Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Mientras Parkhurst hablaba me había venido a la memoria un retazo de mis días de estudiante, un recuerdo que por espacio de un instante me hizo sentirme muy sereno, hasta el punto de olvidar momentáneamente lo que Parkhurst me estaba contando. Recordé una hermosa mañana no muy diferente de la actual, en la que había estado sentado y relajado en un sofá, junto a una ventana soleada, en mi pequeño cuarto de la vieja granja que compartía con otros cuatro estudiantes. Tenía sobre el regazo la partitura de un concierto que había estado estudiando con indolencia durante la hora previa, y que pensaba seriamente abandonar para enfrascarme en la lectura de una de las novelas del siglo xix que había apiladas a mis pies, sobre el suelo de madera. La ventana estaba abierta, y entraba una suave brisa, y del exterior llegaban las voces de unos estudiantes que, sentados en la hierba sin cortar, discutían de filosofía o de poesía o de algún tema similar. En el cuartito había muy poco más que aquel sofá -tan sólo un colchón sobre el suelo y, en un rincón, una pequeña mesa y una silla de respaldo recto-, pero era un cuarto al que tenía mucho apego. Normalmente el suelo estaba lleno de los libros y revistas que solía hojear en aquellas largas tardes, y había dado en la costumbre de dejar la puerta entreabierta para que cualquiera que pasara pudiera entrar a charlar un rato. Cerré los ojos y durante unos instantes me invadió un intenso deseo de estar de nuevo en aquella granja, rodeado de campos abiertos y de compañeros que holgazaneaban sobre la alta hierba, y pasó cierto tiempo hasta que volví a tomar conciencia de lo que Parkhurst me estaba contando. Sólo entonces caí en la cuenta de que era precisamente de algunos de aquellos compañeros -cuyas caras se fundían unas con otras ahora en mi memoria, a quienes un día había acogido en mi cuarto al verlos asomar por la puerta entreabierta y con quienes solía pasar una o dos horas charlando de algún novelista o de algún guitarrista español- de quienes ahora me hablaba Parkhurst. Pero ni siquiera entonces -tal era el placer casi sensual que experimentaba allí recostado en el sofá de mimbre de la ventana salediza bañada por el sol de la señorita Collins- llegué a sentir más que una vaga y remota incomodidad en relación con las palabras de Parkhurst.

Parkhurst siguió hablando, y yo llevaba ya cierto tiempo sin prestar atención a lo que decía cuando me sobresalté ante un ruido que oí a mi espalda: alguien estaba tocando en el cristal de la ventana. Parkhurst parecía no querer oírlo, y siguió hablando, y también yo traté de pasarlo por alto, como a veces se hace con el despertador que nos importuna en medio de un sueño placentero. Pero el ruido persistía, y Parkhurst acabó por exlamar:

– Oh, santo cielo. Pero si es el tal Brodsky…

Abrí los ojos y miré por encima del hombro. En efecto, Brodsky en persona escrutaba intensamente a través de la ventana. La viva claridad de la calle, o quizá algo relacionado con su vista, parecía impedirle ver el interior de la salita. Aplastaba la cara contra el cristal, y se cubría los ojos a modo de visera con ambas manos, pero todo parecía indicar que no alcanzaba a vernos, y pensé que quizá tocaba en el cristal creyendo que era la propia señorita Collins quien estaba en la salita.

Al cabo Parkhurst se levantó y dijo:

– Creo que será mejor que vaya a ver qué es lo que quiere.

22

Oí cómo Parkhurst abría la puerta, y a continuación unas voces que discutían en el vestíbulo. Finalmente Parkhurst entró en la salita, volvió los ojos hacia un costado para hacerme una seña y dejó escapar un suspiro.

Brodsky entró tras él. Parecía más alto que cuando lo había visto la última vez en medio de un salón concurrido, y volví a advertir el extraño modo en que se mantenía erguido -ligeramente inclinado hacia un lado, como si estuviera a punto de venirse abajo-, pero también advertí que estaba completamente sobrio. Llevaba una corbata de lazo escarlata, y un traje bastante elegante que parecía recién estrenado. Los cuellos de la camisa blanca le sobresalían hacia afuera, no sabría decir si a causa del diseño o a causa de un exceso de almidón. Llevaba en la mano un ramo de flores, y sus ojos tenían una expresión cansada y triste. Se detuvo en el umbral y miró con aire indeciso el interior de la salita, tal vez con la esperanza de ver en ella a la señorita Collins.

