José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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El cuerpo del caballero Enrique fue llevado a su tienda, donde Ouroana, sabedora ya del infortunio, hacía su planto obligado de concubina, sin más. Yacía el caballero en la tarima, con las manos en oración, atadas sobre el pecho, y habiendo sido tan rápida la muerte, allí estaba de rostro sereno, tan sereno que parecía dormir, e incluso, mirando más de cerca, diríamos que sonríe, como si estuviera ante las puertas del paraíso, sin más torre ni arma que la bondad de sus acciones en la tierra, pero tan seguro de entrar en la bienaventuranza como de estar muerto. Siendo el calor mucho, al cabo de unas horas ya se le desfiguraban los rasgos, se sumía su feliz sonrisa, entre este cadáver ilustre y cualquier otro destituido de méritos particulares no se notará diferencia, más tarde o más temprano acabaremos todos por quedar iguales ante la muerte. Ouroana se desgreñó el pelo, rubio de un rubio gallego, y lloraba, un tanto cansada de no sentir disgusto, sólo una discreta pena de un hombre contra quien no tenía más razones de queja que el haberla robado con violencia, que en cuanto al resto, siempre había sido bien tratada, según lo que hoy podemos imaginar de lo que hace ocho siglos pasaría entre una barragana y el hidalgo su dueño. Quiso Ouroana saber qué fin había tenido el criado fiel, que muerto o muy herido debería estar para no venir a lamentarse a la cabecera de su amo, y le dijeron que lo habían transportado inmediatamente al cementerio del otro lado del estuario, aprovechando la oportunidad de estarse despejando el terreno de las calcinadas vigas y troncos, para que no quedaran por allí dificultando los movimientos, y en una única maniobra de limpieza recogieron también y se llevaron los cadáveres completos, que de los trozos más pequeños encontrados se hizo sepultura expedita en un rebaje de esta cuesta, donde será difícil que puedan resucitar cuando suenen las trompetas del Juicio Final. Se encontró, pues, Ouroana libre de señores directos o indirectos, e hizo cuestión de demostrarlo a la primera ocasión, cuando uno de los hombres de armas del caballero Enrique, sin respeto al difunto, quiso allí mismo poner mano en ella, estando sola. Como un relámpago apareció en la mano de Ouroana un puñal que ella con previdente diligencia había retirado del cinto del caballero cuando lo trajeron, delito en el que afortunadamente no la sorprendió nadie, que un caballero debe ir al túmulo, si no con todas sus armas sí al menos con las menores. Ahora bien, un puñal en frágiles manos de mujer, aunque estén habituadas a los trabajos de laboreo y a los cuidados del ganado, no era amenaza que pudiera poner miedo a un guerrero teutón, sin duda consciente de la superioridad de su aria raza, pero hay ojos que valen por todos los armamentos del mundo, y si éstos no eran de los que podían aclarar los interiores del malvado, podían a tres pasos intimidarlos, añadiendo que el recado no podría ser más claro, Si me pones la mano encima, o te mato o me mato, dijo Ouroana, y él retrocedió, con menos miedo de morir que de ser culpado por la muerte de ella, aunque pudiese siempre alegar que la pobrecilla, no soportando las ascuas del pesar, allí, ante sus ojos, se había quitado la vida. Prefirió el soldado retirarse, pidiendo a Dios que si de estas aventuras en tierra extraña fuese él servido que escapara, le haga encontrar aquí, si aquí queda, o en la Germania distante, una mujer como esta Ouroana, que aunque no sea aria, la recibiría con mucho gusto.

Raimundo Silva posó el bolígrafo, se frotó los ojos cansados, después releyó las últimas líneas, las suyas. No le parecieron mal. Se levantó, se llevó las manos a los riñones y se inclinó hacia atrás, suspirando con alivio. Había trabajado horas seguidas, olvidándose incluso de cenar, tan absorbido por el asunto y por las palabras que a veces le huían, que ni se acordó de María Sara, olvido éste que sería muy de censurar si la presencia de ella en él, salvo la exageración de la metáfora, no fuera como la de la sangre en las venas, en la que realmente tampoco pensamos, pero que, estando allí y por allí circulando, es condición absoluta de la vida. Salvo la exageración de la metáfora, volvemos a decir. Las dos rosas del solitario se bañan en el agua, se alimentan de ella, verdad es que no duran mucho, pero nosotros, relativamente, no duramos tanto. Abrió la ventana y miró la ciudad. Los moros festejan la destrucción de la torre. Las Amoreiras, sonrió Raimundo Silva. Por aquel lado está la tienda del caballero Enrique, a quien enterrarán en el cementerio de San Vicente. Ouroana, sin lágrimas, vela el cadáver, que huele ya. De los cinco hombres de armas, falta uno que fue herido. El que intentó poner mano en Ouroana la mira de vez en cuando, y piensa. Fuera, escondido, Mogueime ronda alrededor de la tienda como una mariposa fascinada por la claridad de los hachones que sale por la abertura de los paños. Raimundo Silva mira el reloj, si dentro de media hora no ha telefoneado María Sara, llamará él, Cómo estás, amor mío, y ella responderá, Viva, y él dirá, Es un milagro.

