Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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Aquí ya es plena noche, y no son ni las ocho todavía. Dos o tres cuadras más adelante, por encima de las luces débiles de las esquinas, hay un solo letrero luminoso, el del hotel Conquistador, con la enorme silueta de un conquistador tautológico en neón verde pálido, la visera del casco que sobresale de la línea superior del rectángulo de neón rojo que lo enmarca, y las manos aferrando la empuñadura ancha de neón cuya punta se apoya, entre las piernas abiertas en actitud dominadora, en la base del rectángulo. La silueta verde pálido flota en el aire negro, más como un fantasma entre las torres brumosas de Elsinor que como un artefacto publicitario en la ciudad vacía.

De tanto en tanto, un auto cruza alguna transversal, más improbable en la noche de invierno que las masas pétreas de Elsinor, que vi una vez desde un ferry, envueltas en la niebla, y más improbable incluso que el fantasma que las visita. Cruza demasiado lejos, demasiado rápido, demasiado silencioso la transversal, como para ser capaz de evocar alguna sensación directa, algo más consistente que un vago automatismo asociativo. Doblo otra vez por la primera transversal, en dirección al parque del Palomar, hacia las masas negras de los árboles, más negros que la negrura general contra la que se recortan – veníamos con Haydée a este parque cuando todavía estábamos casados cada uno por nuestro lado, y nos sentábamos siempre en ese banco más o menos a esta hora, hablando de "temas intelectuales" y analizando en detalle, con mucha fineza psicológica como se dice y terminología no coloquial, el carácter de nuestras parejas respectivas, percibiéndonos mutuamente como verdaderas "almas gemelas", pero cuando yo le pasaba el brazo por encima de los hombros y trataba de atraerla hacia mí para besarla, ella se ponía rígida y decía de un modo cortante Nunca mientras yo siga viviendo con Carlos y vos con Martita. Debí darme cuenta de que me traería problemas -incluso debo habérmelo dicho para mis adentros alguna vez- por el modo insistente con que se mordisqueaba, y sigue haciéndolo desde luego, el labio inferior cerca de la comisura derecha, a tal punto que en ese lugar lo tiene un poco más protuberante, detalle morfológico que en los primeros tiempos de nuestras relaciones, sabía excitarme, “Eso", sexualmente digo, de un modo especial. Moral más que curiosa en una psicoanalista, acostumbrada a los imperativos de "eso" en sus pacientes, sobre todo si tenemos en cuenta que, a causa de una supuesta depresión, y siempre según Haydée, Carlos tenia lo que él mismo llamaba la dispensa de la papesa Juana para los deberes conyugales. "Eso" tenía bastante autonomía como para obligarla a mordisquearse todo el tiempo el labio inferior, pero no para permitirle darse de tanto en tanto un gusto después de un año de abstinencia. "Eso encontró en Haydée un adversario de peso, y puedo atestiguarlo por haberlo experimentado en carne propia, ya que cuando se separó por fin de Carlos y traté de atraerla hacia mí para besarla un anochecer en que estábamos sentados en el banco de costumbre, se mantuvo tan rígida como siempre y dijo con determinación No mientras sigas viviendo con Martita. Que me la corten en rebanadas si Martita me importaba un rábano en esos días, y a no ser porque, justamente, ya no podía pasar más nada entre Martita y yo, no hubiese tenido ningún inconveniente en llevármelas a las dos juntas al dormitorio. Pero Haydée se ponía rígida, en ese mismo banco, más o menos a esta misma hora, cuando iba a buscarla a la salida de sus cursos de yoga, y esperando con paciencia algún silencio prolongado durante la conversación, le pasaba el brazo por los hombros y trataba de inclinarla hacia mí para besarla en la boca. "Eso" parecía estar dotado en ella de principios morales bien establecidos, organizados en un sistema armonioso del que la monogamia estricta era la columna vertebral; Haydée me daba un beso amistoso en la mejilla cuando nos separábamos y, a juzgar por su expresión plácida, "eso", en la sombra, parecía satisfecho de nuestros encuentros platónicos como se dice en el parque del Palomar.

Después que nos casamos, me fui dando cuenta de que "eso" en Haydée tenía la desdichada tendencia a coincidir con las opiniones de su madre, y digo "eso" y no Haydée, porque Haydée está convencida todavía hoy de que es ella quien educa a su madre, un ser, a decir verdad, ingobernable a quien, en los meses que precedieron la separación, estuve a punto veces de hacerle saltar a bofetadas los collares de perlas, los aros de oro y los anteojos diseñados por Pierre Cardin -el recuerdo de sus valijas Vuitton y de sus perfumes Chanel comprados en París en uno de sus numerosos Eurotours me sigue dando náuseas, y cuando pienso que mi hija de ocho años ha quedado en sus manos tengo, no únicamente escalofríos, sino también remordimientos. Las maquinaciones de ese escorpión calculador, sus conceptos demenciales sobre el universo y la sociedad, están enquistados en "eso" de Haydée, y el hecho de haber querido hacerse especialista en la materia fue tal vez en ella el último estremecimiento de rebelión. Basta ver a su madre cinco minutos en su farmacia para comprender de inmediato el modo en que se relaciona con el mundo -su manera de medicar, por ejemplo, a los que vienen a pedirle un consejo, los ademanes y expresiones con los que asume su papel de farmacéutica poseedora de una supuesta ciencia, son suficientes para despertar odio en cualquier persona sensible. Basta no usar pulloveres Benetton o camisas Yves Saint Laurent para merecer su desprecio; con no haber hecho nunca un Eurotour, ya se forma parte para ella del magma fangoso de lo inexistente. Apenas aparece y abre la boca uno entiende que el marido se haya muerto de un ataque a los treinta y cinco años dejándole la farmacia -una mina de oro como se dice-, aunque ella pretenda todavía que tuvo que luchar sola en la vida para educar a la nena; la nena, obviamente, es su hija psicoanalista, a la que todavía sigue llamando de ese modo. Esa mujer es mi tercera suegra; la primera era un ama de casa insignificante y la segunda, que no conocí, una persona bastante inteligente según parece, de modo que no generalizo para nada ni caigo en una vulgar historia de suegras como las que se cuentan por televisión; se trata de un caso auténtico de maldad constitutiva, y los rastros de esa naturaleza se reflejan en Haydée, sin que ella se dé cuenta desde luego, ya que como especialista de "eso", pretende estar al abrigo de lo que dictamina en sus pacientes; "eso" oscuro y sin forma, sin siquiera lugar preciso en el cuerpo, ni otro nombre que el que señala una presencia cierta pero sin definición, está en ella entrelazada con las consignas mortíferas de su madre, y tan poco a sabiendas que a veces suelo tener la impresión de estar en presencia de un zombie o de un robot. De lo más racional en apariencia, y con bastante sentido común la mayoría de las veces, bondadosa por añadidura, capaz de sacrificios sublimes, un rostro de ángel en un cuerpo de diosa como se dice, con quien todo va a las mil maravillas hasta que de pronto suena el llamado que la sumerge en una especie de sueño durante el cual todos sus actos son lo opuesto de lo que deberían ser.

