Va Mogueime en la barca, pero va vivo. Ha escapado ileso del asalto, ni un arañazo, y no fue porque se hubiera resguardado de la pelea, al contrario, de él se puede jurar que estuvo siempre en primera línea de fuego, de servicio en los arietes, como Galindo, pero ése no tuvo suerte. Ser mandado al funeral vale pues tanto como una citación en la orden, una alabanza con las tropas en parada, un día de holganza, que el sargento sabe muy bien cómo aprovecharán sus hombres el tiempo entre la ida y la vuelta, pena grande es la suya por no poder ir en el acompañamiento, va con su capitán Mem Ramires al campamento del príncipe, donde los jefes han sido llamados para hacer balance, obviamente negativo, del asalto, por aquí se ve que la vida de las patentes superiores no es siempre de rosas, y esto sin hablar de la hipótesis muy probable de que el rey eche la culpa del malogro a los capitanes, y éstos a su vez echen la culpa a los sargentos, que, pobrecillos, no podrán disculparse con la cobardía de los soldados, pues, como es sabido, lo que un soldado vale al sargento lo debe. Si tal viniera a acontecer, es de prever que sean canceladas las próximas licencias para entierro, que naveguen solos los muertos, a fin de cuentas no tienen más que un rumbo, y ya es hora de que empiece la historia de los buques fantasma. Desde la ladera de enfrente, las mujeres, en el umbral de las cancelas, miran las barcas que se acercan con su carga de muertos y deseos, y alguna que dentro esté con un hombre se agitará desleal para despacharlo pronto, pues estos soldados de las góndolas funerarias, tal vez por necesidad inconsciente de equilibrar la fatalidad de la muerte con los derechos de la vida, son mucho más ardientes que cualquier militar o paisano en acto de rutina, y ya se sabe que la generosidad siempre crece en proporción a la satisfacción del ardor. Por muy poco que valga un nombre, estas mujeres lo tienen también, aparte del general de putas con que las conocen, y son Tarejas, como la madre del rey, o Mafaldas, como la reina que vino de Saboya el año pasado, o Sanchas, o Mayores, o Elviras, o Dordias, o Enderquinas, o Urracas, o Doroteas, o Leonores, y dos de ellas tienen nombres preciosos, una que se llama Chamoa, otra Moninha, que da ganas de sacarlas de la vida y llevárselas a casa, no como Raimundo Silva habría hecho con el perro de las Escadinhas de S. Crispim, por piedad, sino para intentar saber qué secreto liga la persona al nombre que tiene, incluso cuando ella parece todavía menos que él.
Viene Mogueime en la travesía con dos objetivos públicos y uno reservado. De los públicos ya se ha hablado bastante, están ahí las fosas abiertas para recibir a los muertos y abiertas las mujeres para recibir a los vivos. Con las manos aún sucias de la tierra negra y fresca, Mogueime desatará los calzones, y sin más ropa quitada que el sayo alzado, se acercará a la mujer elegida, ella también de saya subida enrollada en la barriga, el arte amatorio está aún todo por inventar en tierras hace tan pocos días conquistadas, los moros se han llevado consigo lo mucho que de él saben, se dice, y si alguna de estas rabizas, siendo mora de origen, por casualidad y azares de la vida vino a dar en el trato internacional, de las artes de su raza hará secreto ahora, hasta que pueda empezar a vender a precio mayor las novedades. Claro está que los portugueses no son del todo brutos en la materia, al fin las posibilidades dependen de medios más o menos comunes a toda la gente, pero les falta evidentemente refinamiento e imaginación, talento para el movimiento sutil, maña para la suspensión sabia, en fin civilización y cultura. Por ser héroe de esta historia, no se crea que Mogueime es más competente y artista que cualquiera de los compañeros. Si a su lado roncó de placer Lorenzo y gritó Elvira, con igual vehemencia responderán aquí estos dos, Dorotea hace incluso cuestión de no quedarse tras la otra en prodigalidades de expansión, y Mogueime, si también le supo, no tiene motivo alguno para callarse. Mientras no llegue a rey el poeta Don Dinis, contentémonos con lo que hay.
