Vamos a cenar, dijo María Sara, y Raimundo Silva preguntó, Y qué tenemos hoy de cena, Será quizá pescado, quizá capón, pero si los milagros se hacen también de detrás hacia delante, no te extrañe que nos salte un sapo de la sartén.
Han pasado más de dos meses desde que se inició el cerco, tres meses del pago de la última soldada. Había esperado mucho Don Afonso Henriques, como en su tiempo fuimos informados, de las artes de ingeniería militar del caballero Enrique, y también de aquellos franceses y normandos no nombrados, pero la desastrosa muerte del santo hombre, aunque madre de otros prodigios, y la destrucción de la torre que debería atacar el muro sur de la Porta de Ferro, hicieron, en toda la gente, que el entusiasmo bélico pasara de fuego vivo a lumbre blanda, como es posible observar por lo atrasado que está el trabajo de aquellos extranjeros y por las interminables discusiones en que vienen gastando su tiempo los maestros carpinteros portugueses, que no logran ponerse de acuerdo sobre si más vale repetir tal cual la obra del alemán, respetando la patente, o introducir en ella modificaciones estructurales, por así decir, que den a la torre un toque nacional. Se robusteció la esperanza del rey con dos motivos, uno de ellos efecto directo del otro, y venía a ser, motivo primero, que si el asalto resultaba bien, quedaba la ciudad ganada, y por tanto, motivo segundo, podría licenciar a la tropa, mandarla a casa, hasta la próxima campaña, ahorrando una soldada general. Tuvo Don Afonso la honradez de no esconder los apuros por los que pasaba su tesorería, sin liquidez, lo que, por otra parte, sólo en su favor hablaba, pues sencillez y franqueza no son cualidades que habitualmente exornen a los gobernantes de todo el mundo, sin excepción de los nuestros. Pero esta manera de estar en la política nunca es compensada como merecería, y ahora tenemos aquí a un rey con la apetecida ciudad de Lisboa ante los ojos y sin poder llegarle, y encima obligado a rapar el fondo de las arcas para pagar sus haberes a un ejército que anda ya murmurando contra la tardanza. Claro está que no es ésta la primera vez que la corona se retrasa en los pagos, mayormente en estado de guerra, pensemos sólo en las vicisitudes de un conflicto, la recogida de dinero, el transporte, la cuestión de los cambios, el resultado de todo eso junto hace que la llamada a caja se haga generalmente tarde y a deshora, y no son raros los casos en los que la infelicidad es tanta que muere el soldado antes de recibir el sueldo, a veces por minutos.
Si hubiese Don Afonso Henriques conseguido el dinero unos días antes, la historia de este cerco hubiera sido diferente, no en su conocida conclusión, sino en sus trámites intermedios. Es que, con el paso del tiempo, estábamos ya a mediados de septiembre, y sin que se supiera cómo y de dónde había salido la inaudita idea, empezaron los soldados a decirse unos a los otros que, siendo tanto o tan poco hombres como los cruzados, también por igual deberían ser merecedores, y que estando sujetos a la misma muerte, les deberían ser reconocidos derechos en todo iguales a los de ellos, cuando llegase la hora del pago. Hablando claro, lo que ellos querían saber era por qué bulas iban los cruzados a tener derecho a saqueo, y aun así la mayoría se habían desinteresado de la empresa, mientras el soldadito portugués tendría que contentarse con un magro salario, asistiendo de bolsillos vacíos, al jolgorio, ocio y festival de los extranjeros. A los oídos de los capitanes llegaron ecos de estos movimientos y encuentros, pero la pretensión era tan absurda, iba en tal manera contra toda ley y usanza, tanto las escritas como las consuetudinarias, que la respuesta fue encogerse de hombros y un comentario displicente, Son parvos, con lo que pretendían significar, Son pequeños, que en aquel tiempo aún se daba