Más de una semana tardó la construcción. Entre la mañana y la noche, el caballero Enrique no vivía sino para su idea, e, incluso cuando en la tienda reposaba, se le cortaba el sueño con sólo pensar que podía haber quedado poco firme una viga de apoyo, y llegaba hasta el punto de levantarse en medio de la madrugada para asegurarse de la solidez de unos encajes y de la buena tensión de unas cuerdas. Tan excelente señor era y tan piadoso que en el acceso del trabajo, no le parecía indigno meter un hombro a la carga si a uno de los extenuados soldados se le quebraba, en un instante de flaqueza, el muelle de los riñones. En una de estas ocasiones se encontró Mogueime tras él, que también Mogueime andaba ayudando en lo de la torre, y fue el caso que venía Ouroana a ver la marcha de la obra y naturalmente a mirar para quien sólo ojos debería tener, su señor y amo, pero esto no impidió que notara la fijeza con que la miraba el soldado alto que estaba detrás, se había fijado en él desde el primer día, siempre mirándola donde quiera que la encontrase, primero en el campamento del Monte de San Francisco, después en el campamento del rey, ahora en esta estrecha punta de tierra, tan estrecha que parecía obra de milagro que cupieran allí todos sin tropezar unos con otros, por ejemplo, este hombre y esta mujer que no han hecho más que mirarse. Mogueime veía a un palmo de distancia la nuca ancha del alemán, sobre la que caían largos cabellos rubios empastados de polvo y de sudor, matarlo en medio de esta confusión quizá no fuera difícil y quedaría Ouroana libre, pero no más próxima que ahora. Tentaciones de muerte violenta, apretando mucho el remordimiento sólo de tenerlas, deberían ser llevadas al confesor, pero descubrir también al fraile que vivía codiciando la mujer de la víctima, aunque concubina, era más de lo que en su valor cabía. De furor y rabia hizo un gesto brusco y golpeó en la espalda del alemán, que miró hacia atrás, pero tranquilo y sin sorpresa, era frecuente el caso en ayuntamientos de tan descompasado esfuerzo, y ese mirar directo fue bastante para que se disolviera la ira de Mogueime, no podía odiar a un hombre que nunca le había hecho mal, sólo por desear tanto a la mujer que era de él.
Finalmente quedó terminada la torre. Era una pieza estupenda de ingeniería militar que se desplazaba sobre ruedas macizas y se componía de un complejo sistema de trabazones internos y externos que unían entre sí las cuatro plataformas que definían la estructura vertical, una inferior que se asentaba directamente en los ejes fijos de las ruedas, otra superior que se prolongaba amenazadora hacia el lado de la ciudad, y dos intermedias que servían para reforzar el conjunto y servirían de protección temporal a los soldados que se prepararan para subir. Una polea maniobrada desde abajo permitía hacer subir rápidamente serones llenos de armas, de modo que no faltasen en lo más duro del combate. Cuando la obra se dio por acabada, la tropa rompió en vivas y aclamaciones, ansiosa por lanzarse al asalto, tan fácil le parecía ahora la conquista. Los propios moros debían de estar asustados, un silencio estupefacto acalló los insultos que constantemente llovían desde arriba. El entusiasmo en el campamento de la Porta de Ferro aún se hizo mayor al saberse que las torres de los franceses y de los normandos llevaban atraso, por lo tanto, allí estaba la gloria al alcance de la mano, no había que hacer más que empujar el carro de asalto hasta pegarlo al muro, fue entonces cuando Mem Ramires como capitán dio la voz, Empujad, muchachos, vamos por ellos, y todos hicieron cuanta fuerza podían. Desgraciadamente, no habían tenido en cuenta que el terreno de delante era inclinado, y a medida que avanzaban ya bajo el fuego enemigo, la torre se iba inclinando hacia atrás por la parte de arriba, haciéndose evidente que, aunque consiguieran llegar al muro, la plataforma superior se quedaría demasiado apartada como para poder tener utilidad alguna. Entonces el caballero Enrique, avergonzado por su imprevisión, dio orden de volver al principio, ahora los carpinteros cederían lugar a los zapadores, se trataba de abrir un camino liso y derecho, tarea realmente peligrosa, pues los cavadores tendrían que trabajar al