Antonio Molina - El viento de la Luna

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El 20 de julio de 1969 la misión espacial del Apolo XI se posa en el Mar de la Tranquilidad, convirtiendo a su comandante, Neil Armstrong, en el primer hombre que pisa la Luna.
Las noticias sobre el viaje son el hilo conductor de esta novela protagonizada por un adolescente que, fascinado por estos acontecimientos, asiste al nacimiento de una nueva época; el universo que le rodea comienza a serle tan ajeno como su propia felicidad infantil.
En 1969 la vida en la ciudad de Mágina transcurre con la regularidad con que las cosas han sucedido siempre, en el tiempo en apariencia detenido de una larga dictadura.
Antonio Muñoz Molina transmite como nadie la fragilidad de instantes capaces de cambiar una vida, como la llegada del primer televisor a casa, la conciencia del incalculable consuelo de la lectura o el descubrimiento de un secreto que ha marcado a la ciudad desde la guerra civil.
Historia de iniciación magistralmente narrada, El viento de la Luna posee elementos que remiten al mundo de escritores como Salinger o Philip Roth, pero también es un nuevo episodio en el ciclo narrativo de Mágina, como reconocerán enseguida los lectores de Beatus Ille y El jinete polaco. La imagen de un futuro de ciencia ficción a los ojos del protagonista que ya es recuerdo nostálgico para el lector es uno de los mayores aciertos de esta cautivadora novela.

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Todos menos él, claro, que se lo pasaba estupendamente presumiendo de uniforme, con lo alto y lo buen mozo que era, desfilando con su mosquetón al hombro cada catorce de abril. Yo le decía: "Manuel, si esto acaba mal y ganan los del otro bando, ¿qué va a ser de nosotros?" Y él tan fresco, "mujer, cómo van a ganarle unos cuantos militares sublevados al gobierno legítimo de la República". Él siempre con esas palabras que le gustaban tanto. "Y si pasara algo", decía, "que no pasará, ¿no estamos guardando cada semana más de la mitad de mi paga fija, para hacer frente a lo que sea?". De eso estaba tan orgulloso como del uniforme y de los correajes, del sobre con billetes que me traía cada sábado. Y a mí también me parecía mentira, después de haber pasado tantas necesidades en la vida, de no saber nunca si al día siguiente íbamos a tener un jornal o si se iba a arruinar una cosecha porque no lloviera nada o porque lloviera a destiempo.

Igual que os digo una cosa os digo la otra, listo no será vuestro padre, pero trabajador más que nadie. Desde niño se ganó la vida en los cortijos y en las huertas, pero el que no tiene nada más que sus manos no saca nada en limpio por mucho que trabaje, y por muy buenas palabras que le digan los señores o los capataces. Los peones de los cortijos dormían en las cuadras con los animales y el día en que estaba lloviendo o en que se ponían malos no cobraban el jornal. Y cuando llegó la República y a pesar de todas las promesas había menos trabajo todavía, los señoritos y los capataces les decían a los hombres del campo: "Decidle a vuestra República que os dé de comer".

– Dice Carlos que de esas cosas antiguas más vale no acordarse.

– Como si acordarse o no acordarse estuviera en la mano de uno.

– Hasta para nacer tuviste suerte tú, Lola, que viniste al mundo cuando lo peor había pasado.

– Cuando estalló la guerra nosotros estábamos algo mejor, y habíamos podido mudarnos a esta casa, porque a vuestro padre lo habían hecho aperador o jefe de muleros o comoquiera que se diga en el cortijo de los señores de Orduña. Pero llegaron unas patrullas en camionetas de aquellos milicianos que llevaban pañuelos rojos y negros y dijeron que incautaban el cortijo. Me acuerdo de esa palabra porque vuestro padre la decía mucho. Pero lo que hicieron fue quemar la casa, matar a tiros a los animales y pegarle fuego a la cosecha de trigo y de cebada, y hasta a vuestro padre estuvieron a punto de fusilarlo.

– ¿Y él que había hecho? -Pues lo que ha hecho siempre y lo que ha sido su ruina, meterse donde no lo llamaban y hablar cuando tendría que haberse callado. Después de emborracharse con el vino de la bodega de los señores los milicianos empezaron a tirar al patio por los balcones del cortijo todo lo que encontraban, los muebles, los libros de la biblioteca, los cuadros, las imágenes de los santos, y cuando tenían una pila que llegaba más alta que los tejados lo rociaron todo de gasolina. Los peones estaban allí, mirando, sin hacer nada, pero vuestro padre se acercó a los milicianos y les dijo, "pero, hombre, vais a quemar también los libros y los santos, qué mal os han hecho". Y el miliciano lo agarró por la pechera de la camisa, aunque era más pequeño que él, y le dijo, "pues a ver si vas a ir tú también derecho a la hoguera".

– Qué valiente, mi padre.

– Qué insensato, más bien. Por mucho menos a otros les dieron el paseo, y tuvieron sus familias que buscarlos por las cunetas, tirados como perros, con las bocas abiertas y los ojos comidos por las moscas.

– Habría que verlo, lo orgulloso que iría, con su uniforme de guardia.

– Guardia de Asalto. Con todo el tiempo que ha pasado y todavía le gusta decir el nombre.

