Eran, realmente, llegados los días. La excavación de la mina había terminado, las tres torres, la normanda, la francesa, y también la portuguesa, cuya construcción en breve tiempo alcanzó a las otras, se levantaban cerca de los muros como gigantes dispuestos a alzar el puño tremendo que iría a reducir a escombros y destrozos una barrera a la que va faltando el cemento de la voluntad y de la valentía de quienes hasta ahora la defendieron. Sonámbulos, los moros ven las torres que se aproximan, y sienten que ya sus brazos apenas pueden levantar la espada y tensar la cuerda del arco, que los ojos turbios confunden las distancias, es la derrota que ahí viene, peor qué la muerte. Abajo, el fuego roe la muralla, de la mina salen chorros de humo, como de dragón agonizando. Y es entonces cuando en un esfuerzo final, los moros, intentando sacar de su propia desesperación las últimas energías, irrumpen por la Porta de Ferro para una vez más incendiar la torre amenazadora, que desde arriba, por estar mejor protegida, no lograrían destruir. De un lado y otro se mata y muere. El fuego llega a prender en la torre, pero el incendio no se propagó, los portugueses la defienden con furia igual a la de los moros, aunque hubo un momento en el que, aterrorizados, heridos unos y otros fingiéndolo, dejando las armas o con ellas vestidos, algunos huyeron lanzándose al agua, una vergüenza, menos mal que no hay aquí cruzados para registrar la cobardía y llevar de ella afrentosa noticia al extranjero, que es donde las famas se hacen o se pierden. En cuanto a Fray Rogeiro, no hay peligro, anda de observación por otros parajes, si alguien le ha delatado lo que aquí pasó, siempre podremos argumentar, Cómo puede estar tan seguro, si no estaba allí. Flaquearon a su vez los moros, los portugueses de mayor coraje avanzaban ahora, pidiendo auxilio a todos los santos y a la Virgen Santa María, y, o por esto, o porque todos los materiales tienen un límite de resistencia, lo cierto es que con tremendo estruendo se vino abajo el muro, abriéndose un boquete enorme, por el que, disipados humo y polvo, se podía al fin ver la ciudad, las calles estrechas, las casas apiñadas, la gente presa de pánico. Los moros, amargados por el desastre, retrocedieron, se cerró la Porta de Ferro, era igual, que otro vano se había desgarrado casi al lado, para él no hay puerta, a no ser, tan precaria, los pechos de los moros que surgen para cubrir la abertura, con desesperada ira que hace vacilar de nuevo a los portugueses, menos mal que la torre de aquí pudo al fin alcanzar el muro, al tiempo que un alarido de miedo y agonía se oía en la otra parte de la ciudad, eran las otras dos torres embistiendo contra la muralla, y haciendo puentes por donde los soldados, gritando, Sus, sus, a ellos, invadían los adarves. Lisboa estaba ganada, se había perdido Lisboa. Tras la rendición del castillo, se estancó la sangría. Sin embargo, cuando el sol, descendiendo hacia el mar, tocó el nítido horizonte, se oyó la voz del almuédano de la mezquita mayor clamando por última vez desde lo alto, donde se había refugiado, Allahu akbar. Se estremecieron las carnes de los moros a la llamada de Alá, pero la llamada no llegó al fin porque un soldado cristiano, de más celosa fe, o pensando que aún le faltaba un muerto para dar por terminada su guerra, subió corriendo al alminar y de un tajo degolló al viejo, en cuyos ojos ciegos relampagueó una luz en el momento de apagársele la vida.
Son las tres de la madrugada. Raimundo Silva posa el bolígrafo, se levanta lentamente, ayudándose con las palmas de las manos apoyadas en la mesa, como si de repente le hubieran caído encima todos los años que tiene por vivir. Entra en el dormitorio, que una luz débil apenas ilumina, y se desnuda cautelosamente, evitando hacer ruido, pero deseando en el fondo que María Sara se despierte, para nada, sólo para poder decirle que la historia ha llegado a su fin, y ella, que al fin no estaba durmiendo, le pregunta, Has acabado, y él respondió, Sí, he acabado, Y cómo termina, Con la muerte del almuédano, Y Mogueime, y Ouroana, qué les ha pasado, Supongo que Ouroana volverá a Galicia, y Mogueime irá con ella, y antes de partir encontrarán en Lisboa un perro escondido que los acompañará en el viaje, Por qué crees que se van, No lo sé, por lógica debieran quedarse, Qué más da, quedamos nosotros. La cabeza de María Sara descansa en el hombro de Raimundo, con la mano izquierda él le acaricia el pelo y el rostro. Tardaron en dormirse. Bajo el alpende del mirador respiraba una sombra.
[*]El Romero y el Escudero Telmo son personajes centrales de la tragedia romántica Frei Luiz de Sousa, de Almeida Garrett (1799-1854).
*Bartolomeu Lourenço de Gusmão (1685?-1727). Sacerdote jesuita portugués, convertido al judaísmo en sus últimos años, envuelto en procesos de judería por la Inquisición, inventor de diversos instrumentos mecánicos, entre ellos un pájaro volante (a passarola), posiblemente un globo con el que se dice que realizó varias ascensiones. Es personaje destacado en la novela Memorial del convento, de José Saramago.
*Alexandre Herculano de Carvalho (1810-1877). Poeta, narrador, doctrinario del romanticismo y, sobre todo, autor de una gran Historia de Portugal.