De lo que acabo de experimentar, me queda un beneficio de percepción clara, igual que si hubiese frotado un vidrio empañado dejándolo bien limpio para mirar afuera, las ramas deshojadas de los árboles, filigrana negra un poco más negra que la noche, y las frondas perennes, grumos de noche mal diluidos en el resto de la negrura.
Al final del sendero ancho de lajas, cuando llego a la vereda propiamente dicha, donde termina el parque, doblo hacia la izquierda por la calle recta y vacía, hacia la línea de puntos luminosos del alumbrado público, en laque cada punto denota el cruce de una transversal. Las formas geométricas de las casas, cuadrados de fachadas laterales, rectángulos de ventanas, paralelepípedos semiimaginarios de balcones, rombos o círculos de tragaluces, conos, pirámides o poliedros de torrecitas o de salientes ornamentales, contrastan con las formas irregulares de los árboles de los que la semejanza repetitiva evoca menos un plan que la coincidencia ciega que habiendo obtenido el resultado que le permite, estúpidamente, persistir, terca, se reproduce. Y por encima de todo, el cielo negro, de un negro reconcentrado, bajo, al que el resplandor de las luces, elevándose un poco por encima de la ciudad, no alcanza a iluminar. No se ve, desde luego, una sola estrella, y la capa de nubes que oculta al firmamento es demasiado oscura y pareja como para que algún reborde un poco más espeso sobresalga de la negrura introduciendo en ella algún accidente. Nada.
Nos aplasta a decir verdad en nuestro reparo exiguo esta ausencia de estrellas, privándonos del espacio enjoyado que, aunque inaccesible e incluso indiferente, nos depara al menos noche a noche la vista de algo que el aliento humano, por ahora al menos, no empaña ni contamina. Lo que a no pocos espanta puede en otros ser motivo de exaltación, de apoyo en el que se descansa de las fatigas horizontales, el fárrago del mercado, los debates en la plaza pública, el pánico de las escaramuzas, los malentendidos del dormitorio, la prolijidad un poco vana de la ecuación, del silogismo y del arabesco, y que me cuelguen si no es preferible el brillo gélido, sin razón alguna, al delirio animalde tantas razones.
En la esquina, el letrero luminoso de la farmacia ya está apagado, de modo que la farmacéutica debe estar ya en la planta alta, frotando con su verborrea convencional las orejas de mi hija. Si Haydée ya ha viajado a Buenos Aires a someterse a su control como lo llaman, Alicia debe estar jugando en su pieza mientras esa mujer revolotea a su alrededor discurriendo todo el tiempo sobre lo que es decente y normal, sobre lo que se usa esta temporada en Europa, sobre lo tranquilo que está todo desde que las fuerzas armadas se hicieron cargo del gobierno quizás, sobre los mejores hoteles en Punta del Este o en Bariloche, pero cuando toco el timbre y casi de inmediato se enciende la luz de la entrada, es Haydée la que se asoma en lo alto de la escalera. Para que suba, me hace unas señas que simulo no ver, igual que los sacudimientos contrariados de cabeza que realiza mientras viene bajando las escaleras. De perfil a la puerta, trato de darle la impresión de no haber advertido ni sus gestos de impaciencia ni la exasperación irónica de su mirada.
– Es de lo más infantil negarse -dice al abrir la puerta-. ¿No viste que te hacía señas para que subieras?
– No vi -digo.
– Lo viste perfectamente- dice Haydée.
– Te digo que no vi -le digo-. Pero si hubiese visto, igual no hubiese subido.
– Perfectamente. Lo viste perfectamente -dice Haydée. Y después, sacudiendo de un modo fugaz los hombros -En fin, como te plazca.
Me inclino un poco hacia el espacio vacío que hay entre el costado de su cuerpo y el marco de la puerta y, igual que si estuviera oliendo algo, aspiro varias veces por la nariz.
– Hay demasiado tufo a decencia burguesa ahí adentro -digo.