– Está ocupada, ya se lo he dicho -dijo Parkhurst-. Mire, coincide que soy un confidente de la señorita Collins y que puedo decirle con certeza que no desea verle. -Parkhurst me dirigió una mirada para que corroborara lo que acababa de decir, pero yo estaba decidido a no comprometerme y me limité a sonreír tímidamente a Brodsky. Brodsky, entonces, me reconoció.

– Señor Ryder -dijo, e inclinó gravemente la cabeza. Luego se volvió de nuevo a Parkhurst-: Si está en casa, por favor, vaya y dígale que salga. -Señaló el ramo de flores, como si ellas pudieran explicar por sí solas por qué le resultaba tan imperioso verla-. Por favor…

– Ya se lo he dicho, no puedo ayudarle. No quiere verle. Además, está hablando con otra gente.

– De acuerdo -dijo Brodsky en un susurro-. De acuerdo. No quiere ayudarme. De acuerdo.

Al terminar de decir esto se dirigió hacia la puerta por donde antes había desaparecido la señorita Collins. Parkhurst, velozmente, le salió al paso, y por espacio de unos segundos se vieron enfrentadas la larguirucha figura de Brodsky y la menuda y robusta humanidad de Parkhurst. El método empleado por éste para detener a Brodsky consistía sencillamente en ponerle las manos en el pecho para impedir su avance. Brodsky, entretanto, había colocado una mano sobre el hombro de Parkhurst y miraba por encima de él hacia la puerta, como si se hallara en medio de una multitud y mirara cortésmente más allá de la persona que tenía delante. Y mientras tanto no dejó ni un instante de mover los pies sobre el terreno, como arrastrándolos, y de murmurar: «Por favor…»

– ¡Muy bien! -gritó al cabo Parkhurst-. Muy bien, iré a hablar con ella. ¡Sé lo que va a decir, pero de acuerdo, de acuerdo!

Se separaron. Y acto seguido Parkhurst, alzando un dedo, dijo:

– ¡Pero espere aquí! ¡Será mejor que espere aquí!

Lanzando una última mirada airada a Brodsky, Parkhurst se volvió, salió por la puerta y la cerró concienzudamente a su espalda.

Brodsky, al principio, se quedó con la mirada fija en la puerta, y pensé que de un momento a otro iba a seguir a Parkhurst. Pero al final se dio la vuelta y fue a sentarse.

Durante unos segundos Brodsky pareció ensayar algo mentalmente; sus labios parecían articular algo en silencio, y no juzgué apropiado hablarle. De cuando en cuando examinaba el ramo de flores, como si todo dependiera de él y el menor defecto pudiera constituir el más serio de los inconvenientes. Finalmente, cuando llevaba ya cierto tiempo sentado y en silencio, miró hacia mí y dijo:

– Señor Ryder. Me complace mucho conocerle al fin.

– ¿Cómo está usted, señor Brodsky? -dije yo-. Espero que bien.

– Oh… -Hizo un vago gesto con la mano-. No puedo decir que me encuentre bien. Tengo un dolor, ¿sabe?

– Oh, ¿un dolor? -dije. Luego, al ver que no respondía, pregunté-: ¿Se refiere a un dolor emocional?

– No, no. Es una herida. La tengo desde hace muchos años, y siempre me ha dado problemas. Un dolor intenso. Quizá por eso bebía tanto. Cuando bebo no lo siento.

Esperé a que continuara, pero se quedó callado. Entonces dije:

– ¿Se refiere a un dolor del corazón, señor Brodsky?

– ¿Del corazón? Mi corazón no está tan mal. No, no, tiene que ver con… -De pronto estalló en sonoras carcajadas-. Ya veo, señor Ryder. Cree que me estaba poniendo poético. No, no, se trata simplemente de una herida que tuve. Me hirieron gravemente, hace muchos años. En Rusia. Los médicos no eran demasiado buenos, no hicieron un buen trabajo. Y el dolor me ha mortificado mucho. Es una herida que nunca llegó a curarse como es debido. Fue hace ya tanto tiempo, y todavía me duele.

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