José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Historia del cerco de Lisboa: краткое содержание, описание и аннотация

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Sabemos que hay mucho más que esto, el cuarto de baño, hasta hace unas semanas también laboratorio de cosmética, la cocina, de las tostadas y de la comida repetitiva y frugal, el despacho, donde ahora mismo estábamos, la sala de estar, inhóspita y abandonada, esta puerta que da al dormitorio. Con la mano en el pomo, Raimundo Silva parece vacilar antes de abrirla, lo retiene una especie de respeto supersticioso, decididamente es un hombre de otros tiempos, y teme ofender el pudor de una mujer poniéndole delante de los ojos la libidinosa visión de la cama, aunque haya sido ella quien le ha pedido, Muéstreme su casa, lo que nos permite suponer que sabía muy bien lo que la esperaba. Al fin se abre la puerta, es el dormitorio con sus caobas excesivas, y enfrente, todo a lo ancho, la cama, la colcha blanca, gruesa, debajo de la almohada el embozo de la sábana, inmaculado, hay una luz que se filtra por la ventana y suaviza los contornos de las cosas, y también un silencio que parece respirar. Estamos en abril, las tardes son largas ya, los días se prolongan, será por eso por lo que Raimundo Silva no enciende la luz, también para que no se eche a perder esta penumbra apenas iniciada, que, a su vez, lo desasosiega, no irá María Sara a pensar mal de sus intenciones, lo sabemos de sobra, por experiencia y por oírlo contar, como tantas veces se llega al deslumbramiento por el camino de una oscuridad, en el corazón profundo de la oscuridad. María Sara vio inmediatamente las dos rosas en el solitario, sobre la pequeña mesa al lado de la ventana, y las hojas de papel, una medio escrita en el centro, a la izquierda una pequeña rima, ahora debía Raimundo Silva encender aquella lámpara para crear efecto y atmósfera, pero no lo hizo, se acercó a un lado, casi a los pies de la cama, como si quisiera esconderla, y esperaba las palabras, temblaba al no poder adivinar qué palabras iban a ser dichas, no pensaba en gestos, en actos, sólo en palabras, aquí, en este cuarto.

María Sara se acercó a la mesa, durante unos segundos se quedó allí, parada, como si aguardase la explicación siguiente del guía, él podía decirle, por ejemplo, Fíjese en las rosas, y ella tendría que desviar los ojos, interesarse por las flores, gemelas de las otras que tiene en casa, y, luego, una alusión cómplice por su parte, una discreta expresión de sentimiento tal vez amoroso, Nuestras rosas, acentuando el pronombre, pero él sigue callado y ella no hace más que mirar la página medio escrita, no necesita preguntar para saber que están aquí las señales del cerco, aún indescifrables a la media luz, pese a la buena caligrafía del cronista. Comprende que Raimundo Silva no va a hablar, y ella querría y al mismo tiempo no quiere que hable, que nada venga a interrumpir este silencio irreal, pero que ocurra algo que impida la irrupción de otro mundo en este en el que estamos, la misma muerte, tal vez, único otro mundo verdaderamente, que entre marcianos y terrestres, si se encontraran, siempre habría de común la vida. En el instante preciso aparta un poco la silla y se sienta, con la mano izquierda enciende la lámpara, la luz cubre la mesa y difunde por el cuarto un halo como de tenuísima e impalpable neblina. Raimundo Silva no se movió, intenta analizar una difusa impresión de que con aquel gesto María Sara acaba de tomar posesión material de algo ya antes poseído por la conciencia, inmediatamente piensa que por muchos años que viva no habrá nunca otro momento como éste, aunque ella vuelva a esta casa y a este cuarto muchas veces, aunque, idea absurda, aquí acabaran viviendo todos los momentos de la vida. María Sara no tocó el papel, tiene las manos juntas en el regazo, y lee desde la primera línea, no sabe qué fue escrito en la página anterior, y en las otras, desde el inicio de la historia, lee como si en estas diez líneas se contuviera todo cuanto le importase saber de la vida, una sentencia final, un último resumen, o, al contrario, la carta sellada donde se encuentra consignado el nuevo rumbo de su navegación. Ha acabado de leerlo, y sin volver