Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Afortunadamente, Geoffrey Saunders daba la impresión de conocer perfectamente el camino y de trazar la ruta a través de la oscuridad sin dificultad alguna. Mientras le seguíamos de cerca, me vino a la memoria un recuerdo de nuestros días escolares, el de cierta desapacible mañana de invierno en Inglaterra, con el cielo nublado y la tierra cubierta de escarcha. Yo tenía entonces catorce o quince años y estaba en el exterior de un pub, en compañía de Geoffrey Saunders, en algún remoto lugar del Worcestershire, en pleno campo. Nos habían emparejado para marcar el trazado de una carrera de cross-country, y nuestra tarea consistía en indicar a los corredores, a medida que iban saliendo de la niebla, la dirección correcta que debían seguir a través de un prado próximo. Aquella mañana yo me sentía especialmente triste, y después de pasar un cuarto de hora allí juntos contemplando en silencio la niebla, a pesar de todos mis esfuerzos por reprimirlas, se me saltaron las lágrimas. Yo entonces no conocía bien a Geoffrey Saunders, aunque -como todos- siempre me había esforzado por causarle buena impresión. Por eso me sentí especialmente mortificado, y mi primera impresión, una vez hube conseguido dominar mis emociones, fue que él me dedicaba el más profundo de los desprecios. Pero he aquí que de pronto se puso a hablar, al principio sin mirarme, pero luego volviéndose hacia mí de cuando en cuando. No podía recordar ahora cuáles habían sido sus palabras en aquella mañana brumosa, pero sí, nítidamente, la impresión que me habían causado. Porque, incluso en mi estado de autocompasión, fui capaz de advertir la gran generosidad de que me estaba dando muestras, y sentí una profunda gratitud hacia él. En aquel instante, también, me di cuenta por vez primera, con algo semejante a un escalofrío, de que en aquel condiscípulo modelo había un aspecto oculto: una dimensión profunda y vulnerable que auguraba que jamás llegaría a colmar todas las expectativas que el mundo había Puesto en su persona. Ahora, mientras seguíamos caminando en la noche, traté de volver a recordar lo que me había dicho aauella mañana, pero no lo conseguí.

Con el terreno llano, Boris pareció recobrar el aliento y otra vez comenzó a hablar en susurros. Animado tal vez por la sensación de que estábamos a punto de llegar a nuestro lugar de destino, sacó la energía suficiente para darle una patada a un guijarro que encontró en el camino y exclamar en voz alta:

– ¡Número Nueve!

La piedra saltó por encima de las asperezas del suelo y fue a caer en algún lugar con agua oculto en la negrura.

– ¡Eso ya está mejor! -le dijo Geoffrey Saunders-. ¿Juegas de delantero centro? ¿Con el número nueve a la espalda?

Como Boris no respondiera, me apresuré a decir:

– ¡Oh, no! Se refiere a su jugador favorito.

– ¿De veras? Veo mucho fútbol. Por la tele, quiero decir. -Se inclinó nuevamente hacia Boris-. ¿Quién es ese Número Nueve tuyo?

– No, ya te digo que es sólo su jugador favorito -repetí.

– Como delantero centro -prosiguió Geoffrey Saunders-, a mí me encanta ese holandés que juega en el Milán. ¡Ése sí que es bueno!

Iba yo a decir algo que explicara lo del Número Nueve cuando de pronto nos detuvimos. Vi que estábamos al borde de una gran pradera, cuya extensión no sabría precisar, aunque adiviné que se prolongaba hasta mucho más allá de lo que alcanzábamos a ver a la luz de la luna. Mientras permanecíamos allí, un fuerte viento ondulaba la hierba e iba a perderse en la oscuridad.

– Tengo la sensación de que nos hemos perdido -le dije a Geoffrey Saunders-. ¿Sabes por dónde vas?

– ¡Oh, sí! Vivo aquí cerca. Por desgracia no puedo pedirte que vengas a casa ahora, porque estoy muy cansado y he de irme a dormir. Pero estaré preparado para recibirte mañana. A cualquier hora a partir de las nueve.

Miré a través del campo hacia la negrura del fondo.

