Transportar el cuerpo del caballero Enrique al cementerio de San Vicente, por aquellos tortuosos caminos al pie de la escarpada ladera, a dos pasos del agua para prevenir apedreamientos o cosa peor, fue, como entonces probablemente empezó a decirse, el colmo de los trabajos. Pero la hidalguía del fallecido y la grandeza de este su último hecho justificaban la costosa diligencia, que en todo caso ni comparación tiene con los tormentos que pasaron las tropas que ahora se encuentran ante la Porta de Ferro y que este mismo camino tomaron, episodio a su tiempo descrito muy por encima. Llevaban las andas mortuorias los cuatro hombres de armas, con una guarda de soldados portugueses mandada por Mem Ramires, y Ouroana detrás, a pie, como debe ir quien ha dejado de tener a quien servir de ostentación y vanidad. A decir bien, siendo ella no más que barragana ocasional, nada la obligaba a acompañar el entierro, pero pensó, en su conciencia, que no parecía procedimiento de cristiana negar al difunto una última presencia, la muerte no los había separado más de lo que la vida los había tenido separados realmente, el señor y la mujer de algunos días. Otra vida instante y exigente viene detrás, un soldado que la sigue de lejos, no a la comitiva, sino a esta mujer que, dándose cuenta, se pregunta, Qué quieres de mí, hombre, qué quieres de mí, y no responde, pero ella sabe que es el lugar del caballero Enrique lo que pretende, no este donde ahora va, pesadamente sacudido en las andarillas, bajo una sucia mortaja, sino el otro, cualquier otro donde puedan darse vivos los cuerpos, una cama verdadera, un suelo de hierba, una brazada de heno, un regazo de arena. No ignoraba Mogueime que lo más seguro es que Ouroana acabase tomada por cualquier señor que en ella se gozara, pero esto no lo perturbaba, quizá porque, en el fondo, no creyese que algún día, incluso con ayuda del destino, pudiera tocarla con un dedo, y si ella, por no quererla nadie, no tuviera más remedio en la vida que unirse a las mujeres del otro lado, ni siquiera así empujaría él la cancela de la choza donde ella estuviera para gozar su gozo de hombre en un cuerpo que, por tener que ser de todos, no podría ser de él. Este soldado Mogueime, que no sabe leer ni escribir, que no recuerda en qué tierra nació ni por qué le fue dado un nombre que parece tener más de moro que de cristiano, este soldado Mogueime, simple peldaño de aquella escalera por donde se entró en Santarem y ahora en este cerco de Lisboa con sus flacas armas de peón, este soldado Mogueime va tras de Ouroana como quien de la muerte no ve otro medio de apartarse, sabiendo que con ella volverá a enfrentarse una y muchas veces, y no queriendo creer que la vida haya de ser nada más que una serie finita de aplazamientos. El soldado Mogueime no piensa en nada de esto, el soldado Mogueime quiere a aquella mujer, la poesía portuguesa no ha nacido aún.
Fue escrito, y atrás queda, gracias a una de esas penetraciones en el futuro tan clarividentes como inexplicables por la razón, que en las aguas del estuario se lavó un día Mogueime las manos ensangrentadas, y que dos soldados del campamento real, que habían tomado a Ouroana por la fuerza, aparecieron más tarde muertos a cuchillo. Sabiendo con qué ligereza manejó Ouroana el puñal del caballero Enrique contra el hombre de armas que primero le quiso poner la mano encima, nada más fácil que dejarnos tentar por la imaginación de que, en venganza de la honra ofendida, la dicha Ouroana, a salvo de testigos, por el crepúsculo de la tarde o de la mañana, en una ocasión propicia, pasando a su alcance los violadores, les haya espetado bien hondo el puñal en la barriga, allí donde apenas llega el faldellín de la cota de malla. Sin duda de esa muerte murieron los soldados, pero no los mató Ouroana. No obstante, como el fértil imaginar no se detiene, y teniendo en cuenta que el fuerte amor de Mogueime lo podría haber llevado, por celos, a cometer tales crímenes, el cuadro anticipado, el de Mogueime lavándose las manos manchadas, quedaría con su sentido completo si de los míseros asesinados fuese la sangre que la ola prontamente diluyó y llevó, como en el tiempo desaparece también la vida. Así podría haber sido, pero no fue, murieron estos hombres, y su muerte no pasó de coincidencia, ya entonces las había, aunque apenas en ellas se reparaba. Un día, cuando hayan llegado al habla y a otras más hondas intimidades, Ouroana le preguntará a Mogueime si fue él quien mató a los soldados prevaricadores, No, respondió, y se quedó pensando que probablemente debería haberlo hecho, para mejor merecer el amor de esta mujer.