importancia a la etimología, no es como hoy, que no puede llamársele parvo a nadie, aunque sea obviamente menguado, sin que le pongan de inmediato a uno una querella por ofensa. Por el sí o por el no, mandaron los capitanes recado a Don Afonso Henriques para que se diera prisa en liquidar los sueldos atrasados, porque andaba relajándose la disciplina y la tropa remoloneaba cada vez que los sargentos mandaban atacar, Por qué no va él, que tiene divisas, y era muy injusto el comentario, que nunca sargento alguno se quedó en la trinchera viendo en qué paraban los resultados del asalto, si debía avanzar para recoger los laureles o quedarse para reprender y castigar a los cobardes fugitivos. Al cabo de más de una semana, cuando las opiniones subversivas ya habían dejado de expresarse por la boca pequeña para ser proclamadas en voz alta en ayuntamientos espontáneos o convocados, corrió la noticia de que al fin iba a serles pagado el sueldo. Suspiraron de alivio los capitanes, pero pronto se les cortó la respiración cuando los de las cajas vinieron diciendo que no aparecía nadie a cobrar. En el propio campamento del rey la afluencia fue diminutísima, e incluso ésa debería ser interpretada como consecuencia de una intimidación, que en cualquier momento podía el quinto darse de narices con el rey y preguntarle éste, Has ido ya a cobrar, y de dónde iba a sacar el tímido recluta valor para responder, Sepa su alteza por qué no he ido, o me pagan lo mismo que a los cruzados, o no vuelvo a la guerra.
Todo el temor de los capitanes era que los moros se apercibieran de la bellaquería que circulaba por los campamentos de los cristianos, no fuera el caso que aprovechasen el desconcierto que en ellos reinaba para, en surtidas fulminantes, irrumpir al mismo tiempo por las cinco puertas y barrer a unos al mar y precipitar a los otros desde las alturas. Por eso, antes de que se hiciera irremediablemente tarde, mandaron llamar, no a los cabecillas, que no los había, sino a unos cuantos soldados que, por hablar más alto, habían ganado cierto imperio sobre los otros, y quiso el destino que en la Porta de Ferro fuese Mogueime uno de ellos, que su amor por Ouroana no le distraía de las responsabilidades cívicas y de los justos intereses personales y colectivos. Así que fueron los tres procuradores al capitán, a quien, preguntados, participaron de las sabidas razones. Usó Mem Ramires, y es de creer que en los otros campamentos haya sido éste también el discurso, de arrebatadoras exhortaciones patrióticas, las cuales, pese a ser una novedad, no conmovieron a los soldados de su firmeza, pasando después de los gritos a las amenazas, que tampoco produjeron efecto, y finalmente, tomando a Mogueime como interlocutor, exclamó Mem Ramires, con la voz embargada de emoción, Cómo es posible que tú, Mogueime, estés metido en esta conspiración, tú, que fuiste mi compañero de armas en Santarem, cuando generosamente me prestaste tus hombros y tu gran estatura para que yo pudiera lanzar a las almenas la escalera por donde después todos subimos, y ahora, olvidado del papel importantísimo que representaste en aquella gloriosa jornada, desagradecido a tu capitán, ingrato a tu rey, estás ahí, encuadrillado con unos vagabundos ambiciosos, cómo es posible, y Mogueime, sin desconcertarse, no respondió más que esto, Mi capitán, si necesita subir otra vez a caballo de mis hombros para llegar con la espada, las manos o la escalera al adarve más alto de Lisboa, cuente conmigo, vamos ya si quiere, pero la cuestión no es ésa, la cuestión es que queremos que se nos pague como a los extranjeros, y repare mi capitán hasta dónde llega nuestra sensatez, que no vinimos aquí a pedir que se pague a los extranjeros como nos pagan a nosotros. Los otros dos procuradores asintieron en silencio, que tal elocuencia no precisaba reiteración, y acabó la conferencia.
