Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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siendo hermosa, ¿por qué esperar un minuto más? ¿Qué más pruebas necesitas? Déjame, déjame. Encuentra a otro que te merezca. Un Kosminsky, un Hallier, un Ryder, un Leonhardt… ¿Cómo pudiste llegar a cometer tamaño error? Abandóname, te lo ruego, abandóname… ¿No te das cuenta de lo odioso que es ser tu carcelero? No, peor aún: los mismísimos grillos en tus tobillos. Abandóname, abandóname… -Hoffman, de pronto, se agachó hacia adelante y, llevándose el puño a la frente, ejecutó el movimiento que le había visto ensayar horas antes-. Mi amor, mi amor, abandóname… Mi situación se ha vuelto insostenible. A partir de esta noche, mi fingimiento, al fin, ha cesado. Todos lo sabrán, hasta el niño más pequeño de la ciudad. A partir de esta noche, cuando me vean afanado en mi trabajo, sabrán que no tengo nada. Ni talento, ni sensibilidad, ni finura… Abandóname, abandóname. ¡No soy sino un buey, un buey, un bueyl

Volvió a ejecutar la operación de antes: con el codo proyectado extrañamente hacia adelante, se golpeó la frente con el puño. Luego cayó de rodillas y se echó a llorar.

– Una ruina -susurró entre sollozos-. Todo ha sido una ruina…

La señora Hoffman se había dado la vuelta, y miraba a su marido con fijeza, con detenimiento. No parecía experimentar el menor asombro por el arrebato de su esposo, y una expresión de ternura, casi de añoranza, se instaló en sus ojos. Dio un paso vacilante, y luego otro, hacia la figura doblada de Hoffman. Luego, despacio, extendió una mano como para tocarle con suavidad la parte superior de la cabeza. Su mano quedó suspendida un instante sobre Hoffman, sin llegar a tocarle, y luego se retiró. Y al momento siguiente se había dado media vuelta y había desaparecido al fondo del pasillo.

Hoffman siguió llorando, visiblemente ajeno a los últimos movimientos de su esposa. Me quedé mirándole sin saber qué hacer. Luego, de pronto, me di cuenta de que tendría que estar ya en el escenario. Y recordé con una oleada de emoción que hasta el momento había sido incapaz de dar con rastro alguno de la presencia de mis padres en la sala de conciertos. Mis sentimientos hacia Hoífman, hasta entonces muy cercanos a la piedad, cambiaron súbitamente, y, acercándome a él, le grité al oído:

– Señor Hoffman: puede que usted haya hecho una ruina de su velada. Pero no voy a dejarme arrastrar por usted en su fracaso. Tengo intención de salir al escenario y tocar el piano. Haré todo lo que esté en mi mano para traer un poco de orden a los actos de esta noche. Pero, antes que nada, señor Hoffman, exijo saber de una vez por todas qué ha sido de mis padres.

Hoífman alzó los ojos, y pareció un tanto sorprendido al ver que su mujer se había marchado. Luego, mirándome con cierta irritación, se levantó.

– ¿Qué es lo que dice que quiere, señor? -preguntó con aire cansino.

– Mis padres, señor Hoffman… ¿Dónde están? Me aseguró usted que serían atendidos debidamente. Y antes, cuando he mirado en la sala, no estaban entre los invitados. Estoy a punto de salir al escenario y desearía que mis padres estuvieran confortablemente sentados en sus butacas. Así que ahora, señor, debo exigirle que me responda: ¿dónde están mis padres?

– Sus padres, señor… -Hoffman inspiró profundamente y se pasó una mano por el pelo con aire fatigado-. Tendrá que preguntárselo usted a la señorita Stratmann. Yo me he limitado a supervisar las líneas maestras de la velada. Y dado que, como ha podido comprobar, he sido un auténtico fracaso a ese respecto, malamente puede esperar que sea capaz de responder a su pregunta…

– Sí, sí, sí -dije, más impaciente por momentos-. ¿Y dónde está la señorita Stratmann?

Hoffman suspiró y señaló por encima de mi hombro. Volví la cabeza y vi una puerta a mi espalda.

