Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– El señor Ryder dispone de muy poco tiempo -volvió a decir Christoff-. Así que si no os importa, trataré de resumir mis argumentos.

Christoff empezó a exponer los -a su juicio- puntos clave de la tragedia de la familia Offenbach. Había adoptado un aire como de indiferencia, aunque para entonces resultaba ya evidente que se hallaba profundamente trastornado. En cualquier caso, a estas alturas yo ya había dejado de escucharle; su comentario sobre mi escasez de tiempo disponible, sin embargo, me había hecho recordar de pronto que Boris seguía sentado en aquel pequeño café, esperándome.

Caí en la cuenta de que, desde que lo había dejado allí solo, había transcurrido un lapso de tiempo considerable. Visualicé al pequeño al poco de mi partida, sentado en un rincón del local con su bebida y su pastel, aún lleno de expectación ante la excursión que le esperaba. Podía verlo mirando alegremente hacia los clientes sentados en la soleada terraza, y de cuando en cuando más allá, hacia el tráfico de la calle, al que pronto se incorporaría él camino del antiguo apartamento. Volvería a recordar una vez más el antiguo apartamento, el armario de la esquina de la sala donde -cada día estaba más seguro- había dejado la caja que contenía al Número Nueve. Luego, con el paso de los minutos, las dudas que siempre se habían mantenido al acecho en alguna parte, las dudas que hasta entonces había conseguido mantener bien soterradas, empezarían a reptar hacia la superficie. Pero Boris aún conseguiría seguir un tiempo más sin dejarse vencer por el desánimo. Me habían demorado inesperadamente, eso era todo. O me había ido a alguna parte a comprar algo de comer para la excursión. En cualquier caso, al día aún le quedaban muchas horas por delante. Luego, la camarera escandinava le preguntaría si quería tomar algo más, y al hacerlo delataría cierto tono de preocupación que a Boris no le pasaría inadvertido. Y él intentaría un renovado despliegue de despreocupación, quizá pidiendo bravuconamente otro batido. Pero los minutos seguirían pasando, inexorables. Boris vería que, fuera en la terraza, clientes que habían llegado mucho más tarde que él doblaban el periódico, se levantaban y se marchaban. Vería cómo el cielo se iba nublando, cómo el día avanzaba hacia la tarde. Volvería a pensar en el antiguo apartamento que tanto había amado, en el armario de la sala, en el Número Nueve, y poco a poco, a medida que iba apurando lo que quedaba del pastel de queso, empezaría de nuevo a hacerse a la idea de que una vez más iba a fallarle, de que no íbamos a llevar a cabo la excursión proyectada.

Varias voces gritaban a mi alrededor. Un joven de traje verde se había levantado y trataba de llamar la atención de Christoff sobre determinado punto, mientras al menos otros tres agitaban los dedos en el aire tratando de hacer hincapié sobre algo.

– Pero eso no viene a cuento -les decía Christoff a voz en cuello-. Y, en todo caso, es sólo la opinión personal del señor Ryder…

Ello concitó una lluvia de virulentas críticas en su contra; casi todos los presentes querían responder al mismo tiempo. Pero al final Christoff volvió a acallar a gritos la protesta.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Me doy perfecta cuenta de quién es el señor Ryder! ¡Pero las condiciones locales, las condiciones locales! ¡Ésa es otra cuestión! ¡Él aún desconoce nuestras particulares condiciones! Pero yo… Yo tengo aquí…

El resto de su alegato fue ahogado por las protestas de los presentes, pero Christoff alzó la carpeta por encima de la cabeza y la blandió en el aire.

– ¡Qué temple! ¡Qué temple! -gritó el doctor Lubanski desde el fondo del café, y soltó una risotada.

– Con el debido respeto, señor -decía ahora Christoff dirigiéndose a mí directamente-. Con el debido respeto, me sorprende que no muestre más interés por informarse de nuestras condiciones locales. De hecho, estoy sorprendido… Estoy sorprendido de que, pese a su saber y competencia, se limite simplemente a sacar conclusiones…

Volvió a oírse, más furioso incluso que antes, el coro de protestas.

