José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Historia del cerco de Lisboa: краткое содержание, описание и аннотация

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Había pasado ya una semana sobre la errada previsión de Raimundo Silva, la de su primera estrategia, cuando pensó que al mediodía del día siguiente a aquel en que se movieron las tropas del Monte da Graça se daría asalto simultáneo a todas las puertas de la ciudad, con la esperanza de encontrar un punto débil en la defensa y por allí romper, o atrayendo hacia allí refuerzos que, desguarneciendo los otros frentes, los dejaran debilitados y entonces. No vale la pena terminar la frase. Sobre el papel todos los planes son más o menos buenos, no obstante, la realidad ha mostrado su irresistible vocación a desviar proyectos y desgarrar planes. No fue sólo el caso de los arrabales convertidos por los moros en baluartes, que ése acabó por ser resuelto. Aunque con grandes bajas, ahora la cuestión está en saber cómo se puede entrar por puertas tan cerradas, defendidas por piñas de guerreros encaramados a las altas torres que las flanquean y protegen, o cómo se asaltan muros de esta altura, donde las escaleras no consiguen llegar y donde nunca se quedarán dormidos los centinelas. En definitiva, Raimundo Silva está en excelentes condiciones para juzgar las dificultades de la empresa, pues desde su balcón percibe que no precisaría de una puntería rigurosa para matar o herir a cuantos cristianos intentaran acercarse a esta Porta de Alfofa, si aún aquí estuviese. Corre por el campamento el rumor de que hierven en divergencias los altos mandos, divididos entre dos tesis operativas, una que propone el asalto inmediato con todos los medios disponibles, empezando por un poderoso tiro de barrera para obligar a los moros a retirarse de las almenas, y terminando por el empleo de arietes gigantescos para embestir las puertas y derribarlas, y otra menos aventurada, que defiende el establecimiento de un cerco tan apretado que ni un ratón pueda o entrar o salir de Lisboa, o, con mayor precisión, que salgan los que quieran, pero que no entre ninguno, que al fin por hambre rendiríamos la ciudad. Argumentan los adversarios de la primera tesis que la conclusión, es decir, la entrada victoriosa en Lisboa, se asienta en una premisa falsa, que es la de suponer que el tiro de barrera sería suficiente para hacer retroceder a los moros de las almenas, A esto, caros señores, se llama vender el huevo en el culo de la gallina, lo más seguro es que ni se muevan, no precisarán más que armar unas coberturas, unos alpendes, bajo los cuales se abrigarían, y así, muy a su salvo, nos fusilarán desde arriba con todo sosiego o nos echarán aceite hirviendo encima, que es mala costumbre de ellos. Responden los defensores del ataque inmediato que quedar a la espera de que los moros se rindan por hambre no es cosa de hidalgos de tan alto linaje como los que allí se encuentran, y que fue ya inmerecida caridad proponerles que se retirasen llevándose haberes y pertenencias, ahora sólo la sangre podrá lavar los muros de Lisboa de la mancha infame que hace más de trescientos cincuenta años infecta estos lugares que puros a Cristo es hora de restituir. Ha oído el rey a unos y otros, a unos y otros reconoce un tanto de razón y se la niega, porque si es verdad que no le parece propio de su dignidad quedarse a la espera de que el fruto caiga maduro del árbol, tampoco cree que un ataque lanzado a lo bruto pueda causar efecto, aunque traigan para hundir las puertas de la ciudad a todos los carneros del reino. Pidió entonces el caballero Enrique licencia para recordar que en todos los cercos de Europa se han venido usando, con los mejores resultados, unas torres móviles de madera, es decir no tan móviles pues para mover un artefacto de ésos se precisa una multitud de gente y de bestias, lo que cuenta es que en lo alto de la torre, cuando alcance la altura conveniente, construiremos un pasadizo que, bien protegido de ataques, irá poco a poco avanzando en dirección al muro, y desde él se lanzarán nuestros soldados como torrente incontenible, llevándose por delante sin merced ni recurso a la nefanda marisma, y concluyó la explicación diciendo, Grandes son las ventajas que vendrán a Portugal de imitar, en éste como en otros casos, lo que en Europa se está haciendo de más moderno, aunque al principio experimentéis dificultades para meteros en la cabeza las tecnologías nuevas, y, por mí, sé de la construcción de tales torres lo suficiente para enseñar a los nativos, Vuestra Alteza no tiene más que darme órdenes, confiado que el día de la distribución de premios no quede en olvido la especial importancia de mi contribución en el marco de los apoyos con que, pese a las defecciones comprobadas, pudo contar Portugal en esta hora decisiva de su historia.

