Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– ¡Puedo correr mucho más! -gritó, y emprendió un trotecillo tirando de mí. Aunque enseguida aminoró nuevamente el paso con un gesto de dolor en la cara. Y en adelante, a pesar de que yo me esforcé en caminar algo más despacio, noté que jadeaba con cierta dificultad. Poco después se puso a murmurar entre dientes. No le presté mucha atención al principio, suponiendo que lo hacía para darse ánimos. Hasta que de pronto le oí decir:

– ¡El Número Nueve…! ¡Es el Número Nueve!

Le miré con curiosidad. Tenía el rostro sudoroso y frío, y se me ocurrió que sería bueno darle conversación.

– Ese Número Nueve…, ¿qué es? ¿Un futbolista?

– El mejor futbolista del mundo.

– El Número Nueve… Sí, claro.

Unos metros delante de nosotros, la figura de Sophie desapareció al doblar una esquina y noté que la mano de Boris se asía con más fuerza a la mía. Hasta aquel instante no había reparado en la distancia que había llegado a haber entre su madre y nosotros y, por más que avivamos nuestro paso, me pareció que tardábamos una eternidad en alcanzar la esquina. Cuando la doblamos al fin, vi con disgusto que Sophie se había distanciado aún más de nosotros.

Seguíamos caminando entre sucias paredes de ladrillo, algunas con grandes manchones de humedad. El pavimento no era nada liso, y a la luz de las farolas podía ver en él brillantes charcos de agua.

– No te preocupes -le dije a Boris-. Ya estamos llegando.

El pequeño continuaba murmurando para sí, repitiendo al compás de su respiración entrecortada:

– Número Nueve… Número Nueve…

Aquellas alusiones de Boris al «Número Nueve» habían hecho resonar en mí desde el principio algo como un timbre lejano. Pero ahora, al oírlo de nuevo, recordé que aquel «Número Nueve» no era un jugador de fútbol real, sino uno de los futbolistas en miniatura que formaban parte de su juego de mesa: figuritas de alabastro, lastradas en la base, que, mediante golpecitos con el dedo, podían regatear, pasarse o chutar una diminuta pelota de plástico. El juego estaba diseñado para que compitieran dos jugadores, controlando cada cual su equipo, pero Boris solía jugar solo y se pasaba horas y horas delante del tablero montando partidos llenos de incidencias dramáticas y emocionantes lances. Tenía seis equipos diferentes completos, porterías en miniatura a las que no les faltaba una red auténtica, y un fieltro verde que se desplegaba para formar el terreno de juego. El niño había despreciado olímpicamente la presunción de los fabricantes de que le encantaría pensar que los equipos eran «reales», como el Ajax de Amsterdam o el AC Milán, por ejemplo, y los había bautizado con nombres inventados. A los jugadores, sin embargo -y a pesar de que Boris había llegado a conocer perfectamente las cualidades y defectos de cada uno-, no les había asignado ningún nombre, y prefería llamarlos simplemente por el número de sus respectivas camisetas. Y tal vez por no estar familiarizado con la relación que se da en el fútbol entre la numeración de la camiseta y el puesto a desempeñar en el equipo, o simplemente por un capricho más de su imaginación, lo cierto es que el número del jugador no tenía nada que ver con la misión que le asignaba Boris en el campo. Y así el Número Nueve podía ser muy bien un legendario defensa central, y el «dos» un joven y prometedor extremo.

Aquel Número Nueve jugaba en el equipo favorito de Boris Y era, con mucho, el mejor dotado de los jugadores. Pero, a pesar de su extraordinaria técnica, poseía una personalidad sumamente tornadiza. Su posición habitual era la de centrocampista; pero a menudo, durante largas fases del juego, le daba por perderse en alguna zona intrascendente del terreno de juego, olvidando en apariencia que su equipo se hallaba en una situación desesperada. Y así, en ocasiones durante una hora larga, el Número Nueve permanecía en el campo como aletargado, mientras su equipo encajaba cuatro, cinco y hasta seis goles, hasta el punto de que el comentarista -porque siempre había un comentarista transmitiendo el partido- se veía obligado a decir:

– El Número Nueve no acaba de entrar en juego… No sabemos qué le pasa.

