Eran casi las siete de la tarde cuando María Sara llegó. Raimundo Silva estuvo escribiendo hasta las cinco, siempre con la atención distraída, componía con dificultad dos o tres líneas y luego se ponía a mirar por la ventana, las nubes, una paloma que da vueltas y se posa en la barandilla y lo mira a través del cristal con su ojo colorado y duro, agitando la cabeza con movimientos que eran al mismo tiempo rápidos y fluidos, el cesto de los papeles, que se trajo del despacho, estaba lleno de hojas rotas, un destrozo, si todos los días, a partir de ahora, van a ser como éste, hay gran peligro de que su historia no acabe, quedándose los portugueses hasta el fin de los tiempos ante esta ciudad de Lisboa, invicta, sin ánimo para conquistarla y sin fuerzas para renunciar a ella. Durante el día tuvo que resistir mil veces la tentación de telefonear, lo que todavía contribuyó más para desviarle el tino de lo que quería escribir, viniendo a resultar que, en trabajo útil, no había adelantado más que una página, y aun así gracias a aquella benevolencia que tantas veces nos lleva a tolerar lo que no tiene otro mérito sino el de no ser insoportable. La última media hora la pasó casi toda en el balcón, una y otra vez mostrándose sin disfraz, como quien, estando a la espera, no le importa que se sepa y murmure, pero casi siempre apoyado en la moldura interior de la ventana, con medio cuerpo oculto, y acechando el lado del Largo dos Lóios, donde María Sara dejará el coche. La vio aparecer en la esquina de la casa de los paneles de San Antonio, con paso tranquilo, ni deprisa ni lenta, vestía la chaqueta y la falda que él ya le conocía, al hombro el bolso, el pelo suelto, danzando, y el deseo le puso un súbito nudo en la boca del estómago, no como le aconteció a Mogueime, que a ése fueron golpes. Se dio cuenta de que esto, sí, era deseo verdadero, que ayer había sido más bien una vibración convulsiva y continua de todo su ser, acaso resoluble por vía de un contacto físico expedito que, probablemente, de haberse consumado, dejaría señales de frustración o, todavía peor, de desencanto. Fue a abrir la puerta y salió al descansillo, María Sara estaba subiendo ya y miraba hacia arriba, sonriendo, y él sonrió, Qué tarde, dijo, Ya se sabe, el tráfico, ayer fue un día excepcional, salí antes de la editorial, respondió ella, y, avanzando, le dio un beso rápido en la mejilla, y entró. La puerta más próxima, como sabemos, es la del dormitorio, no tendría sentido alguno, en el estado en que están las cosas, buscar otra, tanto más cuanto que este dormitorio no es sólo dormitorio es también, aunque provisionalmente, lugar de trabajo, por eso, repetimos, neutralizado en cierto modo. Pero Raimundo Silva le quitó el bolso del hombro, lentamente, como si la estuviera desnudando, fue un gesto no premeditado, son esas ocasiones en las que la intuición ayuda a lo que de ciencia falta, Ayer, al despedirse, me trató de tú, dijo, Es la falta de hábito, no estoy acostumbrada aún, respondió María Sara, Quiere ir al despacho, No, aquí estamos bien, pero tú no tienes donde sentarte, Voy a buscar una silla. Cuando volvió, María Sara estaba leyendo la última página del manuscrito, Has avanzado poco, dijo, Por qué habrá sido, preguntó Raimundo Silva, Sí, por qué habrá sido, repitió ella, esta vez sin sonreír, y mirándolo como quien espera una respuesta, Mire la cama, Qué tiene la cama, y en otro tono, Sólo yo estoy usando el tú, Tal vez yo tenga más dificultades para habituarme, pero voy a repetir Mira la cama, Y yo respondo, Qué le pasa a la cama, Notas alguna diferencia en ella con relación a ayer, Es la misma cama, Claro que es la misma, pero lo que quiero que me digas es si crees que ha sido abierta y utilizada, siendo mujer, observarás que las dobleces y el embozo de la sábana están intactos, que la almohada no tiene ni una arruga, que la colcha está lisa, con todas las franjas alineadas, Sí, es verdad, Fue así como la asistenta la dejó ayer, Entonces no has dormido aquí, No, Por qué, dónde, Respondo primero a la segunda parte de la pregunta, dormí ahí dentro, en un diván, Y por qué, Porque soy un chiquillo, un adolescente a quien se le anticiparon las canas, porque no fui capaz de acostarme ayer aquí solo. Nada más. María Sara dejó la hoja en la mesa, se acercó a él y lo abrazó, Nunca precisarás decirme que te gusto, Lo diré, Pero no así, Usaré palabras, Y yo quiero oírlas, sé que voy a olvidar muchas de ellas, el momento, el lugar, la hora, pero lo que no podré olvidar es esto, y cuando tocaste la rosa. Estaban uno en brazos del otro, pero no se besaban aún, se miraban y sonreían mucho, el rostro alegre, y después la sonrisa se fue recogiendo lentamente como agua que la tierra estuviera sorbiendo y saboreando, hasta que al fin se quedaron serios los dos, mirándose, una rápida sombra sutil aleteó por el dormitorio, vino y huyó en seguida, y, entonces, unas alas inmensas y poderosas envolvieron a María Sara y a Raimundo Silva, apretándolos como a un único cuerpo, y el beso empezó, tan diferente de aquel que aquí se dieron ayer, eran las mismas personas, eran otras, pero decir esto es no haber dicho nada, porque nadie sabe lo que el beso es verdaderamente, tal vez la devoración imposible, tal vez una comunión demoníaca, tal vez el principio