Haydée se echa a reír, estremeciéndose toda.
– Miren quién habla -dice. Y se pone seria otra vez.
Está vestida de "entrecasa simple", sin maquillaje, con un pullover grueso de cuello alto, unos pantalones de franela ajustados y zapatos sin taco, pero como está parada en el escalón del umbral y erguida a causa del aire de desafío bien connotado que adopta en mi presencia, del tipo estoy dispuesta a defender como una fiera el equilibro emocional de mi hija, me lleva una cabeza y puede mirarme con comodidad desde arriba. Pero enmarcada por el pelo negro, suelto, que le cae encrespado sobre los hombros, su cara oval, reconcentrada, destila, a pesar de su severidad, esa expresión ausente tan habitual en ella a la que se asocian de inmediato la bondad y la dulzura. Tiene un pañuelito apretado en la mano izquierda. La protuberancia en el labio inferior irradia como siempre sensualidad; muy pocos conocemos su origen, más connatural de la vacilación que de la entrega, y puesto que son sus propios dientes los que la han trabajado fruto tal vez, puedo aventurarlo sin miedo de caer en la facilidad, de un remordimiento anticipado. A causa de una especie de disociación entre su expresión ausente y su cuerpo lleno de redondeces y poses autónomas es, óptimo, un animal sexual, abundante y grave. Desearía poder verla otra vez, como al principio, desde fuera, desembarazarme durante algunos segundos del eclipse pantanoso en el que chapoteamos desde hace años, de la circulación intersubjetiva de reproches, sospechas y previsibilidad que desalienta, desde su fuente misma, al deseo.
Verla como es sin duda para el desconocido que la cruza en la calle, que trata de encontrar sin resultado su mirada, y que se da vuelta para contemplarla mientras se aleja, inaccesible después de haber sido, durante los segundos que duró su aparición, intensa y súbita, promesa, enigma y llamado.
La nostalgia de que vuelva a ser ese imán cálido de cuando, incapaces de proyectarnos en ella, buscábamos, con esperanza y con furia, no lo que podría identificarnos, sino lo que la diferenciaba de nosotros. Pero las ondas animales que emite ahora -cuyos efectos, por haberlos sentido en otras épocas, puedo adivinar en otros- son remotas y apagadas igual que si, a pesar de nuestra proximidad física, estuviésemos parados en dos espacios diferentes. El rechazo, tan ilusorio como la atracción, viene de creer en un exceso de conocimiento, cuando, a decir verdad, seguimos siendo desconocidos, no únicamente uno respecto del otro, sino cada uno respecto de sí mismo; el famoso "yo" del que los clientes de Bueno padre le pagaban para que hiciese una representación fija de la parte externa, resultó ser un telón pintado al que la menor chispa consume, dejando en su lugar un agujero negro del que las fosforescencias que lo atraviesan, las luciérnagas lentas, los neones periódicos y repetitivos, las explosiones coloridas, son tan inmotivados y casuales como la negrura que los acoge.
– Al final no viajo, y Alicia ya está en la cama – dice Haydée.
– ¿En la cama? ¿En el boudoir rosa que le ha instalado tu madre? ¿Adoctrinándola para entregársela a algún escribano o a algún militar? -dijo, simulando una cólera fría que de ningún modo parece perturbar a Haydée. -Esto es un secuestro caracterizado.
– Por empezar -dice Haydée- tenías que venir a buscarla a las siete y son las ocho y veinte. Y no es culpa mía si mi analista se fue a Francia. Pero podes venir a buscarla el viernes a la noche para pasar con ella el fin de semana. Tu hermana está totalmente de acuerdo conmigo.
– No les basta con haber sido cómplices de un secuestro -digo. -Tenían que ejecutar uno directamente.
– Tu cuota de sordidez ya había alcanzado el máximo. No hace falta seguir alimentándola -dice Haydée, sin demostrar la menor impaciencia.
– Toda pretensión moral que salga de esta casa queda invalidada de antemano en razón de las personas que la habitan.
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