Pero luego, quizá faltando sólo veinte minutos para la conclusión del partido, el Número Nueve mostraba un atisbo de su indiscutible clase y evitaba un gol «cantado» en contra de su equipo con una intervención rayana en la genialidad.

– ¡Ahora sí! -exclamaría el comentarista-. Ahora sí que el Número Nueve da la medida de su talento.

A partir de ese instante, el Número Nueve parecía recuperar su forma a marchas forzadas, y no tardaba en comenzar a marcar un tanto tras otro, hasta el punto de que todo el equipo contrario estaría ocupado en evitar a cualquier precio que el jugador recibiera el balón. Lo que no impedía que, más tarde o más temprano, llegara hasta él la pelota y entonces, sin importar cuántos adversarios hubiera entre su posición y la línea de meta, el Número Nueve se las arreglaba para encontrar el camino del gol. Pronto la inevitabilidad de la jugada era tal en cuanto se hallaba en posesión del balón, que el comentarista anunciaba el gol, con cierto tono de resignada admiración, en el instante mismo en que el Número Nueve se hacía con el esférico, aunque estuviera en su propia línea de medios, sin aguardar a que el balón se colara en la portería contraria. Y también los espectadores -porque los había, naturalmente- rugían de entusiasmo en cuanto veían al Número Nueve iniciar la jugada…, en un clamor que se prolongaba con igual intensidad mientras el jugador driblaba a sus oponentes, chutaba fuera del alcance del guardameta y se volvía para recibir las felicitaciones de sus agradecidos compañeros de equipo.

Mientras yo recordaba todo esto, me vino también a la memoria la vaga idea de algún problema relacionado últimamente con el Número Nueve, así que interrumpí los murmullos de Boris para preguntarle:

– ¿Qué tal está esta temporada el Número Nueve? ¿En buena forma?

Boris dio unos pasos más en silencio, y respondió:

– Nos hemos olvidado la caja.

– ¿La caja?

– Al Número Nueve se le despegó la base. Les pasa a algunos, y es fácil repararlos. Lo puse en una caja aparte para arreglarlo en cuanto mamá comprara el pegamento. Una caja especial, para tenerlo a mano. Pero nos lo olvidamos.

– Comprendo. Quieres decir que lo dejasteis donde vivíais antes.

– A mamá se le olvidó embalarlo con las demás cosas. Pero dijo que pronto podríamos volver a buscarlo. Al antiguo apartamento. Tiene que estar allí. Y ahora que tenemos el pegamento adecuado, podré arreglarlo. Aún me queda un poco.

– ¡Ya!

– Mamá dice que todo irá bien, que se encargará de avisar a los nuevos inquilinos para que no lo tiren por error. Dice que volveremos allí pronto.

Tuve la clara sensación de que Boris estaba sugiriendo algo y, cuando volvió a su mutismo, le dije:

– Si tú quieres, Boris, podría llevarte allí. Sí, creo que podríamos ir los dos juntos, tú y yo. Al antiguo apartamento para recoger al Número Nueve. Podemos hacerlo cuando quieras. Mañana incluso, si dispongo de un rato libre. Y después, como que ya tienes el pegamento… Enseguida volverá a estar como antes. No te preocupes. Iremos muy pronto a buscarlo.

Sophie había desaparecido otra vez, tan bruscamente ahora que pensé que se habría metido en algún portal. Boris tiró de mí y nos apresuramos para llegar hasta el lugar donde la habíamos visto perderse.

Pronto descubrimos que Sophie se había metido, en realidad, por un callejón lateral cuya entrada era poco más que un resquicio en el muro. Bajaba en fuerte pendiente y era tan estrecho que daba la impresión de que no se podía recorrer sin arañarse el codo en alguna de las ásperas paredes que lo flanqueaban. Sólo dos farolas disipaban la oscuridad, una hacia la mitad y otra en el extremo opuesto.

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