Vino la señora María a la hora de costumbre, después del almuerzo, y apenas entró se puso a resoplar de un modo que tanto tenía de discreto como de ostensivo, cometimiento en extremo difícil de alcanzar, pues lleva la doble finalidad de pretender disimular que se pretende saber algo, mostrando al mismo tiempo que no se está dispuesto a permitir que el otro se dé por desentendido. Es, por excelencia, un arte diplomático, pero dirigido por la intuición, si no por el instinto, y que, en general, alcanzaba su objetivo principal, que era el de crear en el corrector un vago sentimiento de pánico, como si de pronto se revelaran en público sus más ocultos secretos. La señora María es sádica y no lo sabe. Dio las buenas tardes desde la puerta del dormitorio, resopló dos veces más para que Raimundo Silva se diera cuenta de que no por ser ella una pobre asistenta carecía de olfato de bastante calidad para captar lo que en el aire pudiera haber quedado de un perfume. Raimundo Silva respondió al saludo y continuó escribiendo, limitándose a lanzar una mirada rápida hacia ella, decidido a no enterarse de lo que estaba pasando, la señora María, asombrada primero y luego con esa expresión especial que significa, Ya me parecía a mí, mirando a la cama, que, en vez del tirón sumario que Raimundo Silva había aprendido a darle para que no se confundiera con yacija de mendigo, se presentaba intachable, como sólo manos femeninas son capaces de dejar. Carraspeó para llamar la atención, pero Raimundo Silva se fingía distraído, aunque su corazón estuviese en estúpido alborozo, No tengo que dar cuentas de mi vida, pensaba, y se indignó consigo mismo por buscar justificaciones cobardes, él que había comenzado ahora un amor así, entero, entonces levantó la cabeza, preguntó, Quiere algo, en un tono seco, agresivo, que desarmó la impertinencia de la mujer, No señor, no quiero nada, sólo estaba mirando, Raimundo Silva podría haberse contentado con el desconcierto de la respuesta, pero prefirió desafiar, Mirando qué, Nada, la cama, Qué le pasa a la cama, Nada, que está hecha, Sí, lo está, y qué, Nada, nada, la señora María se volvió de espaldas, se había acobardado, no hizo la pregunta que le ardía en la lengua, Quién la hizo, y así no supo qué respuesta le daría Raimundo Silva, quien, a su vez, tampoco lo sabía. Durante todo el tiempo la señora María no volvió a aparecer por la habitación, como si estuviera indicándole a Raimundo Silva que consideraba que aquella parte de la casa quedaba ya fuera de su jurisdicción, pero, o no pudo o no quiso sofocar la frustración malhumorada, ni poner sordina a los ruidos propios de su trabajo, y, al contrario, exagerándolos. Raimundo Silva resolvió tomarse el caso a broma, pero el abuso se iba haciendo notorio, por eso fue hasta el pasillo, Menos ruido, por favor, que estoy trabajando, la señora María podía haberle respondido que también ella lo estaba, y que no tenía la suerte de otros, que se pueden ganar la vida sentados, quietos y callados, pero la necesidad, aunque sea tan conflictiva como ésta, puede más que la voluntad, y se calló. Lo que más irrita a la señora María es que tan grandes mudanzas estén pasando sin que ella sepa gran cosa, que si no fuera la expertísima persona que es, un día de éstos, inesperadamente, se daría de narices con otra mujer en casa sin poder siquiera hacerle la pregunta deseada, Quién es usted, quién la ha metido aquí, los hombres son unos insensibles y unos incompetentes, qué le costaba a Raimundo Silva media frase risueña de confidencia, por mucho que doliera siempre sería un lenitivo para tan amargos celos, que ése es el mal que sufre la señora María, y no lo sabe. Otras consideraciones, de las prácticas y prosaicas, ocupan también sus pensamientos, siendo la principal el peligro en que pueda estar su empleo si a esa mujer, suponiendo que no se trate de un apaño temporal, le da por empezar a meterse en su trabajo, Limpie eso otra vez, exhibiendo