– ¿Cómo sacó la plaza? -Porque era muy alto, y porque sabía leer y escribir y hacer cuentas.

Y porque a los guardias más jóvenes los mandaban al frente y como los mataban tan rápido siempre hacía falta gente nueva. Había aprendido a leer y a escribir en el cortijo, de noche, a la luz de un candil, con otro peón que había sido asistente de un capellán en la guerra de África.

– Yo me asomaba a la ventana para verlo venir. Salía corriendo y él me levantaba en brazos, y me ponía la gorra de plato. Las otras niñas que jugaban en la calle se morían de envidia.

– Y lo mejor era el sobre, cada sábado, lloviera o nevara o hubiera sequía, parecía mentira, los billetes tan nuevos, que olían tan bien, sin mugre ni manoseo, como si los hubieran planchado, un jornal seguro por primera vez en nuestra vida. Y por tan poco tiempo. Pero yo veía cada semana que mi caja de lata iba estando más llena, y la guardaba en el fondo del armario. Él me decía, "mujer, no seas tan económica, que la semana que viene habrá otro sobre igual que éste". Pero yo escuchaba las noticias de la guerra, aunque no entendía casi nada, y miraba las caras de hambre de la gente, y los puestos del mercado que se iban quedando vacíos, y los soldados que volvían de los frentes con un brazo o una pierna de menos o sin los dos brazos o las dos piernas, y pensaba, "esto no va a durar mucho, y cuando se acabe estaremos mucho peor que antes de que empezara". Al final mi caja de lata estaba llena de billetes, bien apretados, con ese olor a nuevo que me gustaba tanto, pero de qué me servían, si ya no había casi nada que se pudiera comprar con ellos, si el campo no daba trigo ni aceite después de tres años de dejarlo en barbecho.

Algunas noches me desvelaba al lado de él, que roncaba y ocupaba la cama casi entera con las piernas abiertas, porque a él nada le quitaba el sueño, aunque cada día llegaran a Mágina más refugiados de los pueblos que iban tomando las tropas de Franco, aunque ya no tuviéramos para comer más que pan de algarrobas y lentejas agujereadas por los bichos y hervidas en un caldo de agua. Me desvelaba, iba al armario, buscaba a tientas mi caja, me la llevaba a la cocina y encendía una vela para contar mis billetes, pero estaba tan nerviosa que perdía la cuenta, o pensaba de pronto, "mira si cuando manden los de Franco deciden que el dinero de los rojos no vale".

A él le faltó tiempo para reírse de mí cuando se lo dije a la mañana siguiente, nada más abrió los ojos.

"Mujer, qué tonterías más grandes se te ocurren, para qué hablas de lo que no entiendes. Lo primero es que esos militares chusqueros no van a derrotar al gobierno legítimo de la República.

Y lo segundo, poniendo que ganaran, que no ganarán, si dejaran sin efecto la moneda de curso legal, ¿cómo se mantendría la actividad económica?" Palabras nunca le han faltado. A mí podía aturdirme con ellas, pero yo no me quedaba tranquila. Un billete es una estampa pintada de colores, por mucho que se empeñe uno. "Un billete no es una mollaza de pan", pensaba yo, "ni una orza de lomo en manteca, ni una garrafa de aceite. Con papeles de colores no se enciende una lumbre ni se caldea una casa ni se llena una despensa". Y es como si Dios me hubiera abierto los ojos porque a los pocos días de aquello veo que vuestro padre vuelve de casa de Baltasar y entra en el dormitorio muy misterioso y en vez de quitarse el uniforme empieza a buscar en el armario, y yo que no le quito ojo y he ido detrás de él le digo, "qué buscas", y él, "la caja de lata, para guardar el sueldo de esta semana". Yo hacía como que no me daba cuenta, pero había notado que algunos días, cuando vuestro padre volvía, Baltasar estaba en la puerta de su casa, y lo saludaba muy atento, y se ponía a charlar con él, pidiéndole que le contara noticias de la guerra, como si él, que al fin y al cabo no era más que un guardia, supiera mucho de batallas y de política y estuviera al tanto de lo que los demás no sabíamos. Algunos días lo invitaba a que pasara, y le daba un vaso de vino, y a lo mejor algo de comida para nosotros que sacaría Dios sabe de dónde. En esa época todavía no se había mudado a la casa más grande, no había empezado a ganar dinero a espuertas y a comprarse olivares que le vendían por una miseria los señoritos arruinados después de la guerra. Era como los piojos y como la sarna, que prosperan más cuando hay más miseria. Yo me asomaba a la puerta, y me llevaban los demonios, porque conozco a vuestro padre y sabía que de aquello no podía salir nada bueno. "Qué buenas amistades estás haciendo con el vecino", le decía cuando llegaba a casa, con olor a vino en el aliento, "se ve que tenéis muchas cosas que hablar". "Cosas de hombres que a ti no te importan". Y a mí me daba miedo que se fuera de la lengua, por darse importancia, o que Baltasar lo enredara en alguna de sus sinvergonzonerías, aprovechándose de que era tonto y de que iba de uniforme. "Como sabe que estoy bien situado me pregunta mi opinión sobre el desenlace de la guerra", decía, como si fuera un general, "?y de qué te quejas, si me ha dado aceite, tocino y pan blanco para comer varios días?".

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