Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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A veces, por casualidad, recuperaba el paso enseguida, y durante el resto de la instrucción Ayerbe seguía vigilándome los pies haciendo como que no me miraba, pero hubo una ocasión en la que por mucho que me empeñé no supe unirme al paso común, y Ayerbe, fuera de sí, me dio patadas y puñetazos y me sacó de la fila sujetándome por las solapas de la guerrera, amenazándome a gritos con el pelotón de los torpes, con quince días seguidos de cocinas y de terceras imaginarias, con el calabozo, con la repetición íntegra del campamento si no aprendía a desfilar. Jadeaba de rabia, muy cerca de mi cara, me miraba con una expresión de odio que yo no creo haber visto en los ojos de nadie, con un encarnizamiento en el desprecio que parecía exigir para satisfacerse la abolición en mí de cualquier residuo de dignidad humana.

No recuerdo haber tenido entonces un sentimiento de rebeldía: sentí tan sólo vergüenza, una vergüenza de mí mismo en gran parte, de mi inhabilidad física, de la rigidez cobarde de mi cuerpo, que me hacía desfilar, como me gritaba Ayerbe, a piñón fijo, como si mis brazos y mis piernas se movieran sin coordinación y sin ritmo. Sentía más o menos la misma humillación que cuando en los primeros cursos del bachillerato me suspendían la gimnasia: el abuso al que estaba siendo sometido en público, delante de otros reclutas y de los instructores, era una prueba bochornosa de mi incompetencia, no de la crueldad de las normas a las que obedecíamos.

Perdiendo el paso me distinguía y me separaba de la mayor parte de los otros, los que sabían desfilar sin equivocarse nunca, pero no por eso me sentía más cerca de los que eran más o menos como yo, los otros segregados, los más torpes aún: el pobre y gigantesco Guipúzcoa-22, con sus andares de criatura de Frankenstein y sus mangas tan cortas que le dejaban siempre descubiertas las muñecas y una parte de los antebrazos, el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, aquel recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido, y que tenía una piel tan pálida que se le traslucían las venas de las sienes. Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y confundirme y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban que una señal de reconocimiento en la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa-22: como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia, y cuando por fin logré aprender a marcar el paso sin equivocarme y a sincronizar el movimiento de los brazos y me vi libre de la amenaza del pelotón de los torpes empecé a mirar con cierto desdén a los que no habían tenido la misma habilidad o la misma suerte que yo.

Un poco antes de la jura de bandera empecé a pensar que en realidad Ayerbe no era un mal tipo. En los corros de la cantina, que se llamaba el Hogar del Soldado, le reí ostensiblemente alguna de sus gracias sórdidas de veterano, de bisabuelo sentencioso, sin que él pareciera considerarme mucho más con su mirada oblicua que cuando me ponía zancadillas en los ejercicios de instrucción, y fui de los que se acercaron a él para despedirlo el día en que le comunicaron la fecha exacta e inmediata de su licenciamiento. Una parte sumergida y proscrita de mí se rebelaba con asco contra tanta obediencia, pero lo cierto es que el rencor originado por la persecución a la que Ayerbe me había sometido acabó siendo menos intenso que mi gratitud por que hubiera dejado de acosarme.

VII.

Para sobrevivir me ocultaba más hondo que nunca antes en mi vida. Emboscaba lo mejor de mí o lo más irreductiblemente mío para dejarlo a salvo no ya de la presión del exterior, sino de los mecanismos de obediencia, de embrutecimiento y olvido que también eran yo y que ya estaban dentro de mi alma antes de que los revivieran la disciplina y la claustrofobia del ejército.

La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras. La repetición exhaustiva y unánime, en un lugar cerrado, de una cadena de actos que se justifican por sí mismos en virtud de una lógica inflexible, pero sin ningún vínculo con las realidades del mundo exterior, sume a quienes los practican en un espejismo de intemporalidad, en un estupor gradual de la inteligencia, atrapada ella misma en los automatismos rituales a los que al cabo del día no escapa ningún gesto, incluso ningún sueño ni deseo.

El sueño único y compartido de los tres mil reclutas del Centro de Instrucción era marcharnos cuanto antes de allí: contábamos avariciosamente cada día y cada hora, tachábamos con obstinada desesperación cada tarde una fecha en el calendario, y sin embargo el tiempo en el que vivíamos era eterno de tan exactamente repetido, y esa discordancia entre la eternidad y la duplicación idéntica de los días y el ansia nuestra de que pasaran cuanto antes terminaba por sumergirnos del todo en una ausencia perpetua de certidumbres temporales, más grave aún porque apenas recibíamos noticias del exterior ni sabíamos la fecha exacta de la jura de bandera, que iba cambiando cada día según los rumores difundidos por Radio Macuto: un día susurraba algún enterado que el Consejo de Ministros iba a reducir la mili a un año, y el campamento a cuatro semanas, y ya teníamos que modificar todos nuestros cálculos y hasta las tachaduras de nuestros calendarios, y al día siguiente, en la lista de retreta, un instructor nos notificaba con sarcasmo que lo llevábamos claro, que el campamento duraría tres meses, y no mes y medio, como nos dijeron al principio, y entonces la duración montañosa e incierta del porvenir de nuevo nos abrumaba, y éramos incapaces de imaginar que la mili terminaría alguna vez, aunque estuviera a punto de terminarse para los veteranos, igual que un niño no puede imaginar que alguna vez será como sus padres. Nuestra idea del tiempo se nos había vuelto tan cerrada como la del espacio y, del mismo modo que el paisaje exterior se reducía a los páramos que rodeaban las alambradas, nuestra perspectiva del futuro estaba limitada a la espera de los seis días de permiso que iban a darnos después de la jura de bandera.

No había nada individual ni único, nada que fuera súbito aparte de los arrestos, nada que no ocurriera porque estaba previsto y que no debiera ajustarse a una normativa tan detallada que terminaba siendo alucinatoria: el punto justo de la gorra que debía rozar los dedos de la mano derecha en el primer tiempo del saludo, los pasos que debían separarlo a uno de un superior en el momento de cruzarse con él para ir levantando la mano hacia la sien, la longitud reglamentaria del pelo en el cogote, el instante en que debían apagarse las luces en los dormitorios.

En aprender a arrodillarnos durante la consagración de una misa de campaña

– la gran misa castrense que precedería a nuestra jura- tardamos varios días, porque había que llevar a cabo una serie de movimientos tan inextricable como la construcción de un mecano: adelantar el fusil, hincar una rodilla en tierra, quitarse al mismo tiempo, con la mano derecha, la gorra, llevársela al pecho, inclinar la cabeza, justo en el momento en que sonaran las notas más agudas del cornetín de órdenes, cuando el sacerdote levantara la hostia y la banda atacase la versión más solemne del himno nacional: como decía nuestro capitán, un soldado español sólo rinde sus armas delante del Santísimo Sacramento.

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