Durante cuarenta y ocho minutos la presencia de la Luna es una pura negrura sin claridades ni matices ni puntos de referencia, pero es justo en ese tiempo cuando se vuelven visibles las estrellas: tan innumerables como no se ven jamás desde la Tierra, formando nuevas constelaciones que sólo pueden ver tus ojos, resplandeciendo en el espacio vacío sin la titilación que provoca el aire terrestre. Miras hacia el exterior con la cara pegada al cristal, hacia los millones de soles y las nubes galácticas de un universo que no parece el mismo hacia el que se alzan los ojos de los otros seres humanos. Miras cobijado en el interior seguro y a la vez tan frágil de la cápsula, navegando en medio de la oscuridad y el silencio, impulsado no por un motor sino por la misma gravitación universal que mueve la Luna ahora invisible y gracias a la cual dentro de unos minutos verás de nuevo aparecer la Tierra. Primero surge una penumbra en la que se define el arco de un horizonte muy curvado, e inmediatamente después irrumpe el brillo oblicuo del sol que borra del cielo los resplandores de las estrellas y revela de nuevo el paisaje geológico de cráteres y cordilleras tan altas que parecería posible que la cápsula chocara con uno de sus picos agudos.
Y entonces, en ese amanecer acelerado que se repite cada hora, se alza sobre el horizonte la esfera azul y lejana de la Tierra, sola y nítida, muy luminosa en medio de la negrura, la Tierra que parece infinitamente frágil, perdida, casi tan imposible de alcanzar de nuevo como una de esas estrellas hacia las que se tardarían millones de años en llegar aunque se viajara en una nave a la velocidad de la luz. Intentas imaginar qué estarán haciendo ahora mismo las personas que quieres, tu mujer y tus hijos, recordar con detalle los lugares de tu casa, y te sorprende que la memoria se ha vuelto muy vaga y que no sabes calcular, sin consultar los instrumentos, qué hora es ahora mismo para ellos, si estarán sentados delante del televisor para saber las últimas noticias del viaje o si dormirán olvidados de todo, en la sólida y duradera oscuridad de la noche terrestre, en una cama en la que el peso de sus cuerpos les permite la sensación tan gustosa de hundirse ligeramente en el colchón, horizontales, inmóviles, anclados al descanso por la atracción familiar de la gravedad. Qué lejana la cadencia inmemorial, el ritmo binario de los días y las noches que está inscrito con la misma precisión en el sistema nervioso de las criaturas más rudimentarias y en el de los seres humanos, cuando en tu viaje alrededor de la Luna el día vertiginoso dura algo más de una hora y la noche que parece definitiva se acaba en cuarenta y ocho minutos. La luz del sol hiere tus pupilas desconcertadas que no la esperaban, aunque lo supiera tu conciencia afilada e insomne. Las voces suenan de nuevo, se llena de ellas el espacio estrecho de la cápsula, las voces que vienen en línea recta desde el centro de control situado en algún punto de esa esfera azulada y las que proceden de mucho más cerca, de otro punto igualmente invisible en la superficie de la Luna, las de los dos astronautas que ya se han posado sobre ella pero aún no se aventuran a abandonar el módulo lunar. Te llaman, dicen tu nombre, y al oírlo te parece que vuelves a recobrar una identidad vinculada a él y a la existencia y la atención de los otros después de un desvanecimiento o de un período de olvido cuya duración es ajena a los minutos exactos que marcan los relojes. Quién puede medir lo que dura un minuto en el silencio y en la oscuridad de la cara oculta de la Luna: las redes invisibles de las ondas de radio te atrapan cuando ya estabas más perdido, y sólo ahora te das cuenta de lo lejos que has estado mientras duraba el silencio. Como un tripulante de la misión Gemini que hubiera salido de la nave y flotara en el espacio y al que se le rompiera de pronto el largo tubo umbilical que lo mantenía unido a ella: se iría alejando, agitaría en el vacío las manos y las piernas, igual que un nadador al que una corriente lo aparta de la costa, y a cada instante la distancia se haría mayor y el astronauta ya no podría ver la nave de la que se había apartado' Vería la Tierra, su globo inmenso que le daría la impresión de girar como una rueda lentísima, y se abandonaría poco a poco a la resignación de morir, escuchando quizás las voces que lo llamaban en los auriculares, en el interior del casco donde se agotaba el oxígeno, ya convertido en un satélite del planeta al que no iba a regresar.