descubierto bajo la avalancha de proyectiles de todo tipo que caían desde la muralla, y tanto peor cuanto más se aproximasen. Incluso así, y a pesar de las bajas sufridas, se abrieron unos veinte metros por donde ya podría avanzar la torre, sirviendo de cobertura para el trecho siguiente. En esto estaban, haciendo cada cual lo mejor de que era capaz, moros de un lado, cristianos de otro, cuando de repente el suelo cedió de un lado y tres ruedas se enterraron hasta los cubos, haciendo que la torre se inclinara asustadoramente. Se oyó un grito general, de aflicción y de miedo en el campo de los portugueses, de diabólica alegría en los adarves donde la negra morisma asistía como desde un palco. En equilibrio periclitante, la torre rechinaba de arriba abajo, con todo el maderamen sujeto a tensiones que no habían sido previstas, y pronto algunas trabazones se rompieron. Perdida la cabeza, viendo a punto de malograrse lo que debería ser demostración magnífica de su ingenio, el caballero Enrique se desesperaba, soltaba en lengua germánica plagas que desde luego en nada condecían con la fama, pese a todo merecida, en que era tenido, pero que la grosería inherente a estos primitivos tiempos más que justificaba. Por fin, calmándose, fue a examinar de cerca la situación, los estragos, concluyendo que el remedio, si lo era, estaba en prender en las vigas superiores, del lado opuesto al sentido de la inclinación, unas cuerdas muy largas, y poner a toda la compañía a tirar de allí, para dar holgura a las ruedas enterradas y poder calzarlas con piedras, sucesivamente, hasta hacer que la torre volviera a la vertical. El plan era perfecto, pero, para que se alcanzase el desiderátum, era necesario, primero, proceder a una operación arriesgadísima, que consistiría en liberar las ruedas retirando precisamente la tierra que amparaba a la pesada construcción, pues en ella, aunque inclinada, se apoyaba la plataforma inferior. Era un riesgo, un albur, una ecuación con una enorme y aterradora incógnita, pero no se encontraba otra solución, aunque, en rigor, deberíamos llamarle ínfima probabilidad. Fue ésta la ocasión que los moros eligieron para lanzar desde arriba una lluvia de saetas y virotes con mechas inflamadas, que zumbaban en el aire como enjambres de abejas y venían a caer aquí, allí, dispersas, el viento que hacía perjudicaba afortunadamente la puntería de los arqueros, pero tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se rompe el asa, bastó que un virote acertase en el blanco para que los otros inmediatamente aprendieran el camino, queriendo al fin la mala suerte que la torre acabara despeñándose, no tanto por efecto de la inclinación, agravada por la excavación de la tierra, sino por causa de los agitados esfuerzos para apagar el fuego que había prendido en diversas partes. De la brutal caída quedaron muertos o malheridos los soldados que en lo alto de la torre estaban prendiendo las cuerdas, y también algunos de los que trabajaban con las palas en las ruedas, y finalmente, pérdida sin remedio, el caballero Enrique, alcanzado por un virote ardiente que su sangre generosa pudo apagar aún. Como él, pero por haber recibido de lleno en el pecho una viga que se había soltado en el derrumbe, murió también el fiel criado, quedando así Ouroana sola en el mundo, lo que, pudiendo ser recordado en otra ocasión, aquí se deja ya mencionado, teniendo en cuenta la importancia del hecho para la continuación de esta historia. No se describe el júbilo de los moros, seguros como estaban, y más en aquel momento, del mayor poder de Alá sobre Dios, comprobado por la derrota fragorosa de la torre maldita. Y tampoco es posible describir el pesar, la rabia y la humillación de la gente lusitana, aunque alguna de ella no se cohibiese de murmurar que cualquier persona con dos dedos de frente y experiencia de guerra debería saber que las batallas se ganan con la punta de la espada, y no con ingenios extranjeros que tanto pueden estar a favor como en contra. Destrozada, la torre ardía como una hoguera de gigantes, y en ella se reducían a torreznos y cenizas sabe Dios cuántos hombres que en la confusión del derrumbe habían quedado presos. Un desastre.
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