la cabeza, pregunta, Quién es esta Ouroana, y ese Mogueime, quién es, estaban los nombres, y poco más, como sabíamos. Raimundo Silva dio dos pasos breves hacia la mesa, se detuvo, Aún no lo sé bien, dijo, y se calló, porque debería haberlo adivinado, las primeras palabras de María Sara eran para indagar quiénes eran ellos, éstos, aquéllos, cualesquiera otros, en definitiva, nosotros. María Sara pareció contentarse con la respuesta, tenía experiencia suficiente de lectora para saber que el autor sólo conoce de los personajes lo que ellos han sido, e incluso así no todo, y poquísimo de lo que serán. Dijo Raimundo Silva, como si respondiera a una observación hecha en alta voz, No creo que podamos llamarles personajes, Personas de libro personajes son, contestó María Sara, Los veo más bien como si pertenecieran a un escalón intermedio, diferentemente libres, por lo que no tendría sentido hablar ni de la lógica del personaje ni de la necesidad contingente de la persona, Si no puede decirme quiénes son, dígame al menos qué hacen, Él es soldado, estuvo en la toma de Santarem, a ella la raptaron en Galicia para servir de barragana a un cruzado, Hay una historia de amor, Si se le puede llamar así, Lo duda, Es que no sé cómo se amaba en aquel tiempo, es decir, soy capaz quizá de imaginar el sentimiento, pero no tengo idea ni información de cómo lo expresarían entonces un hombre y una mujer del pueblo, la lengua, en este caso, no sería obstáculo, los dos hablaban gallego, Invente una historia de amor sin palabras de amor, sans mots d’amour, supongo que alguna vez habrá ocurrido, Lo dudo, al menos en la vida real, y por lo que sé, es imposible, Y esa Ouroana, siendo barragana de un cruzado, imagino que hidalgo, cómo va a parar al soldado Mogueime, El mundo da muchas vueltas, y nos da a nosotros muchas más, y al fin está la muerte, el cruzado Enrique, que así se llama, va a morir pronto, Ah, ese cruzado suyo es el mismo de la Historia del Cerco de Lisboa, de la otra, Exactamente, Entonces va a contar también eso de los milagros que obró después de muerto, No perdería la oportunidad, El de los dos mudos, Sí, pero con una ligera modificación, la respuesta de Raimundo Silva vino acompañada de una sonrisa. María Sara puso la mano sobre el montoncito de cuartillas, Puedo mirar, preguntó, No querrá leer eso ahora, por otra parte, estoy aún lejos del final, la historia estaría incompleta, No tengo paciencia para esperar más, y tampoco son tantas las hojas, Por favor, hoy no, Tengo curiosidad por saber cómo ha resuelto el problema de la negativa de los cruzados, Mañana hago fotocopias y se las llevo a la editorial, Bien, de acuerdo, ya que no puedo convencerlo. Se levantó, Raimundo Silva estaba muy cerca, Es tarde, dijo María Sara, y miró hacia la ventana, Puedo abrirla, preguntó, No se preocupe, no voy a hacerle nada, dijo Raimundo Silva, tengo presente que ha venido de visita y nada más, Tenga también presente que eso es una tontería, quiero respirar, ver la ciudad desde aquí, nada más.

Era un crepúsculo suave, el frío del atardecer apenas se sentía. Lado a lado, con los codos apoyados en el alféizar, María Sara y Raimundo Silva miraban en silencio, conscientes de sus mutuas presencias, el brazo de uno sintiendo el brazo del otro, y, poco a poco, la tibieza de la sangre. El corazón de Raimundo Silva latía con fuerza, le resonaba en los oídos, el de María Sara parecía querer agitarla de la cabeza a los pies. El brazo de él se acercó un poco más, el de ella permaneció donde estaba, expectante, pero Raimundo Silva no se atrevió a ir más lejos, poco a poco lo iba invadiendo el miedo, Puedo fallar, pensaba, no veía muy claro, o no quería ver, en qué podría fallar, pero esa misma indeterminación aumentaba su pánico. María Sara sintió que todo él retrocedía, como un caracol que se recoge a la protección de la concha, cada vez más profundo, y dijo cautelosamente, Es bonita la vista. Las primeras luces aparecían en las ventanas tocadas aún por un resto de claridad diurna, los faroles de la calle acababan de encenderse, alguien cerca de allí, en el Largo dos Lóios, habló en voz alta, alguien respondió, pero las palabras eran incomprensibles. Raimundo Silva preguntó, Los ha oído, Sí, los oí, No