de revista, un estadillo, un parte de relevo, un saluda, un comunicando, un remitiendo, un solicitando. Había que enseñarle a concluir los oficios con el giro adecuado, lo cual comunico a V.S. a los efectos oportunos, a no olvidarse nunca del Dios guarde a Vd. muchos años, a manejar los grandes libros de registro de entrada y de salida que cada mañana sacábamos del armario metálico con cierta pompa inaugural.
Como Matías a mí, yo me encargaba de familiarizar a Rifón con el laberinto de las dependencias cuartelarias y con los apartados y bolsillos de la carpeta a la que habíamos acabado llamando la valija diplomática, y que ahora, todavía tan recia y sólida como en los tiempos de Matías, sólo que más ennoblecida por el uso, gastada en sus bordes de cartón, con el color de las cintas más desvaído, solía ser transportada por Salcedo en el momento solemne de la firma matinal, cuando se le presentaban al capitán los escritos que a continuación debían repartirse por las más recónditas oficinas del cuartel.
Pepe Rifón era callado y atento y aprendía muy rápido. A los pocos días el brigada lo consideró cualificado para cumplir una de las tareas fundamentales de la primera hora de la mañana, que era la de ir a buscar el periódico a un almacén diminuto y enigmático, situado bajo la ampulosa escalera que subía a las habitaciones del coronel, donde un soldado se pasaba el día mano sobre mano, fumando y leyendo revistas porno, sin otra misión al parecer en el ejército y en la vida que la de esperar a que alguien llegara a pedir uno de los ejemplares del Diario Vasco a los que por razones misteriosas estaba suscrito el cuartel.
Había mañanas en las que ir a buscar el periódico era una modesta delicia, uno de esos placeres de orden menor, como en prosa, que uno suele buscarse hasta en las circunstancias menos favorables de la vida. Recién terminado el desayuno, el estómago lleno y caliente por el tazón de pochascao y el bollo de pan recién hecho y untado en mantequilla, salíamos calmosamente del comedor, y mientras los demás se apresuraban para recoger las armas y estar debidamente pertrechados antes de la formación de las ocho, después de la cual entrarían de guardia o pasarían horas de aburrimiento haciendo instrucción en el patio, yo me iba tranquilamente por los soportales hacia el vestíbulo noble del cuartel, con mi gorra echada hacia atrás, mi cigarrillo en la boca y mis manos en los bolsillos, si bien en un estado instintivo de alerta que en menos de un segundo me haría ponerme derecha la gorra, tirar el cigarro y adoptar un aire fugaz de marcialidad si un superior se me acercaba.
Con una mezcla de desdén y de lástima distinguía a los conejos recién llegados al cuartel, con sus uniformes de faena demasiado nuevos y limpios y sus caras de extravío y de susto, agrupándose ovinamente entre sí, obedeciendo las órdenes con ademanes de muñecos articulados. Era consciente de que me veían como a un veterano, con mi barba y mi gorra de visera partida y el andar agalbanado que ellos aún tardarían meses en saber imitar, y en secreto, indignamente, me halagaba la superioridad que me reconocían, sobre todo aquellos que sabían mi cargo y que entraban a veces en la oficina con respeto medroso, dirigiéndose a Salcedo, a Rifón y a mí con no menos mansedumbre que si le estuvieran hablando a un oficial, en voz baja, con la gorra en la mano, sin levantar los ojos.
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