Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Échame de aquí si quieres -dijo el doctor Lubanski, volviendo a su puré de patatas-. Pero empiezo a tener la impresión… -movió en abanico la cuchara de madera-, tengo la impresión de que no a todo el mundo le molesta tanto mi presencia. Podríamos votar. Me marcharé gustosamente si de verdad no quieren que me quede. ¿Qué tal si lo hacemos a mano alzada?

– Si quieres quedarte, me tiene sin cuidado -dijo Christoff-. No me importa en absoluto. Tengo mis hechos. Los tengo aquí. -Levantó una carpeta azul que había sacado de alguna parte y le dio unos golpecitos con la palma-. Yo estoy muy seguro de mis razones. Tú puedes hacer lo que te venga en gana.

El doctor Lubanski volvió los ojos hacia los demás con un encogimiento de hombros que parecía decir: «¿Qué se puede hacer con un hombre como éste?» La mujer de las gafas de cristales gruesos apartó de inmediato la mirada, pero sus compañeros parecían sobremanera confusos, y hubo incluso algunos que le devolvieron una tímida sonrisa.

– Señor Ryder -dijo Christoff-, por favor, tenga a bien sentarse y ponerse cómodo. Gerhard volverá enseguida con su almuerzo. Y ahora… -Dio una palmada, y su voz adoptó el tono de quien se dirige a un gran auditorio-: Señoras y señores, en primer lugar, y en nombre de todos los aquí presentes, debo agradecer al señor Ryder el haber aceptado venir a mantener un debate con nosotros interrumpiendo el normal curso de su estancia en nuestra ciudad, sin duda breve y llena de compromisos…

– No, no has perdido el temple -exclamó el doctor Lubanski desde su rincón-. No te intimida mi presencia; ni siquiera te intimida el señor Ryder. Qué valor el tuyo, Henri…

– No estoy intimidado -replicó Christoff-, ¡porque tengo aquí los hechos! ¡Y los hechos son los hechos! ¡Son la prueba! Sí, hasta el señor Ryder… Sí, señor -se volvió hacia mí-, hasta un hombre de su reputación… ¡Hasta un hombre como usted está obligado a remitirse a los hechos]

– Bien, esto va a ser digno de verse -dijo el doctor Lubanski dirigiéndose a los otros-. Un violoncelista provinciano dando lecciones al señor Ryder. Estupendo. Oigámosle, oigámosle.

Durante uno o dos segundos, Christoff vaciló. Luego, ya con cierto aplomo, abrió la carpeta y dijo:

– Si se me permite, empezaré por un caso concreto que a mi juicio nos conduce al quid de la controversia relativa a las armonías en anillo.

Durante los minutos que siguieron Christoff expuso los antecedentes del caso de cierta familia de negociantes locales. Hojeaba los papeles de la carpeta y de cuando en cuando leía una cita o aportaba un dato estadístico. Parecía presentar el caso de forma bastante competente, pero había algo en su tono -su exposición innecesariamente despaciosa, su modo de explicar las cosas dos o tres veces…- que me crispó los nervios de inmediato. Y pensé que, ciertamente, el doctor Lubanski tenía un punto de razón. Había algo de ridículo en el hecho de que aquel músico fracasado de provincias pretendiera aleccionarme.

– ¿Y a eso lo llamas un hecho? -le interrumpió el doctor Lubanski. Christoff estaba leyendo un pasaje de las actas de una reunión de cierto comité cívico-. ¡Ja! Los «hechos» de Henri son siempre harto interesantes, ¿no les parece?

– ¡Dejadle acabar su exposición! ¡Dejad que Henri le exponga el caso al señor Ryder!

Quien había hablado era un joven mofletudo que llevaba una chaqueta corta de cuero. Christoff le sonrió con ademán aprobador. El doctor Lubanski alzó la mano y dijo:

– De acuerdo, de acuerdo.

– ¡Que termine su exposición! -volvió a decir el joven mofletudo-. Luego veremos. Veremos lo que el señor Ryder saca en limpio de todo esto. Y entonces lo sabremos de una vez por todas.

