Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Calló y guardó silencio, y pareció sumirse de nuevo en sus pensamientos. A ambos lados de la carretera había tierras de labrantío, y vi tractores que se movían lentamente por los campos, a lo lejos. Pasó un rato, y le dije:

– Disculpe, pero esa noche de la que me habla, ¿hace cuánto fue?

– ¿Hace cuánto? -Hoffman pareció un tanto ofendido por la pregunta-. Oh…, supongo que fue cuando Piotrowsky dio aquel concierto en la ciudad. Debió de ser hace veintidós años…

– Veintidós años… -dije yo-. ¿Debo inferir, pues, que su mujer ha permanecido a su lado todo ese tiempo?

Hoffman se volvió a mí, furioso.

– ¿Qué intenta decirme, señor? ¿Que ignoro el estado de cosas de mi propia casa? ¿Que no entiendo a mi propia esposa? Estoy haciéndole confidencias, compartiendo con usted mis pensamientos íntimos, y se permite darme lecciones sobre mis asuntos como si supiera mejor que yo lo que…

– Le pido disculpas, señor Hoffman, si le he parecido indiscreto. Sólo quería señalar que…

– ¡No tiene que señalarme nada, señor! ¡No sabe nada del asunto! El hecho es que mi situación es desesperada, y que lo es desde hace cierto tiempo. Lo vi aquella noche en casa del señor Fischer; tan claro como la luz del día, tan claro como esta carretera que tengo ante mis ojos. Muy bien, no ha sucedido todavía, pero sólo porque…, sólo porque me he esforzado. Sí, señor, ¡lo que me he esforzado! Puede que si lo supiera se riera usted de mí. Si sé que es una causa perdida, ¿por qué me torturo tanto? ¿Por qué me aferró a ella de este modo? Para usted es muy fácil formularme esas preguntas. Pero yo la amo tan profundamente, señor, y más que nunca… Me resulta inconcebible, nunca podría soportar que me dejara, todo se volvería sin sentido. Muy bien, sé que no hay remedio, que tarde o temprano me acabará abandonando por alguien como Piotrowsky, por alguien semejante, por alguien como el hombre que pensó que yo era antes de darse cuenta. Lo que hago es aferrarme, y eso no merece burla. He hecho todo lo que he podido, señor. He hecho todo lo que he podido en el único terreno que le queda a un hombre en mi situación: me he esforzado mucho, he organizado actos, he participado en comités, y al cabo de los años he logrado ser una personalidad de cierta talla en los círculos artísticos y musicales de esta ciudad. Y, por supuesto, además siempre ha estado esa esperanza. Una esperanza que acaso explique cómo he conseguido retenerla tanto tiempo. Una esperanza que ha muerto, que lleva ya muerta bastantes años, pero que, ya ve, durante un tiempo constituyó la sola, la única esperanza. Me refiero, cómo no, a nuestro hijo Stephan. ¡Si hubiera sido diferente, si hubiera sido bendecido con siquiera algunos de los dones que la familia de su madre ha poseído tan pródigamente…! Durante unos años, ambos albergamos la esperanza. Le pagamos clases de piano, seguimos su evolución estrechamente, nos aferramos a la esperanza. Nos afanamos tanto por captar algún destello que jamás captamos…, oh, le escuchamos con tanta atención, tantas veces… Anhelábamos, cada cual por sus propias razones, captar algo, pero jamás llegamos a oírle nada memorable…

– Disculpe, señor Hoffman. Usted dirá eso de Stephan, pero le aseguro que…

– ¡Me he engañado durante años! Me decía, bueno, quizá llegue a desarrollarse más tarde. Hay algo en él, una pequeña semilla. Oh, me engañaba a mí mismo, sí, y me atrevería a decir que lo mismo hacía mi esposa. Esperábamos y esperábamos…, pero en los últimos años ya de nada sirvió seguir fingiendo. Stephan tiene ya veintitrés años. No puedo seguir diciéndome que va a alcanzar la plenitud mañana, o al otro, o al día siguiente. Tengo que enfrentarme a la realidad. Ha salido a mí. Y ahora sé que su madre también lo sabe. Claro que, como madre, quiere mucho a su hijo. Pero Stephan, lejos de ser mi tabla de salvación, se ha convertido en lo contrario. Cada vez que ella le mira, ve el inmenso error que cometió al casarse conmigo…

