Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Miren -le interrumpí con suavidad-. Hay muchas cosas que no han salido como estaban planeadas. Me sorprende que no hayan oído lo que ha pasado; pero, claro, dadas las circunstancias… -Hice una pausa, y luego, tomando aliento, dije con voz más firme-: Lo siento, pero lo cierto es que hay muchas cosas, no sólo el pequeño discurso en favor de ustedes que tenía preparado, que no han salido según lo planeado.

– Así que me está diciendo, señor… -El mozo barbudo dejó la frase en suspenso, y bajó la cabeza con expresión decepcionada. Los otros maleteros, que habían estado mirándome con fijeza, fueron bajando, uno a uno, la mirada. Y al cabo uno de ellos, desde el fondo del grupo, me espetó en un tono casi iracundo:

– Gustav no ha parado de preguntarlo. Hasta el final. No ha parado de preguntarlo: «¿Se sabe algo ya del señor Ryder?» Hasta el último suspiro…

Varios de sus colegas se apresuraron a calmarle, y luego siguió un largo silencio. Finalmente, el maletero barbudo, sin dejar de mirar hacia la hierba, dijo:

– No importa. Seguiremos intentándolo, igual que siempre. De hecho lo intentaremos con más empeño que nunca. No vamos a fallarle a Gustav. Él siempre fue nuestro guía, y nada va a cambiar ahora que se ha ido. Tenemos una ardua y difícil lucha por delante, siempre la hemos tenido, lo sabemos, y no va a ser menos dura de ahora en adelante. Pero no vamos a bajar la guardia, no vamos a ceder un ápice. Recordaremos a Gustav y seguiremos en la brecha. Por supuesto, su pequeño discurso, señor, si hubiera podido pronunciarlo, habría sido…, nos habría ayudado mucho, no hay duda. Pero, claro, si llegado el momento no le ha parecido oportuno…

– Escuche -dije, empezando a impacientarme-. Sabrán muy pronto lo que ha sucedido. La verdad es que me sorprende que no se hayan preocupado por estar más al tanto de los asuntos de mayor trascendencia de su comunidad. Es más: parecen no tener ni idea de la clase de vida que me veo obligado a llevar. De las grandes responsabilidades a las que debo hacer frente. Ahora mismo, mientras estoy aquí hablando con ustedes, he de pensar en mi próximo compromiso en Helsinki. Si las cosas no les han salido como esperaban, lo siento mucho. Pero no tienen ningún derecho a venir a importunarme de este modo…

Las palabras se apagaron en mis labios. A mi derecha, a lo lejos, había un sendero que partía de la sala de conciertos y se internaba en el bosque cercano. Llevaba ya cierto tiempo viendo cómo una columna de personas subía por él y se perdía entre los árboles. De vuelta a casa -me dije- para descansar un par de horas antes de dar comienzo a la jornada. De pronto divisé a Sophie y a Boris, que, mezclados entre la gente, subían con paso resuelto por el sendero. El chico había vuelto a rodear con el brazo -en ademán protector- el hombro de su madre, pero por lo demás nada hacía sospechar el dolor que sin duda les embargaba por su reciente pérdida. Traté de ver la expresión de sus caras, pero estaban demasiado lejos, e instantes después también ellos se perdieron entre los árboles.

– Lo siento -dije, en tono más calmado, volviéndome a los maleteros-, pero ahora deben excusarme.

– No vamos a ceder ni un ápice -dijo el maletero barbudo en voz baja, con la mirada aún fija en el suelo-. Un día lo conseguiremos. Ya lo verá.

– Disculpe…

Y, cuando me estaba retirando, llegó el camarero que había estado esperando en vano y se abrió paso entre los maleteros para llegar hasta el carrito. Recordando el plato que aún mantenía oculto a mi espalda, se lo puse en las manos sin miramientos.

– El servicio, esta mañana, ha sido horroroso -dije fríamente antes de alejarme con paso vivo.

