Antonio Molina - Ardor guerrero
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Arriba, sobre la escalinata, con las gorras caídas sobre las caras, los brazos en jarras, las piernas separadas, los uniformes usados y vividos, los instructores nos miraban como a un rebaño manso y lamentable, mandaban cubrirse, ar, firmes, ar, derecha, ar, descanso, ar, esas cabezas más altas, cojones, los pechos hacia afuera, que parecéis tísicos, el taconazo más fuerte, que se os rompan los talones, las manos pegadas al costado, que os duelan cuando las bajáis. Nos dejaban en posición de firmes, en una actitud de expectativa y de peligro, como a punto de dar una nueva orden, queriendo tensar hasta el límite los segundos de espera, la inmovilidad y la rigidez perfecta y la geometría de las filas. Verían cuerpos desiguales, mal vestidos, mal hechos, aposturas exageradas de marcialidad, de dejadez o desesperación secreta, de abyecto entusiasmo, caras de amontonaos y de empanaos y de verdugos y víctimas, caras pálidas de universitarios o de pobres miopes y caras angulosas y cobrizas de campesinos: todos igualados por las líneas rectas de la formación, uniformados por las guerreras y las gorras caqui, pero sobre todo -imagino ahora, queriendo ver lo que ellos veían desde arriba, lo que les mostraba su arrogancia- por la ilimitada vulnerabilidad de nuestra cobardía y nuestro desamparo.
Pasamos la tarde guardando cola ante los lavabos para que nos raparan. Los instructores eligieron al azar a cuatro o cinco reclutas, le dieron a cada uno unas tijeras y un peine y sin más preámbulos les ordenaron ponerse a la tarea. Había charcos de agua y de orines sobre las baldosas sanitarias, y bajo las suelas de nuestras botas empezó a extenderse una maraña inmunda y lanosa de mechones cortados de cualquier manera. Los cráneos rapados acentuaban el efecto clónico de los uniformes, nos reducían más aún a una identidad colectiva y numérica: sin el pelo, los rasgos y las miradas se afilaban, pero al mismo tiempo perdían misteriosamente su individualidad, tal vez porque se les borraba por completo el pasado. La cara que yo vi esa noche al lavarme los dientes en el espejo del lavabo tenía en los ojos la expresión de quien mira a un desconocido: no era yo mismo descubriendo lo que habían hecho de mí durante un solo día en el ejército, era otro mirándome, era un recluta rapado y asustado mirando con extrañeza y recelo a quien yo había sido antes de llegar allí, veinticuatro horas antes, en otro mundo, en el pasado inmediato y lejano.
VI.
Siempre deprisa, más rápido, desde antes del amanecer, desde que el primer toque de diana inauguraba el día, con sus notas veloces y su letra oficiosa que algunos coreaban mientras nos poníamos los pantalones, la guerrera y la gorra y nos enfundábamos las botas, las botas grandes, negras y pesadas, con su ruido de hebillas que ya se nos había vuelto habitual, y que se parecía un poco al de los fusiles cuando se llevan al hombro y rozan rítmicamente la tela y los correajes del uniforme durante el desfile: quinto, levanta, tira de la manta, cantaban algunos, mientras la corneta acuciante llamaba a formación en todos los altavoces de todas las compañías del campamento, en la noche invernal de las parameras de Álava. Los que éramos más perezosos o más torpes practicábamos la astucia menor de dormir casi vestidos, y de guardar la gorra debajo de la almohada, aun a riesgo de que nos la quitaran mientras dormíamos, así que cuando el toque de diana, los gritos del imaginaria y del cabo de cuartel y las crudas luces del barracón nos despertaban no teníamos que perder unos segundos valiosos abriendo y cerrando el candado de la taquilla o buscando en el suelo los calcetines.
Más rápido, conejos, gritaban el cabo cuartel y los instructores, dando puñetazos en la chapa resonante de las taquillas, a los diez últimos les meto un retén, por mis muertos, decía Ayerbe, tal vez no el más canalla, pero sí el más arbitrario y bocazas de todos, el que andaba más lento y con las piernas más separadas, el que llevaba la visera de la gorra más caída sobre los ojos, de modo que siempre miraba como vigilando de través: corred, me cago en vuestros muertos, que os desolléis el culo con los talones, me cago en Dios, que estáis empanaos.