– Señor Hoffman, créame, he tenido el placer de oírle tocar el piano y he de decirle que…

– ¡La encarnación misma, señor Ryder! Para ella, Stephan ha llegado a ser la encarnación del inmenso error de su vida. ¡Oh, si hubiera usted conocido a su familia! Cuando era adolescente, debió de darlo por descontado. Debió de suponer que tendría hijos bellos, con talento. Sensibles a la belleza, como ella. ¡Y entonces cometió el error de su vida! Como madre, por supuesto, quiere muchísimo a Stephan. Pero eso no quiere decir que, al mirarlo, no vea en él su inmenso error. Es tan parecido a mí, señor. Ya no puedo seguir negándolo. Ya no: ya es casi un hombre hecho y derecho…

– Señor Hoffman, Stephan es un joven con mucho talento…

– ¡No tiene por qué decirme esas cosas, señor! ¡Por favor, no insulte la franca intimidad que le he forzado a compartir con tan banales expresiones de cortesía! No soy un necio, puedo ver lo que Stephan es. Durante un tiempo fue mi única esperanza, sí, pero desde el momento en que vi que de nada servía…, y si he de ser sincero creo que lo vi hace unos seis o siete años…, he tratado, ¿quién puede reprochármelo?, he tratado de aferrarme a ella prácticamente día tras día. Le decía a mi mujer: por favor, espera al menos hasta este último acto que estoy organizando… Espera al menos hasta que termine, puede que entonces me veas de forma diferente. Y en cuanto este evento pase, le diré: no, espera, hay algo más, otro acto maravilloso en el que ya estoy trabajando. Por favor, espera a que termine. Así es como lo he ido posponiendo, señor. Llevo así los últimos seis o siete años. Esta noche, lo sé, es mi última oportunidad. Lo he puesto todo en este acontecimiento. Cuando le hablé de él a mi mujer el año pasado, cuando por primera vez le conté los planes que tenía al respecto, cuando le fui describiendo los detalles, cómo se dispondrían las mesas, cuál era el programa de la velada, incluso…, perdóneme…, había previsto que usted, o cualquier otra figura de talla equiparable, aceptaría la invitación y se convertiría en el plato fuerte de la velada…, cuando le expliqué por primera vez que gracias a mí, a esa mediocridad a la que se había visto encadenada durante tantos años, el señor Brodsky volvería a ganar el corazón y la confianza de los vecinos de esta ciudad, y que alcanzada la cima de esa gran noche cambiaría el rumbo de esta ciudad…, bueno, ¡ja!, se lo aseguro, señor, me miró como diciendo: «Otra vez tus cosas.» Pero en sus ojos pude ver un centelleo, algo que decía: «Quizá consigas que sea un éxito. Sería toda una hazaña.» Sí, no mucho más que un centelleo, pero son esos centelleos los que me han ido sosteniendo a lo largo de los años. Oh, ya hemos llegado, señor Ryder.

Nos habíamos detenido en un apartadero de la carretera, junto a un campo de hierba alta.

– Señor Ryder -dijo Hoffman-. Tengo un poco de prisa. Me pregunto si me juzgará usted descortés si le pido que suba usted solo hasta el anexo.

Siguiendo su mirada, vi que el campo ascendía bruscamente por una ladera y que, encaramada en la cima de la colina, había una pequeña cabana de madera. Hoffman hurgó en la guantera y sacó una llave.

– Verá un candado en la puerta. La cabana no es lujosa, pero le brindará el aislamiento y la intimidad que usted precisa. Y el piano es un excelente ejemplo de los verticales que fabricó Bechstein en los años veinte.

Volví a mirar hacia la cima de la colina, y dije:

– ¿Es aquella cabana de allá arriba?

– Volveré a recogerle, señor Ryder, dentro de dos horas. A menos que necesite antes un coche.

– Dos horas me parece bien.

– Bien, señor. Espero que lo encuentre todo de su agrado.

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