No podía creer que Hoffman hubiera tenido la desfachatez de ofrecerme un lugar en tal estado. Bien es verdad que hasta el momento nadie había entrado en aquel cuarto, pero era perfectamente posible que en un momento dado cualquier grupo de seis o siete empleados entrara y se pusiera a usar aquellos fregaderos. Tal posibilidad se me antojaba insufrible, y me hallaba ya a punto de abandonar airado el cubículo cuando vi un trapo que colgaba de un clavo que sobresalía de una de las jambas, a la altura del gozne superior.
Me quedé mirándolo unos segundos, y al dirigir la vista hacia la otra jamba vi otro clavo a la misma altura. Adivinando de inmediato la finalidad de los clavos y del trozo de tela me levanté para examinarlo todo más detenidamente. El trapo era una vieja toalla. Cuando la extendí y fijé el otro extremo en el otro clavo, vi que tapaba perfectamente la parte de la puerta que faltaba, a modo de cortina.
Volví a sentarme más calmado y me dispuse una vez más a acometer los compases iniciales de la pieza. Entonces, justo cuando iba a empezar a tocar, volví a verme interrumpido por un nuevo crujido. Y lo oí de nuevo, y esta vez pude precisar que provenía del cubículo situado a mi izquierda. Caí en la cuenta no sólo de que durante todo el tiempo había habido una persona en el cubículo contiguo, sino también de que la insonorización entre ambos era prácticamente inexistente y de que hasta el momento no había sido consciente de tal presencia porque la persona en cuestión -quién sabe por qué- había permanecido todo el tiempo inmóvil y en silencio.
Furioso, me levanté y empujé la puerta, y al hacerlo el pestillo volvió a desprenderse de su sitio y la toalla cayó al suelo. Cuando me deslizaba hasta el exterior a través de la exigua abertura de la puerta el hombre del cubículo contiguo, tal vez viendo que ya no había razón para ocultarse, se aclaró la garganta ruidosamente. Asqueado, salí de aquel lugar a la carrera.
Me sorprendió encontrar a Hoffman esperándome en el pasillo, pero recordé que había prometido hacerlo. Estaba apoyado contra la pared, pero en cuanto me vio se enderezó y se cuadró como un soldado.
– Bien, señor Ryder -dijo, sonriendo-. Si quiere seguirme… Esas damas y esos caballeros tienen muchas ganas de conocerle.
Miré a Hoffman con frialdad.
– ¿Qué damas y caballeros, señor Hoffman?
– Pues… los miembros del comité, señor Ryder. Del Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua.
– Mire, señor Hoffman… -Estaba muy furioso, pero lo delicado del asunto que quería explicarle me hizo hacer una breve pausa. Hoffman, consciente al fin de que algo me estaba mortificando, se paró en medio del pasillo y me miró con preocupación.
– Oiga, señor Hoffman. Lamento muchísimo lo de esa reunión. Pero resulta perentorio el que yo ensaye. No puedo hacer nada hasta que no ensaye.
Hoffman pareció genuinamente perplejo.
– Disculpe, señor -dijo, bajando la voz discretamente-, pero ¿no acaba de ensayar?
– No, no lo he hecho. No…, no he podido hacerlo.
– ¿Que no ha podido hacerlo? Señor Ryder, ¿está todo bien? Quiero decir que si se siente usted bien…
– Estoy perfectamente. Oiga… -Dejé escapar un suspiro-. Si de veras quiere saberlo, no he podido ensayar allí dentro porque…, bueno, con franqueza, señor Hoffman, las condiciones del recinto no eran las más adecuadas para brindarme el aislamiento que preciso. No, señor Hoffman, déjeme hablar. El nivel de intimidad no era el adecuado. Puede que baste para alguna gente, pero para mí… Bueno, se lo estoy diciendo, señor Hoffman. Se lo diré con absoluta franqueza: me sucede desde que era un niño. Nunca he podido ensayar al piano más que en condiciones de total, absoluto aislamiento.