Cuando las barcas regresan a la otra orilla, mucho más ligeras, no irá Mogueime en ellas. No porque haya decidido desertar, tal idea no le pasaría por la cabeza, mucho menos a una persona con su reputación y con lugar ya asegurado en la Gran Historia de Portugal, no son cosas que se pierdan por liviandad, una locura, él es Mogueime y estuvo en la toma de Santarem, y basta. Su motivo reservado, que ni a Galindo confiaría, es ir desde aquí, por caminos que quedaron explicados cuando el ejército se desplazó desde el Monte de San Francisco al Monte da Graça, hasta el campamento del rey, donde sabe que separadamente están las tiendas de los cruzados, a ver si por feliz acaso, al doblar una esquina, encuentra a la concubina del alemán. Ouroana se llama, en quien no para de pensar, aunque no tenga ilusiones en cuanto a ser ella bocado para su diente, pues un soldado sin graduación no puede aspirar más que a putas de todo el mundo, barraganas exclusivas es placer y derecho de señores, cuando mucho, cambiadas, y eso entre iguales. En el fondo, no cree que vaya a tener la suerte de verla, pero bien que le gustaría volver a oír aquel golpe en la boca del estómago por dos veces experimentado, pese a todo no se puede quejar, que en medio de tanto macho exasperado de celo, las hembras están en general guardadas, y más aún si salen a tomar el aire, la prueba es que llevaba Ouroana de acompañante a un criado del caballero Enrique, armado como para el combate, no obstante pertenecer al servicio interno.
Grandes son las diferencias entre la paz y la guerra. Cuando las tropas aquí estuvieron acampadas, mientras los soldados decidían si sí o si no se quedaban, las mayores luchas registradas no fueron más allá de escaramuzas rápidas, cambios aéreos de saetas y girándulas de insultos, Lisboa aparecía, por así decir, como una joya reclinada en la ladera, ofrecida a las voluptuosidades del sol, toda cubierta de centelleos, rematada en lo alto por la mezquita del castillo, rebrillante de mosaicos verdes y azules, y, en la vertiente vuelta hacia este lado, el arrabal, del que la población aún no se había retirado, si con algo podía compararse sería con la antecámara del paraíso. Ahora, fuera de los muros hay casas quemadas y paredes derruidas, e incluso desde tan lejos se contempla el caminar de la ruina, como si el ejército portugués fuese un enjambre de hormigas blancas tan capaces de roer madera como piedra, aunque se les partan los dientes y el hilo de la vida en el áspero trabajo, como ya se ha visto y se ha de ver. Mogueime no sabe si tiene miedo de morir. Encuentra natural que mueran otros, en las guerras pasa siempre, o para que pase son hechas las guerras, pero si fuese capaz de preguntarse a sí mismo qué es lo que realmente teme en estos días, respondería que no es tanto la posibilidad de la muerte, quién sabe si ya en el próximo asalto, si no a otra cosa a la que simplemente llamaríamos pérdida, no de la vida en sí, mas de lo que en ella sucede, por ejemplo, si pudiendo Ouroana llegar a ser suya pasado mañana, quisiera el destino, o la voluntad de Nuestro Señor, que a pasado mañana no llegase por tener que morir mañana mismo. Pensamientos de éstos ya sabemos que no los puede tener Mogueime, él va por un camino más directo, que venga la muerte tarde, que pronto venga Ouroana, y entre la hora de llegar ella y partir él esté la vida, pero también este pensamiento es demasiado complejo, resignémonos entonces a no saber qué piensa realmente Mogueime, entreguémonos a la aparente claridad de los hechos, que son los pensamientos traducidos, aunque en el paso de éstos a aquéllos siempre algunas cosas se quiten y añadan, lo que al fin viene a significar que sabemos tan poco de lo que hacemos como de lo que pensamos. El sol va alto, pronto será mediodía, seguro que están los moros observando los movimientos del campamento, a ver si como ayer vuelven los gallegos a atacar cuando los almuédanos llamen a oración, que por ahí se ve el ningún respeto que guardan los desalmados a la fe de los otros. Mogueime, para acortar camino, cruza el estuario por el vado a la altura de la Plaza de los Restauradores, aprovechando la marea baja. Andan por aquí, desahogando los miedos e intentando mariscar, soldados de los que se enfrentan con la Porta de Alfofa, vinieron de lejos, no hay duda, ya entonces se decía, Ojos que no ven, corazón que no siente, en este caso no se trata de las intermitencias de la pasión, sino de buscar alivios alejados del teatro de la guerra, cuya vista, tras la fiebre del combate, los más delicados no soportan. Y para evitar que éstos se escapen andan por ahí unos cabos, como pastores o perros vigilando el ganado, no hay otra manera, que la tropa tiene cobrada la soldada hasta agosto y dará su cuerpo a lo contratado, día tras día, hasta cumplido el plazo, salvo impedimento de haberse cumplido con anterioridad otro plazo, el de la vida. El segundo brazo del estuario no lo puede pasar Mogueime a vado, ni en bajamar, por ser más hondo, por eso va subiendo a lo largo de la orilla hasta llegar a los arroyos de agua dulce, donde un día de éstos verá a Ouroana lavando ropa y le preguntará, Cómo te llamas, pero es sólo un pretexto para sacar conversación, si hay algo en esta mujer que para Mogueime no tenga secretos es su nombre, tantas son las veces que lo ha dicho, los días no sólo se repiten, son iguales, Cómo te llamas, preguntó Raimundo Silva a Ouroana, y ella respondió, María Sara.
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