Vería el delicado resplandor azul que separa la atmósfera de la oscuridad exterior: reconocería los perfiles de los continentes, tan precisos como si estuvieran dibujados en un planisferio; distinguiría el marrón terroso de los desiertos y las manchas suaves de verde en el cinturón de los bosques ecuatoriales. Le parecería mentira haber pertenecido a ese mundo, haberse alejado de él tan sólo uno o dos días antes. Pero esas palabras ya no significan nada, día o noche, ayer o mañana, arriba o abajo. No hay arriba ni abajo ni día ni noche ni mañana ni ayer. Hay una fuerza que atrae a los cuerpos celestes entre sí y otra que los aleja en las ondas expansivas de una gran explosión que tuvo lugar hace quince mil millones de años. Tú eres menos que una mota de polvo, que una chispa de fuego, que un átomo, que un electrón girando en torno al núcleo a una distancia proporcional como la que separa a Saturno o a Urano del Sol:
eres menos todavía que una de esas partículas elementales de las que están hechos los electrones y los protones y los neutrones del núcleo. Y sin embargo tienes una conciencia, una memoria, un cerebro hecho de células tan innumerables como las estrellas de la galaxia, entre las cuales circulan las descargas eléctricas de las imágenes y las sensaciones a la velocidad de la luz. Oyes tu nombre repetido en los auriculares y ves tu cara a la media luz del interior de la cápsula, tu cara familiar y fantasma reflejada en el cristal convexo de la pantalla de la computadora. Te pones delante de la cámara de televisión que transmitirá tu imagen pálida y solitaria a la Tierra y ves tu cara en la lente como en un espejo diminuto. Mientras la nave cruza sobre la parte iluminada de la Luna, en los setenta y dos minutos que dura el día para ti, miras por las ventanillas buscando algún indicio que te permita descubrir el punto de aterrizaje del módulo lunar, pero estás demasiado lejos, y no llegas a ver nada, aunque a veces los ojos te engañan y te parece que has distinguido algo.
No hay nada, sólo las cordilleras grises de picachos agudos, los cráteres que se multiplican en otros cráteres como los estallidos congelados de las grandes gotas de una tormenta, los océanos minerales, y un poco más allá el horizonte siempre curvado y cerca no, hacia el que vas avanzando como una balsa que se acercara al filo de una catarata, la gran catarata de oscuridad y terror en la que te sumerges de nuevo cuando se hace el silencio de la cara oculta de la Luna.
– Ha venido don Diego, el párroco de Santa María.
– ¿Y habéis visto si traía el santolio? -Mama, eso yo ya no lo distingo.
– Hija mía, ni que fueras atea.
– Habría venido con un monaguillo.
– A lo mejor sólo quiere confesarse.
– Pues entonces va a tener tarea.
– Por eso tarda tanto en salir el cura.
– ¿Y hay perdón para todos los pecados, por muy malo que haya sido uno? -Algo ayuda si se dan buenas limosnas a la iglesia.
– Y si se invita de vez en cuando a chocolate con churros al párroco y se le manda algún pollo con la cresta bien roja.
– Qué cosas tienes, Lola. ¿Tú crees que el perdón de Dios se gana con regalos? -Bien claro lo dice el refrán:}a Dios rogando y con el mazo dando}.
– De cuándo habrás sabido tú de refranes.
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