– Por ejemplo -gritó Christoff por encima del clamor-. Por ejemplo, me sorprendió mucho que permitiera que la prensa…, ¡le fotografiara ante el monumento a Sattler!

Para mi consternación, esto hizo que el clamor cesara de pronto por completo.

– ¡Sí! -Era evidente: Christoff estaba encantado con el efecto que había logrado crear en los presentes-. ¡Sí! ¡Yo mismo le he visto! Cuando fui a recogerle hace un rato. Estaba de pie frente al monumento a Sattler. ¡Sonriendo, señalándolo con gestos!

El conmocionado silencio continuaba. Algunos de los presentes parecían sentirse violentos, mientras otros -incluida la joven de las gafas de cristales gruesos- me miraban con mirada inquisitiva. Sonreí, y a punto estaba de hacer un comentario al respecto cuando la voz del doctor Lubanski, ahora preñada de autoridad y autodominio, nos llegó desde el fondo del local:

– Si el señor Ryder ha decidido hacer algo así, su gesto sólo puede significar una cosa. Que la magnitud de nuestra desorientación es aún mayor de lo que sospechábamos.

Los ojos de los presentes se volvieron hacia él: el doctor Lubanski avanzó unos pasos hacia el grupo, se detuvo e inclinó la cabeza hacia un lado como si escuchara los sonidos ahogados de la autopista. Y luego prosiguió:

– El mensaje que nos dirige es algo que todos deberíamos tener muy en cuenta. ¡El monumento a Sattler! ¡Claro, tiene razón! ¡No se trata de ningún exceso, no señor! ¡Miraos a vosotros mismos, tratando aún de aferraras a las ideas necias de Henri! Hasta los que hemos comprendido al fin lo que valen, hasta nosotros, digo, hemos seguido mostrándonos complacientes con ellas. ¡El monumento a Sattler! ¡Sí, exacto! Nuestra ciudad se halla en un momento crítico. ¡Crítico!

Resultaba gratificante que el doctor Lubanski hubiera puesto de relieve de inmediato lo absurdo de la denuncia de Christoff, al tiempo que subrayaba el enérgico mensaje que yo había querido transmitir a la ciudad. Mi indignación contra Christoff, con todo, era ahora tan viva que decidí que había llegado el momento de bajarle los humos. Pero los presentes se habían puesto de nuevo a gritar todos a un tiempo. El hombre llamado Claude golpeaba una y otra vez la mesa con el puño para recalcar determinado punto ante un hombre de pelo entrecano con tirantes y botas embarradas. Al menos cuatro personas, desde diferentes partes del local, gritaban a Christoff. La situación parecía abocada al caos, y se me ocurrió que aquel era un momento tan bueno como el que más para largarme. Pero en el preciso instante en que me estaba levantando, la joven de gafas de cristales gruesos se «materializó» ante mí y dijo:

– Señor Ryder, por favor, vayamos hasta el fondo del asunto. Díganos: ¿tiene razón Henri al sostener que, en la obra de Kazan, no podemos abandonar la dinámica circular a cualquier costa?

No había hablado muy alto, pero su voz poseía la propiedad de resultar penetrante con independencia del volumen. Todos oyeron la pregunta, y el café se sumió al punto en el silencio. Varios de sus compañeros le dirigieron miradas incisivas, pero ella les miró a su vez con ojos duros y desafiantes.

– Sí, quiero preguntárselo -dijo-. Es una oportunidad única. No podemos desperdiciarla. Quiero preguntárselo. Señor Ryder, por favor, respóndanos.

– Pero aquí tengo los hechos… -musitó Christoff en tono mísero-. Aquí mismo. Lo tengo todo…

Nadie le hizo el menor caso. Las miradas volvían a estar fijas en mí. Consciente de que tendría que escoger cuidadosamente mis próximas palabras, me tomé el tiempo necesario. Y al final dije:

– Mi opinión personal es que Kazan nunca se sirve de las limitaciones formalizadas. Ni de la dinámica circular, ni siquiera de la estructura de barras. Lo que sucede es que hay demasiados estratos superpuestos, demasiadas emociones, sobre todo en sus obras últimas.

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