Inclinábase el rey a anunciar su decisión, oídos ya tan avisados consejos, cuando otros dos cruzados se levantaron y pidieron la palabra, uno normando, otro francés, para decir que también ellos eran peritos en levantar torres de aquéllas, y que allí mismo pedían reconocimiento de competencias al respecto, haciendo valer la economía de sus métodos, tanto en diseño como en construcción, con la confianza de que serían aceptadas sus propuestas. En cuanto a las condiciones, también ellos se entregaban a la magnanimidad del rey y a su gratitud se confiaban, uniéndose por tanto al caballero Enrique, y haciendo suyas sus palabras por las mismas causas y razones. A quienes no gustó este giro del debate fue a los portugueses, ni a los partidarios de la espera ni a los que lo eran de la acción inmediata, si bien por motivos diferentes, sólo de acuerdo unos y otros en rechazar la hipótesis, peligrosamente creíble, de que los extranjeros llevaran la primacía, sin que la gente de esta tierra sirviera más que de mano de obra anónima, sin derecho a dejar su nombre inscrito en la obra y en la lista de recompensas. Verdad era que a los defensores del cerco pasivo no les desagradaba del todo el proyecto de las torres, pues resultaba evidentísimo que no podrían ser construidas en el desorden de los ataques, sin embargo a estas consideraciones habría que sobreponer siempre el orgullo patriótico, y así acabaron aquéllos haciendo frente común con los impacientes y partidarios de una acción pronta y directa, intentando de esa manera aplazar la simple recepción de las propuestas extranjeras. Ahora bien, la prueba de que Don Afonso Henriques merecía verdaderamente ser rey, y no sólo rey, sino rey nuestro, está en que supo decidir como Salomón, otro ejemplo de despotismo ilustrado, al fundir en un solo plan estratégico las diferentes tesis, disponiéndolas en una armoniosa y lógica sucesión. Felicitó en primer lugar a los partidarios del ataque inmediato por las virtudes de valor y osadía que así demostraban, dio luego su enhorabuena a los ingenieros de las torres por su sentido práctico adornado por los modernos dones de la invención y la creatividad, se congratuló finalmente con los demás por encontrar en ellos el loable mérito de la prudencia y la paciencia, enemigas de riesgos innecesarios. Hecho esto, sintetizó, Determino, pues, que el orden de las operaciones sea el siguiente, primero, asalto general, segundo, en el caso de que falle, avanzarán las torres, la alemana, la francesa, la normanda, tercero, si todo falla, mantendremos el cerco indefinidamente, que algún día se rendirán. Los aplausos fueron unánimes, o porque hablando el rey así debe ser, o porque todos encontraron satisfacción bastante en la decisión tomada, lo que vino a expresarse por tres diferentes dictados, o divisas, cada cual para su facción, decían los primeros, Candela que va delante, alumbra dos veces, contestaban los segundos, El primer mijo, para los pardales, remataban irónicos los terceros, Reirá mejor quien ría el último.