No hay mal que por bien no venga, he aquí un famoso dictado, anterior a cuantos relativismos filosóficos se engendraron, y que sabiamente nos enseña que son penas perdidas querer juzgar los casos de la vida como si de separar el trigo de la cizaña se tratase. Temiera nuestro Mogueime perder la esperanza de conquistar a Ouroana si cualquier hidalgo, por alarde o capricho, o, quién sabe, por un sentimiento más serio aunque no duradero, la tomase para sí, quitándola del valle de la mala vida al menos por el tiempo de la guerra. No sucedió tal, y esto fue un bien, pero el motivo de no haber sucedido fue él un mal, pues se había hecho público y notorio que aquella solitaria mujer, no siendo puta confirmada, había tenido comercio carnal con soldados sin graduación, dos de los cuales acabaron muertos en condiciones misteriosas, lo que, no interesando especialmente a la historia, como ya sabemos, sirvió para reforzar las razones de desinterés por parte de señores que no andan a las sobras y tienen superstición bastante para no tentar al demonio, aunque él venga en figura de tan estupenda mujer. Entonces, dejada de todos por razones tan contrarias, estaba Ouroana lavando ropa en un arroyo que desaguaba en el estuario, oficio limpio del que había tenido que valerse para proveer a su sustento, cuando ve por el rabillo del ojo que se acerca aquel soldado que la sigue por dondequiera que vaya. Aun haciendo la barba crecida tan iguales las caras de los hombres, a éste no sería fácil confundirlo, pues de altura rebasa al mayor de los otros al menos en media cuarta, y la complexión general condice, todo a su favor. Se sentó él en una piedra, cerca, y allí se quedó, callado, observando, ahora ella alza el cuerpo, levanta y baja el brazo para batir la ropa, el ruido del golpe corre sobre el agua, es un sonido que no se confunde, y otro, y otro, y luego hay un silencio, la mujer descansa las dos manos sobre la piedra blanca, un viejo cipo funerario romano, Mogueime mira y no se mueve, es entonces cuando el viento trae el grito agudo de un almuédano. La mujer vuelve levemente la cabeza hacia la izquierda, como para escuchar mejor la llamada, y, estando Mogueime de ese lado, un poco hacia atrás, habría sido imposible que no se encontraran los ojos de él con los ojos de ella. Con los pies descalzos en la arena gruesa y húmeda, Mogueime siente el peso de todo su cuerpo como si hubiera pasado a formar parte de la piedra en que está sentado, bien podrían ahora las trompetas reales tocar al asalto, que lo más seguro es que no las oyera, lo que sí resuena en su cabeza es el grito del almuédano, continúa oyéndolo cuando mira a la mujer, y cuando por fin ella desvía los ojos, el silencio se hace absoluto, es verdad que hay ruidos alrededor pero pertenecen a otro mundo, las mulas resuellan y beben en el arroyo de agua dulce que desagua en el estuario, y como probablemente no se encontraría otra manera mejor de empezar lo que ha de ser hecho, Mogueime pregunta a la mujer, Cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre, Yo soy Mogueime, para abrir un camino, para dar antes de recibir, y después nos quedamos a la espera hasta oír la respuesta, cuando viene, cuando no es con silencio como nos responden, pero no fue éste el caso de ahora, Me llamo Ouroana, dijo ella, ya lo sabía él, pero dicho por esta boca fue la primera vez.
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