Antonio Molina - Ardor guerrero
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En las teóricas, Guipúzcoa-22 se quedaba inmediatamente dormido, con la poderosa barbilla euskalduna hundida en la pelambre negra del pecho, dormido grandiosamente como un tronco, volcado como un árbol contra el respaldo de la silla que crujía bajo el peso de su envergadura. A Guipúzcoa-22 lo despertaban a codazos, lo castigaba el teniente a quedarse de pie en un rincón, riñéndole con una blanda energía de catequista viejo, y luego le preguntaba el nombre del coronel del regimiento: Guipúzcoa-22 bajaba la cabeza, la boca se le sumía aún más por encima de la mandíbula en ángulo recto, la abría, parecía que empezaba a articular una palabra difícil, se quedaba callado, el rosa vasco y suave de sus mejillas se volvía rojo cuando el teniente comenzaba a reñirle y a llamarle ignorante y acémila y los demás reclutas se reían a carcajadas de él, sin que faltara nunca alguno que levantara la mano y se ofreciera ávidamente, con nerviosismo de niño repelente y empollón, a decir la respuesta inaccesible para la desmemoria de Guipúzcoa-22:
– El coronel del regimiento es el ilustrísimo señor don Julián Díaz López, con tratamiento de usía, mi teniente.
A Guipúzcoa-22 el teniente decidió preguntarle cada día el nombre del coronel, y le hizo copiarlo con letras grandes en una hoja de papel delante de todos nosotros y mirarlo fijamente y le ordenó que se lo guardara en el bolsillo y lo llevara siempre con él, y cada día, al comenzar la clase, antes de que Guipúzcoa-22 se quedara dormido, el teniente lo miraba en silencio, desmedrado y viejo por comparación con su estatura, sonreía, lo iba viendo ponerse nervioso, morderse los labios, enrojecer poco a poco, a medida que crecía el rumor de burla en torno a él, y sólo entonces formulaba la pregunta.
– A ver, Guipúzcoa-22.
– ¡A la orden, mi teniente! -Guipúzcoa-22 se levantaba lento y rudo, con un breve temblor en la osamenta irreprochable de su mandíbula, doblemente aprisionado en la rigidez de su ademán y en las proporciones mezquinas de un uniforme de faena del todo insuficiente para su tamaño de gudari.
– ¿Cómo se llama el coronel del regimiento? Venga, piénsalo, no te pongas nervioso, si te lo sabes.
Guipúzcoa-22 estaba a punto de decir algo, cerraba los ojos y apretaba los dientes en una tentativa dolorosa de concentración, se retorcía las manos descomunales y peludas, parecía que esta vez sí iba a contestar, al menos el nombre, aunque no se acordara de los apellidos, pero abría la boca, articulaba algo y era una sola sílaba, «don…», y en la garganta se le quedaba detenida una consonante áspera que no llegaba a pronunciar, ahogada por la humillación y la vergüenza. De Guipúzcoa-22 se reía todo el mundo, y los pocos que no nos reíamos abiertamente tampoco teníamos el valor preciso para defenderlo, ni siquiera para mostrar un gesto de desagrado ante la cruel burla colectiva en que se convertía la clase.
Nadie estaba en ningún momento a salvo de un castigo, pues no podíamos conocer y cumplir sin equivocación el número infinito de normas que nos envolvían: más dañino aún era que nadie estaba tampoco a salvo de la vergüenza y del ridículo, así que algunos de los que se reían de Guipúzcoa-22 lo hacían empujados por un impulso de desquite, porque en otras ocasiones ellos habrían sido o serían las víctimas elegidas de otra humillación.
Nos decían, nosotros mismos nos lo acabábamos diciendo, que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad, que se ejercía universal y sistemáticamente de arriba abajo, con una transparente equidad de principio físico, de teorema matemático. Nosotros, los reclutas, los conejos, los bichos, ocupábamos el último escalón en aquella jerarquía tan abrumadora como la de los círculos del cielo y del infierno en las teologías medievales, éramos los apestados y los parias, los intocables, el sumidero y el pozo ciego de todas las crueldades que descendían de grado en grado desde el pináculo hasta la base del edificio militar, pero quienes con más saña nos trataban no eran los oficiales, sino los cabos y los instructores que a lo mejor sólo llevaban tres meses más que nosotros en el ejército.
Dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, había también un hervidero constante de jerarquías y maldades, un amontonarnos y adelantarnos y pisarnos y darnos codazos y patadas que acababa resultando una sórdida repetición, a escala de nuestra miseria, en nuestro sótano de postergados, del edificio entero que nos gravitaba encima, y cuyas categorías y denominaciones tanto trabajo le costaba aprenderse a Guipúzcoa-22: no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el extravagante, el afeminado o el lunático. Quien sufría un robo era culpable del empanamiento y la debilidad de haber permitido que le robaran. Quien no podía evitar un temblor de miedo en el pulso antes de lanzar una granada de mano era culpable de su cobardía. Los últimos de todos los parias, los definitivamente empanados, los que lo tenían más espantosamente claro, reunían todas las torpezas y todos los golpes de infortunio, los atraían con el imán maldito del empanamiento, y acababan castigados cada pocos días a hacer un retén o a catorce o quince horas seguidas de suplicio en medio del vapor y de la mugre inmunda de las cocinas, y cuando los demás reclutas, a partir de las seis de la tarde, disponíamos de unas horas de descanso, ellos desfilaban machaconamente en la oscuridad, perdiendo el paso, chocando los unos con los otros al no saber dar la media vuelta, exhaustos, embotados y ridículos, con las gorras torcidas y los andares de pato, reducidos al oprobio final del pelotón de los torpes.
Yo no sé todavía cómo me libré de él.
A medida que aprendía los rasgos de mi nueva identidad militar y que olvidaba o dejaba en suspenso las experiencias de mi vida adulta, yo regresaba a sentimientos y a estados de ánimo sumergidos durante mucho tiempo, no exactamente en las profundidades de la desmemoria infantil, sino en esa edad rara y fronteriza que ya no es del todo la infancia y todavía no es la adolescencia, los once y los doce años, cuando uno se ve extraviado casi de un día para otro en una confusión atemorizada y turbulenta cuyo resultado más común es una forma particularmente avergonzada y solitaria de amargura: las oscuridades bruscas y los quiebros agudos de la voz, el primer bozo sobre el labio todavía infantil, la inexplicable y agobiante culpabilidad de las manchas amarillas en las sábanas.
A los suplicios usuales de los doce años yo añadía el de mi apocamiento físico. Era tan torpe que no sabía ni darme una voltereta, y me quedaba paralizado delante de uno de aquellos artefactos temibles, el potro y el plinto, tan incapaz de saltarlos como un tullido. El profesor de gimnasia, un fascista alcohólico de bigote negro y gafas de sol que también nos daba Formación del Espíritu Nacional, se burlaba de mí y de los dos o tres que eran como yo, animando al resto de la clase a secundarlo en sus bromas, y nos decía, acercándosenos mucho, envolviéndonos en una pestilencia de cigarro ensalivado y coñac:
– Pues ya veréis la que os espera cuando vayáis a la mili.
Once años después aquel profesor de gimnasia se había muerto de cirrosis, pero su amenazante profecía estaba cumpliéndose, y otros individuos de hombría tan beoda y ademanes tan bestiales como los suyos se erguían delante de mí y de todos nosotros para someternos a un grado de temor y obediencia que se parecía mucho al del colegio salesiano donde yo había pasado los tres años más sombríos de mi vida. En la parte más íntima, en la más inconfesable de mí mismo, aquel miedo infantil era más fuerte que la discordancia ideológica y que las protestas de la racionalidad civil contra la mezcla de barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el interior del perímetro alambrado del campamento. Despojados de los puntos de referencia de la vida adulta, el desamparo que sentíamos los más débiles entre nosotros era el de la infancia. A los veintitrés años, a punto de cumplir veinticuatro, yo sentía intacto el miedo de los niños cobardes a ser golpeados y engañados por los más grandes del colegio.
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