de la muerte. No fue Raimundo Silva quien condujo a María Sara a la cama, ni ella hacia allí lo impelió suavemente como distraída, allí se hallaron, sentados primero en el borde, arrugando la colcha blanca, después él la echó hacia atrás y continuaron besándose, ella le rodeaba la nuca con los brazos, el brazo derecho de él servía de apoyo a la cabeza de ella, pero el izquierdo parecía vacilar, sin saber qué hacer, o sabiéndolo y no atreviéndose, como si un final e invisible muro se hubiera interpuesto en el último segundo, lo guió finalmente la sabia mano, tocó la cintura de María Sara, descendió hasta la cadera y se posó, casi sin presión, en las redondeces del muslo, para subir después lentamente, cuerpo arriba, hasta el pecho, ahora la memoria de los dedos puede reconocer la suavidad del tejido de la blusa que tocaba por primera vez, la sensación fue rapidísima y en el mismo instante diluida por la conciencia tumultuosa de que bajo la mano banal del hombre estaba el prodigio de un seno. Aturdido por el contacto, Raimundo Silva levantó la cabeza, quería mirar, ver, saber, tener la certidumbre de que era su propia mano la que allí estaba, ahora sí, el muro invisible se desmoronaba, más allá de él quedaba la ciudad del cuerpo, calles y plazas, sombras, claridades, un cantar que viene de no se sabe dónde, las infinitas ventanas, la peregrinación interminable. María Sara colocó su mano sobre la de Raimundo Silva, y él la besó muchas veces, hasta que ella la retiró llevando la de él consigo, y el seno erguido, aún cubierto, se ofreció a los besos. Fue ella quien, sin prisas, disfrutando con su propio movimiento, se desabotonó la blusa y la abrió, sobre el encaje blanco del sujetador la piel era encaje mate, y rosado el pezón, Dios mío, entonces la mano de Raimundo Silva volvió, dulce, violenta, y con un solo gesto resuelto hizo salir el seno, elástico y denso. María Sara gimió cuando la boca de él, ansiosa, lo chupó, se estremeció todo su cuerpo, y luego más profundamente porque la mano de Raimundo Silva se había posado sobre su vientre, inesperadamente, para, ya sin sorpresa, llegar hasta el pubis, donde se crispó y forzó, invasora. Estaban aún vestidos, ella sólo con la chaqueta suelta y la blusa desabrochada, y fue Raimundo Silva quien recogió el seno descubierto, tan delicadamente que los ojos sorprendidos de María Sara se humedecieron de lágrimas. La penumbra del cuarto se iluminó súbitamente, seguro que por el lado de la barra se habían abierto las nubes del atardecer y el último sol entró por la ventana, oblicuo, lanzando sobre aquel lado de la pared una vibración de luz color cereza, que a su vez difundía por el dormitorio una invisible palpitación, un temblor conmovido de átomos despiertos por la claridad que se iba desvaneciendo, como si éste fuera un mundo apenas nacido y aún sin fuerzas, o viejo de haber vivido mucho, sin fuerzas ya. María Sara y Raimundo Silva, por pudor o por intuición, no se habían desnudado por completo, conservaban la última pieza íntima, y ella no se había quitado el sujetador. Estaban tumbados, cubiertos, y temblaban. Él le cogió las manos y las besó, ella repitió el gesto, se aproximaron con un movimiento ondulatorio del cuerpo, tan cerca que las respiraciones se confundían, después las bocas se tocaron y el beso se convirtió en un devorarse de labios y de lenguas, mientras las manos de uno buscaban el cuerpo del otro, apretaban, acariciaban, entonces empezaron a oírse palabras, sueltas, entrecortadas, jadeantes, amor mío, te quiero, cómo fue posible, no lo sé, tenía que ser, abrázame, te deseo, ese antiquísimo murmullo que, con estas u otras palabras, más dulces aún, o crudas, o toscas, o brutales, persigue desde la noche de los tiempos, séanos permitida la expresión una vez más, lo inefable. Torpe, la mano de Raimundo Silva luchaba con el cierre del sujetador, pero fue María Sara quien, con un simple toque y un movimiento de hombros, se liberó, y a los senos liberó de su prisión, ofreciéndolos a los ojos, las manos, a la boca de él. Después, al fin, se desnudaron del todo, cada uno ayudando al otro o a él entregándose, Desnúdame, dijeron, y en verdad ya estaban desnudos, pero ahora podían tocarse, palpar, sondear, de súbito Raimundo Silva echó la ropa hacia atrás, allí estaba María Sara, los senos, el vientre, el pubis alto, los muslos largos, y él, sin vergüenza, olvidado de miedos, mostrándose a la luz, aunque tan poca, sólo la sábana blanca brillaba como si la inundara la luz de la luna, la noche caía muy lentamente sobre la ciudad, parecía como si el mundo exterior se pusiera a la espera de un milagro nuevo, pero nadie se dio cuenta cuando aconteció, aquí, cuando los sexos de estos dos se sintieron por primera vez, cuando por primera vez gimieron juntos, cuando sordamente gritaron, cuando todas las compuertas del diluvio se abrieron sobre la tierra y las aguas de la tierra, y después la calma, el amplio estuario del Tajo, dos cuerpos lado a lado bogando, de manos dadas, uno dice, Oh, mi amor, y otro, Que nada en el futuro sea menos que esto, y de repente ambos tuvieron miedo de lo que habían dicho y se abrazaron, el cuarto estaba oscuro, Enciende la luz, dijo ella, quiero saber si esto es verdad.
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