A causa del relumbrón apagado de su cúpula de tejas, el palomar atrae mi mirada, de modo que giro hacia la izquierda y abandonando el camino principal de lajas que se abre entre los canteros, subo despacio los tres escalones que llevan a la pequeña construcción de alambre, cemento y tejas, rodeadas de matas de ligustro, en la que dormitan las palomas. El ruido de mis suelas, al deslizarse sobre el cemento blanqueado, despierta una inquietud confusa en los cuerpitos emplumados que adivino agitándose en la negrura: aleteos indecisos, sacudimientos, el vuelo tal vez de alguna paloma un poco más ansiosa o más despierta que las otras, y a medida que voy acercándome al alambre que aísla a las palomas del exterior, el murmullo crece, desplegándose un poco en variedad y aumentando en agitación, pero es unos segundos después que me paro, a dos metros del alambre, tratando de escrutar el interior que, todas a la vez, las palomas, en un sobresalto brusco, se echan a volar en círculo, llenando el aire negro con el rumor de sus alas y de sus palpitaciones veloces, en las que me parece adivinar la descarga mecánica de los borbotones de pánico que genera, en sus cerebros diminutos, la presencia inesperada y extranjera, "mi" presencia, que no es para mí mismo, en la oscuridad del parque, menos incomprensible y extraña. Trazan, todas juntas, un vuelo circular alrededor de la columna central que contiene sus nidos, se asientan y levantan vuelo de nuevo, varias veces, hasta que, intrigadas a causa de mi inmovilidad, pero seguras todavía de mi presencia, se asientan otra vez y, sin dejar de moverse en su lugar, siguen vigilándome a distancia, desconfiadas y alertas. Hormiguean en un tumulto apagado, pero tan intenso, imprevisible y variado en su multiplicidad oscura, con movimientos autónomos respecto de cualquier plan o finalidad, inesperados y repetitivos que, borrando la distancia entre lo interno y lo exterior, se vuelven poco a poco íntimas o inmediatas y se confunden con mis propios pensamientos. Son, a decir verdad, mis propios pensamientos, ya que estamos dentro del mismo mundo y toda mirada exterior a nosotros, capaz de distinguirnos es, no me cabe la menor duda, impensable. Y, de repente, me doy cuenta de que sigo todavía vivo: no es que me acuerde o que lo sepa, o lo pretenda, como de costumbre, no: lo experimento, con un poco de asombro y cierta aprehensión incluso diciéndome que tal vez no va a durar, que ser que estoy siendo en este momento, la certidumbre extrañada, frágil y sin embargo clara que flota y ondula dentro del puesto compacto de observación, va a apagarse por fin, empastándose en la negrura que la rodea. Aunque parezca mentira, soy yo y estoy aquí, en lo que fluye continuo y discontinuo a la vez, por decirlo e algún modo, el desenvolvimiento o la expansión que no para, adentro puro o pura exterioridad, pero único y continuo y discontinuo a la vez sobre todo, de lo que no alcanzo a ver más que lo fragmentario, lo periódico, con leyes que describen al observador y no al fenómeno, medidas que se refieren a sí mismas y no a la extensión que querrían calcular, relojes que dan cuenta de otros relojes y no del tiempo. Continuo y discontinuo a la vez, y lo que quiere abrirse paso hasta mi pensamiento es tan arduo y desmedido que las dos palabras con que lo llamo continuo y discontinuo se adelgazan, se esfuman, se vuelven ruido o vestigios inconexos que entran con los demás, sin significación, en el magma expansivo y material que las arrastra y, sin saña ni razón particular, cada vez que las trazo o las pronuncio, con sólo ser, las desintegra. Me doy vuelta y empiezo a bajar los escalones, alejándome del palomar no únicamente en el espacio sino también en el tiempo, sintiendo que ya estaba alejándome en el tiempo mientras seguía inmóvil frente al tejido de alambre que me separaba de los cuerpitos inquietos y palpitantes que ahora, tal vez para saludar mi alejamiento, para exorcizar mi posible regreso quizás, por alivio o por impaciencia probablemente, dan, todos juntos, un par de vueltas veloces por su territorio, a juzgar por el tumulto tenso de alas que llega a mis oídos mientras bajo los escalones.

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