Estoy estremecida, dijo María Sara, con la solemnidad del momento, y con el vernáculo, pero esos aproches me parecen un galicismo escandaloso, Así es, para que no olvidemos que hasta en el peor paño cae una mancha, continuemos, Llegó el día determinado, se juntó numeroso concurso de una y otra parte, la de los Católicos, confiada pero humilde, la de los Herejes, sobre incrédula, presuntuosa. Celebró Antonio el tremendo Sacrificio de la Misa en el más vecino Templo, y recibiendo en sus manos, con toda reverencia, la Hostia Consagrada, salió a donde el hambriento Bruto estaba prevenido. Le pusieron ante los ojos, y bien junto a la boca, una crecida ración de cebada, y, al mismo tiempo, con imperiosa voz, le dijo el Santo, En virtud y en nombre de Jesús Cristo, que tengo en mis indignas manos, te mando, Oh Creatura irracional, que, despreciado ese sustento, llegues a dar debida adoración a tu Creador, para que, convencida la proterva obstinación de los hombres, confiese las verdades de la Fe Católica Romana, obligada del instinto menos obstinado de los Brutos. Aún Antonio no había acabado de proferir semejantes palabras, cuando el Bruto torpe en esto no mostró que lo era, rechazando la comida que ya había empezado a devorar, y venciendo en sí las poderosas instancias de su natural apetito, se acercó al Santo y, postrado de rodillas, adoró a Cristo Sacramentado, con pasmo y admiración de todos los circunstantes. Atendían todos a este maravilloso espectáculo con lágrimas en los ojos, y siendo en todos un efecto, eran los afectos varios, porque las que en los Católicos eran lágrimas de devoción y ternura, en los Herejes eran de compunción y arrepentimiento. Celebraron los Católicos los triunfos de la Fe y detestaron más los Herejes los errores de la Secta. Sólo algunos rebeldes a la misma evidencia, enamorados aún de los absurdos, parece que galanteaban los oprobios. No obstante, no pudieron negarse, confundidos de estáticos, de modo que los mismos que antes de la batalla se prometían en los movimientos de su orgullo los aplausos del triunfo, fueron después, por la inmovilidad de sus acciones, las primeras estatuas ofrecidas a la victoria.
Raimundo Silva hizo una pausa para decir, Sigue un párrafo que describe la conversión de Guialdo y de sus parientes y amigos, ahorro la lectura, pero lo que no podemos perdernos es la perorata, Oh siempre admirable virtud la de Antonio. Ella hace que los Brutos se vuelvan humanos para confusión de los Hombres, ella hace que los Hombres dejen de ser fieras con la lección de los Brutos. Se quejaba David de que los irracionales domésticos sólo conocían el establo, donde hallaban el sustento, sin atender a la mano del Señor, que les hacía el beneficio, pero en esta ocasión a imperios de Antonio, olvidada la ingratitud de su naturaleza, despreció este viviente agradecido el sustento y el establo para adorar al verdadero Señor que le dio el ser y el sustento. Oh venturoso Animal. Ahora se conoce en ti que hay Brutos discretos, pues dejas a tantos Hombres brutos avisados. Una vez en Belén dejaste de comer la paja para agasajar a Dios nacido, ahora en Tolosa dejas de comer la cebada para adorar a Dios Sacramentado. Olvidaste la paja en el Pesebre para adorar al Niño manifiesto en la casa del pan, olvidaste la cebada en la Palestra por venerar a Cristo oculto en las especies del trigo. Ojalá fueras tú digno de razón como eres digno de aplauso. Tu instinto sí será fantasía, pero parece discurso, tu noción no será raciocinio, pero parece entendimiento. Sin tener memoria, parece que tienes advertencia en lo que veneras. Sin tener voluntad, parece que muestras afectos en lo que adoras. Sin tener entendimiento, parece que descubres juicio en lo que conoces. Dos milagros obró en ti Antonio en un solo prodigio para ser muchas veces prodigioso en este solo portento. Hizo que tu instinto bruto pareciera idea racional porque adoraste, hizo que tu animal voracidad pareciese abstinencia penitente porque no comiste. No fueron sólo dos los asombros, porque eran más en aquel paso los brutos. Era Guialdo ciego en la creencia de aquel misterio, manco en la Fe de aquella presencia, pero la fe que Antonio le dio la vista a la vista de aquella maravilla nunca rastreada, la fe que a Guialdo movió de inmediato con la palanca de tamaña novedad, nunca jamás vista. He aquí cómo, en una sola acción de Antonio Soberano, resultaron tres milagros estupendos, porque tres veces esmerado en la virtud fuese en él lo único triplicidad, porque tres veces milagroso en las obras fuese en él el admirable superlativo. Amén.