La evidencia de la mayor parte de los acontecimientos que constituyeron, hasta ahora, lo más sustancial del meollo de este relato, ha venido a demostrar que a Raimundo Silva no le sirvió de nada intentar hacer valer sus puntos de vista propios, ni cuando ellos transcurrían por así decir en línea recta, obligatoriamente, de la negativa introducida en una historia que, hasta ése su acto, se mantenía presa de esa especie de fatalidad particular a la que llamamos hechos, ya tengan ellos sentido en su relación con otros, ya surjan como inexplicables en un determinado momento del estado de nuestro conocimiento. Se da cuenta él de que su libertad comenzó y acabó en aquel preciso instante en que escribió la palabra No, de que a partir de ahí se había puesto en movimiento una nueva fatalidad, igualmente imperiosa, y que no le queda ahora sino intentar comprender lo que, habiendo comenzado por parecer iniciativa y reflexión suya, resulta tan sólo de una mecánica que le era y continúa siendo exterior, de cuyo funcionamiento alimenta apenas una muy vaga idea y en cuya actividad interviene no más que por el manejo aleatorio de palancas o botones cuya real función se desconoce, sabiendo únicamente que ése es su papel, botón o palanca movidos aleatoriamente por la emergencia de impulsos no previsibles, o, si adivinables e incluso autoestimulados, fuera de toda previsión en lo que se refiere a sus consecuencias próximas o remotas. Por eso se puede comprobar que, no habiendo él previsto, efectivamente, contar la nueva historia del cerco de Lisboa como aquí viene contada, se ve de pronto confrontado con el resultado de una necesidad tan implacable como la otra, aquella de la que había creído huir por la simple inversión de un signo y en la que al fin volvía a caer, ahora en negativo, o para hablar en términos menos radicales, como si hubiera escrito la misma música bajando medio tono en todas las notas. Raimundo Silva está pensando, seriamente, en poner punto final a su relato, en hacer regresar a los cruzados al Tajo, que no deben de ir muy lejos, estarán tal vez entre el Algarve y Gibraltar, y dejar así que la historia se cumpla sin variaciones, como mera repetición de hechos, según consta en los manuales y en la Historia del Cerco de Lisboa. Considera que ha dado ya su fruto verdadero el pequeño árbol de la Ciencia del Error por él plantado, o lo tiene prometido, que ha sido colocar a este hombre ante aquella mujer, y si eso hecho está, que empiece un capítulo nuevo, tal como se interrumpe un diario de navegación en el momento del descubrimiento de la nueva tierra, claro está que nadie prohíbe que se continúe escribiendo el diario de a bordo, pero será ya otra historia, no la del viaje, terminado, sino la del encuentro y la de lo que fue encontrado. Sin embargo, Raimundo Silva sospecha que tal decisión, si la tomara, no le iba a gustar a María Sara, que ella lo miraría indignada, y quizá incluso con una insoportable expresión de decepción. Siendo así, no habrá, por ahora, punto final, sólo una suspensión hasta la anunciada visita, que, por otra parte, en este momento en que estamos, Raimundo Silva sería incapaz de escribir una sola palabra más, si tiene perdida la serenidad del todo al ponerse a imaginar que tal vez Mogueime, en la víspera del asalto en masa ya decidido, y teniendo ante los ojos los muros de Lisboa resplandecientes de hogueras en las terrazas, se pusiera, él, a pensar en una mujer algunas veces avistada en estos días, Ouroana, barragana de un cruzado alemán, y que a esta hora estará durmiendo con su señor, en el Monte da Graça, en casa cubierta sin duda, y en una estera tendida en los ladrillos frescos en los que nunca volverá a acostarse un moro. Mogueime se ahogaba dentro de la tienda y salió para refrescarse, los muros de Lisboa, iluminados por las hogueras, parecían hechos de cobre, Que yo no muera, Señor, sin probar el gusto de la vida. Se pregunta ahora Raimundo Silva qué semejanzas hay entre este imaginado cuadro y su relación con María Sara, que no es barragana de nadie, con perdón de la impropia palabra, sin cabida hoy en el vocabulario de nuestras costumbres, ella dijo, Hace tres meses he puesto fin a una relación, no he empezado otra, son situaciones obviamente distintas, se supone que de común está sólo el deseo, que tanto lo sentía el Mogueime de aquel tiempo como lo está sintiendo el Raimundo de ahora, las diferencias, que las hay, son culturales, sí señor.

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