– Si he de serte sincero, creo que estamos en un pequeño apuro -le dije-. Verás… íbamos camino del apartamento de esa mujer que antes nos precedía. Pero ahora nos hemos perdido y no tengo la menor idea de cuál es su dirección. Dijo algo…, que vivía junto a una iglesia medieval, creo.

– ¿La iglesia medieval? ¡Eso está en el centro de la ciudad!

– ¡Ah! ¿Podemos llegar atajando por ahí? -pregunté señalando el prado.

– ¡Qué va! No hay nada por ahí. Sólo vacío. La única persona que vive en esa dirección es ese tipo, Brodsky.

– Brodsky -murmuré-. ¡Humm! Hoy le he oído ensayar en el hotel… Parece que en esta ciudad lo conocéis todos.

Geoffrey Saunders me miró fijamente, de forma que me hizo sospechar que mi observación le había parecido estúpida.

– Bueno…, lleva viviendo aquí muchos años. ¿Por qué no íbamos a conocerle?

– Sí, sí…, claro.

– Resulta algo difícil de creer que al viejo loco se le haya metido entre ceja y ceja dirigir una orquesta… Pero ya veremos qué pasa. Las cosas no pueden ir mucho peor. Y si a ti te da por decir que Brodsky es el culpable, bueno…, ¿quién soy yo para discutírtelo?

No se me ocurría qué responderle. En todo caso, Geoffrey Saunders se apartó bruscamente del prado diciendo:

– No, no… La ciudad está por ahí. Puedo indicaros el camino, si queréis.

– Te quedaremos muy agradecidos -le aseguré, mientras una ráfaga de viento frío se colaba entre nosotros.

– Veamos… -Geoffrey Saunders permaneció pensativo unos instantes. Luego dijo-: Para seros franco, más valdría que tomarais un autobús. Desde aquí tenéis media hora larga de camino. Me imagino que la mujer te convenció de que su apartamento quedaba a dos pasos. Bueno…, lo hacen siempre. Es uno de sus trucos. No se les debe dar crédito. Pero no habrá problema si tomáis el autobús. Te mostraré dónde hay una parada.

– De verdad que te lo agradeceremos -reiteré-. Boris se está quedando helado. Confío en que esa parada no esté lejos…

– ¡Oh, no, muy cerquita! Sigúeme, muchacho.

Geoffrey Saunders dio media vuelta y nos hizo retroceder hacia la granja abandonada. Me pareció, sin embargo, que no desandábamos el camino de antes y, en efecto, al poco tiempo nos encontramos caminando por una calle estrecha en lo que parecía un arrabal no muy opulento de la ciudad. A ambos lados de la calle se alineaban hileras de casas. De tanto en tanto podía ver alguna ventana iluminada, pero la mayoría de sus moradores parecían haberse ido ya a la cama.

– Todo irá bien ahora -le dije en voz baja a Boris, que parecía exhausto-. Encontraremos el apartamento enseguida. Y tu madre nos tendrá todo preparado para cuando lleguemos.

Pasamos por delante de otras hileras de casas. Y Boris volvió a murmurar:

– El Número Nueve… Es el Número Nueve…

– Pero, veamos…, ¿a qué Número Nueve te refieres? -preguntó Geoffrey Saunders, volviéndose hacia él-. Te refieres a ese holandés, ¿no?

– El Número Nueve es el mejor jugador de la historia del fútbol -afirmó Boris.

– Sí, bueno… pero ¿de quién hablas? -En la voz de Geoffrey Saunders había ahora una nota de impaciencia-. ¿Cómo se llama? ¿En qué equipo juega?

– Boris sólo está…

– ¡Una vez marcó diecisiete goles en los diez últimos minutos! -me cortó Boris.

– ¡Qué tontería! -Geoffrey Saunders parecía estar enfadado de verdad-. Creí que hablabas en serio. Y estás diciendo tonterías.

– ¡Lo hizo! -gritó Boris-. ¡Fue un récord mundial!

– ¡Vaya si lo fue! -le apoyé-. ¡Un récord mundial! -Y después, recuperando un tanto la compostura, solté una carcajada-. Vamos…, digo yo. Tenía que serlo, ¿no? -Sonreí a Geoffrey Saunders como pidiéndole ayuda, pero él no me hizo el menor caso.

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