– ¿Está ahí dentro? -pregunté en tono severo.

Hoffman asintió con la cabeza, y luego, llegando con paso tambaleante hasta la hornacina donde había estado su esposa, se puso a mirarse en el espejo.

Llamé con fuerza a la puerta. Como no obtuve respuesta, volví a lanzarle a Hoffman una mirada acusadora. Ahora estaba inclinado sobre la repisa de la hornacina. Iba a descargar sobre él toda mi cólera cuando me llegó una voz que me invitaba a entrar. Lancé una última mirada a la figura encorvada de Hoffman y abrí la puerta.

36

La amplia y moderna oficina en la que me encontraba no se parecía en nada a ningún otro lugar que yo conociera del edificio. Era una especie de anexo, todo de cristal. No había iluminación alguna, y vi que finalmente había despuntado el alba. Suaves retazos de sol temprano fluctuaban sobre los inseguros montones de papeles, los archivadores, las carpetas y directorios esparcidos por las mesas. Había tres mesas, pero la señorita Stratmann estaba sola en la oficina.

Parecía estar muy ocupada, y me extrañó que hubiera apagado las luces, pues el pálido fulgor reinante era claramente insuficiente para leer o escribir. Sólo se me ocurrió conjeturar que la señorita Stratmann había apagado las luces momentáneamente para disfrutar de la vista del sol alzándose en la lejanía, tras los árboles. Y, en efecto, cuando entré la vi sentada en su mesa, con el auricular del teléfono en la mano y la mirada perdida en el paisaje que se divisaba a través de los gigantescos ventanales.

– Buenos días, señor Ryder -dijo, volviéndose hacia mí-. Estaré con usted en un segundo. -Siguió hablando por teléfono-: Sí, dentro de unos cinco minutos. Las salchichas también. Tendréis que empezar a freirlas dentro de unos minutos. Y la fruta. La fruta debería estar ya preparada.

– Señorita Stratmann -dije, acercándome a su mesa-. Hay asuntos más urgentes que dilucidar el momento idóneo para freír unas salchichas.

Me dirigió una rápida mirada, y volvió a decir:

– Le atenderé en un momento, señor Ryder.

Siguió hablando por teléfono, y escribió algo en un papel.

– Señorita Stratmann -dije, endureciendo el tono-. Tengo que pedirle que deje el teléfono y escuche lo que tengo que decirle.

– No cuelgues -dijo la señorita Stratmann a su interlocutor telefónico-. Tengo aquí una persona a la que será mejor que atienda. No tardaré nada. -Dejó a un lado el auricular y me dirigió una mirada airada-. ¿De qué se trata, señor Ryder?

– Señorita Stratmann -dije-. La primera vez que nos vimos, me aseguró usted que me tendría perfectamente informado de todos los aspectos de mi visita a la ciudad. Que me asesoraría en todo lo relacionado con mi programa y con la naturaleza de mis compromisos. Creí, pues, que era usted alguien con quien se podía contar para todo. Lamento tener que decir que mis expectativas se han visto bastante defraudadas.

– Señor Ryder, no sé a qué viene esa diatriba. ¿Hay algo en particular de lo que esté descontento?

– Estoy descontento con todo, señorita Stratmann. No he recibido informaciones importantes cuando las he necesitado. No he sido avisado de cambios de última hora en mi programa. No se me ha prestado apoyo o asistencia en momentos cruciales. Como resultado, no he podido prepararme para hacer frente a mis obligaciones como yo habría deseado. Sin embargo, y pese a todo lo que le menciono, me dispongo a salir en breve al escenario, donde trataré de salvar algo del desastre en que parece haberse convertido esta velada. Pero, antes de todo, tengo una cosa muy sencilla que preguntarle. ¿Dónde están mis padres? Han llegado hace ya rato en un carruaje con caballos, pero cuando he mirado en el auditórium no he podido verlos. No están en ninguno de los palcos ni en ninguno de los asientos preferentes del patio de butacas. Así que se lo pregunto otra vez, señorita Stratmann: ¿dónde están mis padres? ¿Por qué no han sido atendidos con el cuidado que prometieron dedicarles?

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