Antonio Molina - El viento de la Luna

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El 20 de julio de 1969 la misión espacial del Apolo XI se posa en el Mar de la Tranquilidad, convirtiendo a su comandante, Neil Armstrong, en el primer hombre que pisa la Luna.
Las noticias sobre el viaje son el hilo conductor de esta novela protagonizada por un adolescente que, fascinado por estos acontecimientos, asiste al nacimiento de una nueva época; el universo que le rodea comienza a serle tan ajeno como su propia felicidad infantil.
En 1969 la vida en la ciudad de Mágina transcurre con la regularidad con que las cosas han sucedido siempre, en el tiempo en apariencia detenido de una larga dictadura.
Antonio Muñoz Molina transmite como nadie la fragilidad de instantes capaces de cambiar una vida, como la llegada del primer televisor a casa, la conciencia del incalculable consuelo de la lectura o el descubrimiento de un secreto que ha marcado a la ciudad desde la guerra civil.
Historia de iniciación magistralmente narrada, El viento de la Luna posee elementos que remiten al mundo de escritores como Salinger o Philip Roth, pero también es un nuevo episodio en el ciclo narrativo de Mágina, como reconocerán enseguida los lectores de Beatus Ille y El jinete polaco. La imagen de un futuro de ciencia ficción a los ojos del protagonista que ya es recuerdo nostálgico para el lector es uno de los mayores aciertos de esta cautivadora novela.

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Los sacos se van apilando según avanza el día, las manos de los criboneros separan la aceituna de las hojas, aprietan nudos en las bocas de los sacos, sujetan las asas de las espuertas otra vez llenas de aceitunas, tan pesadas que caminan tambaleándose sobre la tierra o se les hunden los pies en ella cuando hay mucho barro. Y mientras las mujeres y los niños van cubriendo el terreno por el que los hombres han pasado, avanzando de rodillas, recogiendo las aceitunas que cayeron antes del vareo o las que han salido despedidas fuera de los mantones, arrastrándose debajo de las ramas y de la aspereza mineral de los troncos. Las mujeres y los niños ganan la mitad de jornal que los hombres. Pero ése es el único trabajo que a ellas les está permitido hacer fuera de la casa, y al final de los dos meses que dura la temporada de aceituna habrán ganado lo bastante para comprar ropa nueva a los hijos o pagar en la tienda de comestibles o en El Sistema Métrico las cuentas aplazadas. En la aceituna las mujeres y los hombres se relacionan con una soltura que no existe en ninguna otra circunstancia, se gastan bromas procaces que estarían prohibidas en la vida normal, y a veces, de las gavillas de mujeres arrodilladas, se levanta un escándalo de risas provocadas por historias que a algunas de ellas las hacen enrojecer y que los niños no entienden, o por una copla pícara que entonan a coro varias voces agudas:

}En tiempo de aceituna se hacen las bodas.

La que no sale al campo no se enamora}.

Yo avanzo de rodillas, siempre al lado de mi madre, fijándome en la velocidad con que ellas recogen aceitunas con las dos manos, picoteándolas entre el índice y el pulgar de cada una como si fueran dos pájaros. Con los jornales que ganemos los dos este invierno me encargará un traje y pagaremos los primeros plazos para un televisor. Yo soy mucho más lento que ella, se me forman padrastros dolorosos, se me rompen las uñas, recojo aceitunas y al poco se me caen de las manos, o voy a tirarlas a la espuerta y lo hago con tan mala puntería que caen fuera. Sin dejar de mover los dedos veloces y de avanzar arrodilladas las mujeres me miran y se mueren de risa, burlándose de mi torpeza, y yo me pongo rojo y me vuelvo más torpe todavía.

– Mira qué manos tiene, que parecen de niña.

– Pero si al pobre no se le han calentado todavía, no puede ni juntar las puntas de los dedos.

– Manos de estudiante, y no de aceitunero.

– Pues a todo hay que hacerse en la vida.

– La aceituna que recoge con una mano se le va escapando de la otra.

– Veréis cuando coja lo que yo me sé, cómo no se le escapa.

– Pero mujer, que es un niño, que se ha puesto colorado.