Hizo Mem Ramires su informe al rey, el cual, en lo esencial, coincidía con los de otros capitanes, sugiriendo, con todo respeto, que mandase su alteza que comparecieran en su presencia los delegados del movimiento de las fuerzas armadas, que tal vez ante la majestad real se les redujese el atrevimiento y se les encogiesen los ánimos. Dudó Don Afonso Henriques en condescender, pero la situación apretaba, en cualquier momento podían los moros darse cuenta de la inactividad de los enemigos, y, en desespero de causa, pero furioso, mandó venir a los procuradores. Cuando los cinco hombres entraron en la tienda, el rey, de cerrada catadura y con los potentes brazos cruzados sobre el pecho, los increpó sañudamente, No sé si mandar que os corten los pies que os han traído, o la cabeza, de donde saldrán, si a tal cosa os atrevéis, vuestras osadas palabras, y tenía los ojos llameantes puestos en el más alto de los delegados, que era, como se adivina, Mogueime. Fue hermosa cosa de ver, probablemente sólo posible en aquellos inocentes tiempos, cómo pareció crecer aún más la figura de Mogueime y cómo le vino clara la voz para decir, Si vuestra alteza nos manda cortar la cabeza y los pies, será todo vuestro ejército quien quedará sin pies ni cabeza. No quería Don Afonso Henriques creer a sus oídos, que un soldado de la infantería popular pretendiese reivindicar para su vil gremio méritos que sólo a la caballería de los nobles deberían ser reconocidos, que ella, sí, es verdadero ejército, sin que sirva la peonada más que para redondear las huestes en el campo de batalla o para hacer cordón en los cercos, como es el caso en el que estamos. Incluso así, y porque la naturaleza lo había dotado de algún sentido del humor, conformado, evidentemente, a las circunstancias del tiempo, encontró graciosa la respuesta del delegado, no tanto en cuanto al fondo de la cuestión, más que discutible, como por causa del feliz juego de palabras. Volviéndose hacia los cuatro capitanes, que también habían sido llamados, dijo en tono de sonriente escarnio, Este país, por lo visto, empieza mal, y después, cambiando de expresión y afirmándose mejor en Mogueime, añadió, Yo te conozco, quién eres tú, Estuve en la toma de Santarem, señor, respondió Mogueime, y a mis hombros subió el capitán Mem Ramires, que ahí está, Y por eso te crees autorizado para venir aquí a protestar y a reclamar lo que no puede ser tuyo, No es por eso, señor, sino porque lo quisieron mis compañeros, de quienes, como éstos, soy voz y lengua, Y qué queréis, ellos y tú, Ya lo sabéis, señor, queremos tener parte justa en el saqueo, como quien aquí vino a dar su sangre, que, derramada, es igual en color a la de los cruzados extranjeros, como igualmente a ellos hieden nuestros cuerpos si la muerte nos toca y podrecemos, Y si yo dijese que no, que no tendréis parte en el saqueo, Entonces, señor, tomaréis la ciudad con los pocos cruzados que os quedan de los que no se fueron, Es una rebelión esto que estáis cometiendo, Señor, os ruego que no lo toméis así, y si es verdad que hay alguna ganancia en nuestro espíritu, pensad también que es acto de justicia pagar igual a igual, y que este país en principio de vida empezará mal si no empieza justo, recordad, señor, lo que ya nuestros abuelos dijeron, que lo que torcido nace no hay quien lo enderece, no queráis que torcido nazca Portugal, no lo queráis, señor, Dónde te han enseñado a hablar así, que ni clérigo mayor, Las palabras, señor, están en el aire, cualquiera puede tomarlas. Don Afonso Henriques, que ya había calmado su furia, se quedó pensando, con la mano derecha prendida en la barba, y había en su mirada una cierta expresión de melancolía como si dudase de tantos actos que practicara, y los otros, desconocidos, que lo esperaban en el futuro para valorarlo según la medida del alma con que viniese a enfrentarse con ellos, y estando así unos minutos, en un silencio que ninguno de los presentes se atrevía a quebrantar, dijo por fin, Marchad, luego os instruirán vuestros capitanes sobre lo que con ellos voy a decidir.
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