Dice Fray Rogeiro que fue por este tiempo cuando hubo señales de que el hambre empezaba a apretar a los moros en la ciudad. Y no era de admirar, si pensamos que encerradas en aquellos muros como en un garrote, estaban más de sesenta mil familias, número que a primera vista asombra y a segunda aún asombra más, porque en aquellas eras remotas, familias de padre, madre y un hijo serían rarezas sospechosas, e incluso haciendo cuentas muy por bajo, llegaríamos a una población de doscientos mil habitantes, cálculo a su vez puesto en entredicho por otra fuente de investigación, según la cual sólo los hombres eran, en Lisboa, ciento cincuenta y cuatro mil. Ahora bien, si consideramos que el Corán autoriza que cada hombre tenga hasta cuatro mujeres, y en todas naturalmente haciendo hijos, y si no olvidamos los esclavos, que aunque poco tienen de persona también comen, por lo que debieron de ser los primeros en sentir carencias, la conclusión nos lanza hacia números de los que manda la prudencia desconfiar, algo así como cuatrocientas o quinientas mil personas, imagínese. De todos modos, si no eran tantas, sabemos al menos que eran muchas, y desde el punto de vista de quienes allí vivían hasta demasiadas.

De no ser por aquella continua sed de gloria que desde tiempos inmemoriales no deja una hora de sosiego a reyes, presidentes y jefes de guerra, esta conquista de Lisboa a los moros podría haberse hecho con la mayor tranquilidad de este mundo, pues tonto es quien entra en la jaula del león para luchar con él, en vez de cortarle el sustento y sentarse a verlo morir. Cierto es que con el paso de los siglos algo hemos ido aprendiendo, y hoy es práctica bastante común usar el arma de la privación de comida y otros bienes para disuadir a quien, por tozudez o falta de entendimiento, no se ha rendido a razones más clásicas. No obstante, esos quinientos son otros y otra tendría que ser su historia. Lo que importa, en este caso, es observar la concomitancia de las dos distintas ocurrencias, como fueron la destrucción y la quema de la torre de la Porta de Ferro y las primeras alarmas de hambre en la ciudad, que, reunidas y confrontadas en las mentes del estado mayor real, hicieron claro que, aunque debía continuarse la pelea, en el propio sentido del término para honra de las armas portuguesas, la buena táctica mandaría apretar aún más el cerco, puesto que, tras el tiempo conveniente, los moros no sólo se habrían comido hasta la última migaja y la última rata de alcantarilla, sino que acabarían devorándose entre sí. Que siguieran franceses y normandos construyendo sus torres, que aplicasen de este lado los lusitanos aquellos conocimientos aprendidos en las lecciones del caballero Enrique para montar su propia máquina, que hiciese la artillería sus bombardeos regulares, que lanzasen los arqueros dardos, saetas, virotes y virotones, para dar salida a la producción diaria de las fábricas de Braço de Prata, todo esto serían sólo simbólicos gestos para inscribirlos en las epopeyas, ante la solución final, última y completa, el hambre. Órdenes, pues, rigurosas, llevaron los diferentes capitanes a sus huestes para que vigilasen día y noche la cintura de murallas, no sólo las puertas, sino sobre todo los rincones más escondidos, ciertos ángulos escusados que podrían servir de mampara, y también frente al mar, no porque por ahí pudieran ser introducidas mantenencias en la ciudad, que para lo preciso siempre serían escasas, sino para evitar que burlasen el cerco mensajeros llevando a las villas del Alentejo imploraciones de auxilio, tanto en víveres como en ataques por la espalda a los sitiadores, que tan bienvenidos serían unos como otros. Se probó en poco tiempo que la cautela era buena, cuando en el silencio de una noche sin luna fue sorprendido un pequeño batel que intentaba sortear las galeotas de la armada, transportando a un correo que, conducido ante el almirante, no tuvo más remedio que denunciar las cartas de que era portador, dirigidas a los alcaides de Almada y Palmela, en las que por claro se veía hasta qué punto había llegado ya la necesidad del infeliz pueblo de Lisboa. Pese a la vigilancia, algún otro mensajero habrá atravesado las líneas, pues semanas más tarde vino a ser encontrado, boyando junto al muro que daba al río, un moro que, izado a bordo de la fusta más próxima, se reveló ser emisario de una carta del rey de Évora, que mejor le hubiera sido no haber llegado a su destino, tan cruel, tan inhumano era su contenido, y para colmo hipócrita, considerando que de hermanos de raza y de religión se trataba, y así era lo que decía, El rey de los evorenses desea a los lisbonenses la libertad de los cuerpos, hace ya tiempo que tengo treguas con el rey de los portugueses y no puedo quebrar el juramento para incomodarlo a él o a los suyos con la guerra, redimid vuestra vida con vuestro dinero para que no sirva para vuestra desgracia lo que debiera serviros para vuestra salvación, adiós. Éste era rey, y para no quebrar treguas que tenía tratadas con nuestro Afonso Henriques, olvidado de que este mismo Afonso las quebró para atacar y tomar Santarem, dejaba morir de negra muerte a la desgraciada gente de Lisboa, mientras que el correo que de Lisboa había salido con la petición de ayuda no sólo no aprovechó la ocasión para huir a tierras seguras, sino que volvió con la mala nueva, muriendo él antes de entregar el mensaje que anunciaba el abandono y la traición. Bien es verdad que no siempre los hombres están en los lugares donde deben, a Lisboa habría acudido este moro si él fuese rey de Évora, pero el rey de Évora habría obviamente huido en el primer viaje, no fuera a darse el caso de que lo trajeran escoltado hasta Cacilhas con la respuesta, y que le dijeran, Vamos, tírate al agua, y líbrate de la tentación de volver atrás.

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