la punta de un dedo sucio del polvo de una moldura de una puerta, ese gesto odioso al que ninguna asistenta hasta hoy ha sabido responder con una frase que entraría en la historia, Pues métase ese dedo en el culo y verá como le sale aún más sucio. Pobre de quien ha venido al mundo para obedecer, piensa la señora María, y vuelve a limpiar lo que estaba limpio, mientras, sin ver por qué, se le suben las lágrimas del corazón a los ojos, quiso el azar que esto ocurriera ante el espejo del cuarto de baño, a la señora María, en este momento, ni sus lindos cabellos la consuelan. A media tarde sonó el teléfono, Raimundo Silva atendió, era de la editorial, se frustraron las expectativas de la asistenta, cosas del trabajo, Sí, estoy disponible, decía él, Mándeme el original cuando quiera, doctora María Sara, o si prefiere, voy a buscarlo yo, el resto de la conversación fue del mismo tenor, corrección, plazo, monólogos como éste los había oído la señora María muchas veces, la única diferencia estaba en el interlocutor inaudible, antes era un tal Costa, ahora una señora doctora cualquiera, tal vez por eso se quebró un poco el tono de voz de Raimundo Silva, y quebrado era el pensamiento de la señora María, Ay estos hombres, pero, a pesar de ser tan aguda, ni se le pasó por la cabeza que Raimundo Silva pudiera estar hablando precisamente con la mujer con quien aquella noche había dormido, gozando del placer inefable de emplear palabras neutras sólo por ellos traducibles a otro lenguaje, al de la emoción, evocadora de sentimientos, pronunciar libro y oír beso, decir sí y entender siempre, oír buenas tardes y entender te amo. Si tuviera la señora María algunas nociones del arte de la criptofonía, se iría de aquí sabedora del secreto todo, riéndose de quien cree poder reírse de ella, manera de pensar evidentemente forzada y que sólo el despecho explica, pues ni Raimundo Silva ni María Sara imaginan que están haciendo sufrir a la señora María, y si lo supieran no se burlarían de ella, o no serían merecedores de cuanto de bueno están viviendo. Con todo esto, no está excluido que a la señora María acabe cayéndole bien María Sara, también del corazón puede esperarse todo, hasta la armonía de sus contradicciones.
Raimundo Silva está solo otra vez, durante unos segundos se interrogó todavía, curioso, sobre el melifluo tono con que la señora María se ha despedido, mujer desconcertante que tan pronto aparece de mala cara como da muestras de querer metérsenos en el corazón, pero la Historia del Cerco de Lisboa lo llamó a la otra realidad, a la construcción de la torre destinada a liquidar de una vez por todas la resistencia de los moros, y sabiendo nosotros que de eso depende la existencia de una patria, no podemos dar el trabajo por interrumpido, aunque a Raimundo Silva le gustara mucho más tener aquí a María Sara que andar dando cuenta de operaciones de las que nada sabe, aparejo de troncos, desbastar las tablas, afinar las clavijas, trenzar las cuerdas, todos esos materiales que, reunidos, van levantando poco a poco una torre que no es la de Babel, ésta de ahora no aspira a subir más alto que el adarve de la muralla, y, en cuanto a las lenguas, la intención de Don Afonso Henriques no es repetir la multiplicidad de ellas, sino cortar ésta por la raíz, tanto en sentido figurado, alegórico, como en el propio y sangriento. Cuando vuelva María Sara, mañana por la tarde, como prometió al marcharse, para quedarse esa noche y la siguiente, y también el día entre ellas, que es domingo, la obra estará adelantada, pues otros sucesos esperan a su vez, y el tiempo cambió de nombre, ahora se llama urgencia, Calma, dirá María Sara, no caben más cosas en un año que en un minuto sólo por ser minuto y año, no es el tamaño del vaso lo que importa, sino lo que cada uno de nosotros pueda poner en él, aunque acabe por desbordarse y se pierda. Como también esta torre se perderá.
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