38

El sendero surcaba el bosque en línea recta, de modo que pude ver claramente al fondo la alta verja de hierro. Sophie y Boris se habían alejado mucho, y aunque caminé lo más rápido que pude durante un buen rato, apenas logré reducir la distancia que nos separaba. Había, además, un grupo de jóvenes que no hacía más que obstaculizar mi marcha. Caminaban un poco más adelante y, cada vez que trataba de adelantarles, apretaban el paso o se abrían hacia los lados hasta tapar por completo el sendero. Al final, cuando vi que Sophie y Boris estaban a punto de alcanzar la calle que discurría tras la verja, eché a correr y pasé por el medio del grupo de jóvenes, sin importarme ya la impresión que pudiera causar en ellos.

Luego seguí avanzando a paso rápido, pero a pesar de ello no logré acortar la distancia suficiente para poder llamarles, y Sophie y Boris cruzaron la verja de hierro. Cuando llegué a ella, me había quedado casi sin aliento, y tuve que tomarme un respiro.

Me encontraba en uno de los bulevares cercanos al centro de la ciudad. El sol de la mañana bañaba la acera opuesta. Las tiendas seguían cerradas, pero había ya bastante gente camino de su trabajo. Entonces, a mi izquierda, vi una cola que estaba subiendo a un tranvía, y a Sophie y a Boris llegando en ese momento a ella. Volví a echar a correr, pero el tranvía debía de estar más lejos de lo que había imaginado, porque a pesar de avanzar a la carrera no lo alcancé hasta que la cola hubo montado toda ella y el tranvía reanudaba ya la marcha. Agité frenéticamente los brazos hasta que el conductor me vio y se detuvo, y me subí como pude al tranvía.

El conductor arrancó y yo avancé tambaleándome por el pasillo. Me faltaba tanto el resuello que apenas pude reparar en que el tranvía se hallaba medio lleno, y sólo cuando me dejé caer en un asiento del fondo me di cuenta de que por fuerza tenía que haber pasado junto a Sophie y Boris. Sin dejar de jadear, me incliné hacia un lado y miré a lo largo del pasillo.

El tranvía estaba dividido en dos secciones, separadas por una plataforma para las puertas de salida. En la sección delantera, los asientos se hallaban dispuestos en dos largas hileras, la una enfrente de la otra, y vi a Sophie y a Boris sentados en el lado bañado por el sol, no lejos de la cabina del conductor. No podía verlos bien a causa de unos pasajeros que iban de pie, asidos a las correas de sujeción, en la plataforma de salida, y me incliné un poco más hacia el centro del pasillo. Al hacerlo, el hombre que se sentaba frente a mí -en la sección trasera, los asientos se disponían en pares, adosados y opuestos unos a otros-, se dio una palmada en el muslo y dijo:

– Parece que viene otro día soleado…

Iba vestido con pulcritud, aunque modestamente, con una chaquetilla de cremallera. Un obrero especializado -pensé-, quizá un electricista. Le dirigí una rápida sonrisa, y acto seguido se puso a contarme algo sobre un edificio en el que sus colegas y él llevaban ya unos días trabajando. Le escuché sin demasiada atención, sonriéndole ocasionalmente o emitiendo algún sonido de asentimiento. Entretanto, mi visión de Sophie y Boris se iba viendo obstaculizada más y más por la gente que se levantaba de sus asientos y se agolpaba en la plataforma de salida.

El tranvía se detuvo en una parada, y la gente se apeó y mi campo visual se despejó un tanto. Boris, tan dueño de sí mismo como antes, rodeaba con el brazo el hombro de su madre, y observaba a los pasajeros con recelo, como si constituyeran una amenaza para ella. Yo seguía sin poder ver la expresión de Sophie. Pero veía que, cada varios segundos, hacía un irritado movimiento en el aire con la mano, como para apartar a algún insecto volador que la estuviera importunando.

Me disponía a volver a cambiar de posición para poder ver mejor cuando me percaté de que el electricista había sacado a colación el tema de sus padres. Ambos eran octogenarios -me contaba-, y aunque hacía todo lo posible por ir a verlos todos los días, cada vez le resultaba más difícil hacerlo a causa de su actual trabajo. Me asaltó de pronto un pensamiento, y le interrumpí diciendo:

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