– ¿De veras, señor Ryder? -Hoffman asentía con la cabeza con expresión grave-. Me hago cargo, me hago cargo…
– Bien, espero que realmente se haga cargo. Las condiciones de ese cuarto… -dije, sacudiendo la cabeza- no son ni por asomo aceptables. Y ahora el asunto es éste: necesito con urgencia un lugar adecuado para ensayar.
– Sí, sí, por supuesto. -Hoffman asintió con la cabeza en ademán de comprender cabalmente lo que le estaba diciendo-. Creo, señor, que tengo la solución. Hay otra sala de ensayos en el anexo que podrá brindarle el aislamiento que precisa. El piano es excelente, y en lo tocante a la intimidad…, se la puedo garantizar, señor. Es una sala muy, muy íntima.
– Muy bien. Parece la solución. El anexo, dice usted… -Sí, señor. Le llevaré hasta allí personalmente en cuanto finalice su entrevista con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua…
– Mire, señor Hoffman -dije de pronto, gritando, reprimiendo un imperioso impulso de agarrarle por las solapas-. ¡Escúcheme! ¡Me tiene sin cuidado ese grupo ciudadano! ¡Me tiene sin cuidado lo que tengan que esperar! La cuestión es la siguiente: si no puedo ensayar, hago las maletas y me largo de esta ciudad inmediatamente. ¡De inmediato! Eso es lo que hay, señor Hoffman. No habrá discurso, no habrá interpretación, ¡no habrá nada de nada! ¿Me entiende bien, señor Hoffman? ¿Me entiende?
Hoffman se quedó mirándome fijamente mientras palidecía por momentos.
– Sí, sí -alcanzó a decir en un susurro-. Sí, por supuesto, señor Ryder.
– Así que debo pedirle -dije, esforzándome por controlar el tono de mi voz- que tenga la amabilidad de conducirme sin dilación hasta ese anexo.
– Muy bien, señor Ryder -dijo él, y dejó escapar una risa extraña-. Le entiendo perfectamente. A fin de cuentas, no son más que ciudadanos de a pie. ¿Qué necesidad tiene alguien como usted de…? -Luego pareció recuperar el dominio de sí mismo y dijo con firmeza-: Por aquí, señor Ryder. Si es usted tan amable de seguirme…
Recorrimos un trecho del pasillo y luego pasamos a través de un gran cuarto de lavandería en el que había varias máquinas que emitían una especie de gruñido prolongado. Luego Hoffman me hizo salir por una puerta estrecha, y al pasar al otro lado me vi frente a las puertas dobles del salón.
– Atajaremos por aquí -dijo Hoffman.
En cuanto entramos en el salón entendí por qué antes Hoffman se había mostrado reacio a despejarlo. Estaba atestado de huéspedes que charlaban y reían, algunos con vistosas galas, y lo primero que pensé fue que habíamos topado con una fiesta privada. Pero al abrirnos paso despacio a través de los presentes, pude distinguir varios grupos marcadamente diferentes. Una parte del salón lo ocupaban varias personalidades locales de aspecto exuberante. Otro grupo parecía integrado por unos ricos jóvenes norteamericanos -muchos de ellos estaban cantando una suerte de himno universitario-, y en otra parte del recinto un grupo de hombres japoneses había juntado varias mesas y también se divertía bulliciosamente. Aunque se trataba de grupos claramente separados, parecía existir entre ellos cierta interacción fluida. Los huéspedes se paseaban de mesa en mesa dándose palmadas en el hombro, sacándose fotografías y pasándose unos a otros platos de sandwiches. Un camarero de aire agobiado y uniforme blanco se movía entre ellos con sendas jarras de café en las manos. Pensé en localizar el piano, pero me hallaba demasiado ocupado en abrirme paso entre la gente y en seguir a Hoffman. Finalmente, llegué al otro extremo del salón, donde Hoffman me aguardaba con otra puerta abierta.
Salí y me vi en un pasillo estrecho cuyo extremo del fondo se hallaba abierto al exterior. Y al instante siguiente estaba en un pequeño y soleado aparcamiento, que reconocí de inmediato como aquel al que me había conducido Hoffman la noche del banquete de Brodsky. Hoffman me guió hacia un gran automóvil negro, y unos segundos después nos vimos inmersos en el denso tráfico de la hora del almuerzo.
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