Al parecer Christoff tardó unos cuantos segundos en asimilar las implicaciones de estas últimas palabras. Al principio se quedó paralizado, con la carpeta levantada entre las manos. Luego fue paseando la mirada por las caras de quienes le escuchaban como si las viera por primera vez en la vida. Los ojos de los presentes seguían clavados en él, expectantes. Por espacio de un instante Christoff pareció seriamente «tocado». Al cabo miró hacia otra parte y murmuró, casi para sí mismo:

– Son, en efecto, hechos. He recopilado pruebas. Cualquiera de vosotros puede verlas, examinarlas detenidamente. -Miró en la carpeta que tenía delante-. Estoy resumiendo las pruebas para no extenderme. Eso es todo. -Luego, tras un esfuerzo, pareció recuperar su aplomo-. Señor Ryder -dijo-, si es tan amable de tener un poco de paciencia conmigo…, creo que no tardaré mucho en aclarar cumplidamente las cosas.

Christoff siguió desgranando su argumentación con un punto de tensión en la voz, aunque con un tenor muy parecido al precedente. Mientras seguía hablando, recordé cómo la noche anterior había yo renunciado a unas preciosas horas de sueño a fin de avanzar en mi investigación de las condiciones locales; cómo, pese a mi gran cansancio, había entrado en el cine y había hablado con los líderes ciudadanos sobre los problemas de la ciudad. Las repetidas alusiones de Christoff a mi presunta ignorancia -en aquel preciso instante se embarcaba en una larga digresión encaminada a explicar un punto para mí absolutamente obvio- estaban consiguiendo llevarme poco a poco a la exasperación.

Pero al parecer yo no era el único impaciente. Varios de los presentes se movían incómodos en sus asientos. Advertí que la mujer joven de las gafas de cristales gruesos desplazaba su mirada airada de la cara de Christoff a la mía, y que -a juzgar por su semblante- varias veces estuvo a punto de interrumpir la perorata. Pero al final fue el hombre de pelo muy corto que estaba sentado a mi espalda quien intervino diciendo:

– Un momento, un momento. Antes de seguir, dejemos algo bien claro. De una vez por todas.

La risa del doctor Lubanski nos llegó de nuevo desde el fondo del café.

– Claude -dijo Christoff-, éste no es momento…

– ¡No! Ahora que está aquí el señor Ryder, quiero que la cuestión quede zanjada.

– Claude, no es momento de volver a sacar eso a colación… Estoy exponiendo mis razones para demostrar…

– Quizá sea trivial. Pero dejémoslo zanjado. Señor Ryder, ¿es cierto que las tríadas pigmentadas poseen valores emocionales intrínsecos con independencia del contexto? ¿Es usted de esa opinión?

Sentí que me convertía de súbito en el centro del recinto. Christoff me dirigió una rápida mirada, algo parecido a una súplica mezclada con miedo. Pero a la vista de la sinceridad de la pregunta -y, por descontado, del presuntuoso proceder de Christoff hasta el momento-, no vi razón alguna para no responder con la mayor de las franquezas. Así pues, dije:

– Una tríada pigmentada no posee propiedades emocionales intrínsecas. De hecho, su color emocional puede cambiar significativamente no sólo según el contexto, sino también según el volumen. Es mi opinión personal.

Nadie dijo nada, pero el impacto de mi afirmación era claramente perceptible. Una tras otra, las miradas se volvieron a Christoff, que ahora fingía ensimismarse en su carpeta. Al cabo el hombre llamado Claude dijo con voz apacible:

– Lo sabía. Siempre lo he sabido.

– Pero te convenció de que estabas equivocado -dijo el doctor Lubanski-. Te forzó a creer que estabas equivocado.

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? -clamó Christoff-. Claude, nos has llevado a una cuestión completamente tangencial. Y al señor Ryder no le sobra el tiempo. Hemos de volver al caso Offenbach.

Pero Claude parecía enfrascado en sus pensamientos. Al final se volvió y miró hacia el doctor Lubanski, que asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa grave.

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