conseguí oír lo que decían, Yo tampoco, Nunca sabremos hasta qué punto nuestras vidas cambiarían si algunas frases oídas pero no percibidas hubieran sido entendidas, Lo mejor, creo yo, sería empezar por no simular que no percibimos las otras, las claras y directas, Tiene toda la razón, pero hay gente a quien atrae más lo dudoso que lo cierto, menos el objeto que el vestigio de él, más la huella en la arena que el animal que la dejó, son los soñadores, Y ése es, evidentemente, su caso, Hasta cierto punto, aunque tenga que recordarle que no fue mía la idea de escribir esta nueva historia del cerco, Digamos que yo presentí que tenía delante a la persona indicada para hacerlo, O que, prudentemente, prefiere no cargar con la responsabilidad de sus sueños, Estaría aquí si eso fuese verdad, No, La diferencia es que yo no busco huellas en la arena. Sabía Raimundo Silva que no necesitaba preguntar qué era entonces lo que buscaba María Sara, ahora podría ponerle un brazo sobre los hombros, como sin intención, un gesto simple, sólo fraterno por ahora, y dejar que ella reaccionase, quizá que relajase el cuerpo, tal vez que se volviera, cómo decir, redonda, y se dejase caer un casi nada hacia el lado, inclinando un poco la cabeza, a la espera del gesto siguiente. O se quedaría tensa, protestando silenciosamente, deseando que él percibiese que aún no era el tiempo, Pero entonces, cuándo, se preguntaba Raimundo Silva a sí mismo, olvidado del miedo que había sentido, Después de lo que acabamos de decir, de lo que explícitamente nos prometimos, lo lógico sería que ya nos hubiéramos abrazado y besado, al menos, sí, al menos. Se enderezó como sugiriendo que debían retirarse hacia dentro, pero ella continuó inclinada en el alféizar, y él le preguntó, No tiene frío, No, nada de frío. Reprimiendo un movimiento de impaciencia, volvió a la posición anterior, sin saber ahora de qué hablar, imaginando viciosamente que ella estaba divirtiéndose a su costa, todo era mucho más fácil cuando le telefoneaba, pero no podía decirle, Váyase, que voy a llamarla. Entonces, para salir de aquella situación embarazosa, se le ocurrió la idea de buscar un tema neutro, Esa casa de enfrente ocupa el sitio de una de las torres que defendían la puerta que estaba en este lugar, aún se nota la forma en la base, Y la otra torre, dónde estaba, debía de haber dos, Aquí mismo, donde estamos, Está seguro, Con seguridad absoluta, no, pero todo indica que sí, considerando lo que se sabe sobre el trazado de lo que sería esta parte de la muralla, Entonces aquí en la torre, qué somos nosotros, moros o cristianos, De momento, moros, estamos aquí justamente para impedir que los cristianos entren, No lo conseguiremos, ni va a ser preciso esperar al final del cerco, fíjese en los paneles de azulejos con los milagros de San Antonio, a la entrada de la calle, Abominables, Los milagros, No, los azulejos, Por qué se llama esta calle del Milagre de Santo António, cuando sólo en los paneles hay tres, No sé, tal vez el santo haya hecho algún milagro especial a los concejales, verdad es que quedaría más bonito de los Milagros, lo que no es imaginable, por ejemplo, es que San Antonio haya contribuido militarmente a la conquista de Lisboa, porque entonces aún no había nacido, Dos de los milagros del panel son conocidos, el de la aparición del Niño Jesús y el de la cántara partida, el otro no lo conozco, hay un caballo, o una mula, no me he fijado bien, Es una mula, Y qué sabe del caso, Tengo aquí un libro, lo compré de lance hace tiempo, es del siglo XVIII, en el que se cuentan todos los milagros del santo, incluido éste, Y qué dice, Mejor sería que lo leyera, Queda para otra vez, Cuándo, No lo sé, mañana, pasado, un día. Raimundo Silva respiró hondo, era imposible simular que no entendía las palabras, y se juró a sí mismo recordárselas, inapelable, a María Sara como promesa definitiva que imperativamente reclama su cumplimiento propio. Quedó tan alegre, tan suelto y libre, que le puso sin pensarlo la mano en el hombro y dijo, No, seré yo quien le lea la historia de la mula, vamos adentro, Es muy larga, Como todo, se puede contar en diez palabras, o en cien o en mil, o no acabar nunca.

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