Raimundo Silva cerró el formidable libro con un movimiento de solemnidad burlesca y repitió, Amén, Está en el discurso del autor ese Amén, o es un añadido suyo, preguntó María Sara, Una tumefacción oratoria así no pedía menos, Qué mundo éste, en que tales cosas se creían y escribían, Yo diría más bien, este en que tales cosas no se escriben, pero todavía se creen, Definitivamente, estamos locos, Nosotros dos, Me refería a las personas en general, Yo soy de esos que siempre han tenido al ser humano por un enfermo mental, Como lugar común, no está mal, Tal vez le suene menos a lugar común mi hipótesis de que la locura es el resultado del choque producido en el hombre por su propia inteligencia, aún no nos hemos repuesto de la conmoción tres millones de años después, Y, según esa idea, iremos cada vez peor, No soy adivino, pero mucho me temo que sí. Fue a colocar el libro en la mesa en el exacto momento en que se levantaba María Sara, se quedaron los dos frente a frente, ninguno puede huir, y no lo quiere. Él le puso las manos en los hombros, era la primera vez que la tocaba así, ella alzó la cabeza, le brillaban mucho los ojos, tocados por la luz baja de la lámpara, y murmuró, No diga nada, ni una palabra, no me diga que le gusto, que me quiere, déme sólo un beso. Él la atrajo un poco hacia sí, pero no tanto que se tocasen sus cuerpos, y se inclinó lentamente hasta tocar con los labios los labios de ella, primero nada más que tocarlos, un roce levísimo, Y luego, tras una vacilación, las bocas se abrieron ligeramente, de pronto el beso total, intenso, ansioso. María Sara, María Sara, murmuró él, no se atrevió a decir otras palabras, ella no respondía, quizá no supiera decir aún Raimundo, muy equivocado está quien cree que es fácil pronunciar un nombre, en el amor, por primera vez. María Sara se retraía, él quiso seguirla, pero ella movió la cabeza, se alejó, sin brusquedad salió de los brazos de él, Tengo que irme, dijo, déme mi chaqueta, está en el despacho, y el bolso, por favor. Cuando Raimundo Silva volvió, ella tenía en la mano la hoja de papel y sonreía, El mundo está lleno de estos locos, dijo, y Raimundo Silva respondió, Mogueime, lo veo allí abajo, delante de la Porta de Ferro, a la espera de la orden de atacar, Ouroana, cuando caiga la noche, será llamada a la tienda del caballero Enrique para que éste goce en ella, en cuanto a nosotros, somos los moros que creen poder vigilar desde lo alto de una torre el avance del destino. María Sara recibió la chaqueta, que no se puso, el bolso, y se encaminó hacia la puerta del cuarto. Él la acompañó, hizo un ademán para retenerla, No, en un momento ella había abierto la puerta de la escalera, y desde allí anunció, Vuelvo mañana, no necesitas ir a la editorial a llevarme las fotocopias, y no me telefonees, por favor.
Raimundo Silva cenó poco, estuvo escribiendo hasta tarde, cuando llegó la hora de irse a la cama comprendió que no iba a ser capaz de abrirla, de acostarse en las sábanas limpias, ni siquiera de deshacer la armonía de la almohada sobre el embozo. Sacó del armario dos mantas de reserva y las llevó a la sala de estar, en el diván estrecho improvisó una cama, y allí durmió.
Generalmente, se considera demostración de insuperable bravura que sea el mismo condenado a muerte quien dé la orden de fuego al pelotón que lo va a fusilar, y hasta los más pacíficos o cobardes de nosotros, si puede ser y ayudan las circunstancias, habremos soñado alguna vez con ese fin glorioso, sobre todo si queda alguien para narrar el hecho, que glorias puertas adentro son menos estimadas. De hecho, es preciso haber venido al mundo con nervios de la más firme aleación, o, si son vibrátiles y estalladizos, estar poseído por una pasión por encima de lo común, patriótica o similar, para con nuestra ronca y luego para siempre callada voz gritar, Fuego, descargando así de culpa las conciencias de los matadores y alzando la nuestra propia, en el último destello, a las alturas sublimes del sacrificio y de la abnegación total. Es probable que el escenario habitual de estos actos, en particular en sus versiones cinematográficas, contribuya a una exaltación capaz de convertir a cualquier banal persona en un héroe, sólo por casualidad ausente del lugar dramático, precisamente por haber venido hoy al cine, a ver, bien en falso, bien en verdadero, cómo simuló morir el célebre actor, o cómo, documentalmente, muere un ajusticiado sin nombre. No hay ninguna insinuación maliciosa en esta duda, apenas lo que suponemos que es cierto, que ningún condenado a la silla eléctrica, o a la horca, o a la guillotina, o al garrote, o a la hoguera, habrá dado voz de acción para que enchufen la corriente, o abran la trampilla, o suelten la hoja afilada, o den vueltas al tornillo, o enciendan el fósforo, tal vez por no tener esas muertes dignidad, incluyendo las de más larga tradición en el arte, tal vez por faltar en ellas el factor militar, la institución de las armas, donde tantas veces suele hacer nido el heroísmo, que incluso cuando el condenado no pasaba de vulgar paisano, las balas que recibió en el pecho fueron rescate de la mediocridad y viático, o salvoconducto, gracias al cual le acabará siendo permitido, cuando llegue la hora, entrar en el paraíso de los héroes, sin querella de sentidos ni de causas, que allí se pierde la idea de tales diferencias terrenales.
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