– Será un niño pero seguro que ya sabe manejar la mano del mortero…

Me arde la cara, me he puesto más rojo todavía, me pica el cuero cabelludo, y cuanto más rojo me pongo más alto se ríen las mujeres, arrodilladas bajo las ramas del olivo, guiñándole el ojo a mi madre, que oculta su incomodidad y su timidez bajo una media sonrisa. Cuando la vergüenza me inunda no hay nada que pueda remediarla, la vergüenza y una paralizadora sensación de ridículo. Ahora me gustaría volverme invisible, encogerme como uno de esos insectos que se repliegan hasta formar una bola, como cuando me encojo en la cama todavía de noche y cierro los ojos apretando los párpados y me hundo bajo las mantas imaginando que así no oiré las llamadas de mi padre o de mi abuelo desde el hueco de la escalera y estaré a salvo del madrugón y de las horas interminables de trabajo en el campo. Sin saber cómo ni cuándo ni por qué he sido expulsado de mi vida anterior y me encuentro tan perdido que no hay para mí un lugar seguro que no sea vulnerable o inventado y no hay nadie que yo no sienta como hostil hacia mí o que no se me haya vuelto extraño. Lo que añoro es tan inaccesible para mi entendimiento como lo que deseo, y la infancia se me ha quedado tan lejos como una vida adulta que no sé imaginar. Sin saber bien cómo ni por qué he perdido a los amigos con los que jugaba en la plaza de San Lorenzo y con los que iba a la escuela: han dejado de estudiar, se han ido al campo con sus padres o han entrado como aprendices en talleres y tiendas, y de pronto los veo y ya me parece que pasó mucho tiempo desde que jugábamos a la pelota o a las bolas o al burro y llevábamos pantalones cortos y mandiles azul marino de la escuela de los jesuitas. Ellos han empezado a convertirse en campesinos, en carpinteros, en mecánicos: sin saber muy bien cómo yo me he visto apartado, al menos provisionalmente, del destino común que me unía a ellos, y ahora voy a un colegio en el que he comprobado de cerca por primera vez que en el mundo hay pobres y ricos, alumnos becarios y alumnos de pago, hijos de notarios o de médicos o de terratenientes o registradores de la propiedad e hijos de pobres cuyas familias no conoce nadie. En la escuela primaria todos los niños eran como yo y casi todos procedían de mi mismo barrio de campesinos y hortelanos: en el colegio, inesperadamente, estoy solo y no me parezco a los demás, y observo la deferencia con que los curas tratan a algunos alumnos por muy crueles o revoltosos que sean y la altanería con que otros alumnos me miran y me hablan, hijos de los médicos y notarios cuyas placas doradas he empezado a reconocer junto a los portales más lujosos de la calle Nueva: herederos de los nombres más sonoros de Mágina, de la fundición en la que trabajan mis tíos y de la tienda de tejidos El Sistema Métrico, de la familia del general que tiene su estatua fusilada en el centro de la plaza, y también de la finca de millares de olivos en la que mi madre, mi abuelo y yo recogemos aceituna a cambio de un jornal.

Hemos subido todavía de noche hacia una casa detrás de la iglesia de la Trinidad donde se reúne la cuadrilla antes de partir hacia los olivares.

Mi abuelo montado en su burra menuda y quejosa, mi madre envuelta en un mantón negro de lana, yo con un abrigo viejo, unos guantes que no me salvan las manos del frío. Es de noche pero las calles están llenas de cuadrillas de aceituneros y reatas de mulos, de carros con grandes ruedas de madera o de neumático. Parece que Mágina es una ciudad que está siendo evacuada antes de que llegue el día: mujeres y niños se agrupan sobre los carros para darse calor, hombres con cigarros encendidos guían a las reatas de burros o de mulos echándose las riendas sobre los hombros. Con mantones, abrigos, chaquetones recios, gorras caladas, bufandas, pañuelos sobre las cabezas, varas o zurrones de comida a la espalda, los aceituneros salen hacia el campo por los últimos callejones de la ciudad como una riada numerosa de refugiados que huyen: se ven de lejos sus hileras ocupando los caminos, se escucha el relincho de las bestias, los golpes de los cascos, las ruedas de los carros, el motor de algún Land Rover, el rumor multiplicado de los pasos de la gente sobre las veredas de tierra endurecida, en la oscuridad que se va volviendo grisácea y luego azulada. Mucho más lejos se levantan columnas de humo y arden las hogueras encendidas por los más madrugadores, los que han tostado en las llamas una loncha de tocino ensartada de una vara delgada de olivo y se lo han ido comiendo cortándola con una navaja sobre un trozo de pan untado de grasa, los que calientan las largas varas haciéndolas girar sobre el fuego para que pierdan el frío y no entumezcan las manos. Mi madre, mi abuelo y yo bajamos por los anchos caminos junto a nuestra cuadrilla, los vareadores, las granilleras locuaces, los criboneros, los muleros que se pasarán el día llevando al molino de aceite los sacos hinchados de aceitunas. Hacia el este, sobre la sierra de Cazorla, hay una hilera de nubes cárdenas en las que se insinúa la primera claridad rojiza del día. Si las nubes se abren sobre la sierra al amanecer, aunque el resto del cielo esté despejado, es posible que llueva.

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