Siempre deprisa, arrojados de golpe en el despertar, saltando sin respiro de una tarea a otra, de la instrucción a la gimnasia, de la bronca hambrienta en el comedor a las clases que llamaban teóricas, en las que un teniente viejo y algo temblón de voz o el mismo capitán de la compañía nos explicaban los misterios más impenetrables de la vida y de la ciencia militar, los pormenores puntillosos de las graduaciones y los ascensos y la geometría de las trayectorias balísticas, saberes que dada su oscuridad y nuestro grado brutal de cansancio nos producían a casi todos una somnolencia invencible.
De pie ante una pizarra en la que había trazado líneas elípticas o completado la pirámide de la jerarquía militar, el capitán preguntaba, aún de espaldas a nosotros, si alguien tenía alguna duda y nos animaba a intervenir, porque era, a diferencia del teniente, un capitán joven, animoso y gimnástico que gastaba una cerrada barba negra y afectaba una cierta naturalidad democrática, pero de nuestro silencio ovino no surgía ninguna pregunta, sino un ronquido profundo, sereno, solemne en su desahogo y su tranquilidad, y al oírlo el capitán se volvía con los brazos cruzados sobre el pecho musculoso y extendía el dedo índice para fulminar al dormilón.
El dormilón solía ser un ejemplar de la raza vasca que habría conmovido hasta el éxtasis a Sabino Arana, un recluta alto como un álamo, de nariz ganchuda, mejillas rosadas, boca pequeña y prominente mandíbula que se llamaba Guipúzcoa-22 y hablaba un castellano lento y dubitativo de baserritarra. En las manos de Guipúzcoa-22, que tenían una dureza y una anchura de manos acostumbradas a las herramientas campesinas, el fusil de asalto cetme, el chopo, que pesaba cuatro kilos y medio, se convertía en una miniatura de fusil tan liviana como una escopeta de corcho. Su fortaleza y su estatura le habrían garantizado un destino envidiable de cabo gastador, esos que van a la cabeza del desfile con polainas y muñequeras blancas, cordones rojos en la pechera del uniforme y palas y martillos de metal brillante a la espalda, pero la lentitud de sus movimientos y su propensión a no enterarse de nada y a quedarse roncando en las clases teóricas le depararon más de un arresto y fueron ocasión frecuente de escarnio.
Uno de los capítulos de nuestro aprendizaje militar era el de los nombres, apellidos, tratamientos y cargos de todos nuestros superiores en la cadena de mando, desde el sargento de semana hasta el Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, que era el Rey, si bien no solían encontrarse retratos suyos en los despachos, a no ser en compañía de los del difunto caudillo, que ocupaban lugar de preeminencia, como si aquel espectro en blanco y negro de las fotografías no llevara muerto casi cuatro años. Cada día, en la clase teórica de después de comer, que era la más propicia a la modorra, el teniente nos hacía repasar y luego nos tomaba aquellas lecciones, empleando en la tarea una paciencia monótona más propia de un sacristán o de un párroco. Igual que en las catequesis de mi infancia, los reclutas repetíamos a coro las enseñanzas que nos impartía el teniente, y nos arriesgábamos a un castigo pueril o a una reprimenda si no cantábamos lo bastante alto los nombres y los títulos del escalafón o no sabíamos responder a alguna pregunta tan simple como las del catecismo escolar. Igual que en las escuelas antiguas de palmetazo y coscorrón, los reclutas más torpes hundían la nuca entre los hombros y bajaban la cabeza por miedo a ser interrogados, se copiaban listas de nombres en las palmas de las manos o se guardaban chuletas en las bocamangas, oscilaban de un pie a otro, se rascaban la cabeza y se mordían los labios cuando no lograban acordarse del nombre del capitán, de cuántas puntas tienen las estrellas de un coronel o del tratamiento que debe darse a un general, que es el de vuecencia.
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