– Nunca lo supe, Tommy. Fue muy bonito de tu parte.
– Bueno, no sirvió de mucho. Y te aseguro que quería encontrarla para que te pusieras contenta. Cuando al final me di cuenta de que no iba a lograrlo, me dije a mí mismo que algún día iría a Norfolk y allí la encontraría.
– El rincón perdido de Inglaterra -dije, y miré a mi alrededor y añadí-: ¡Estamos en él!
Tommy miró también a su alrededor, y los dos nos paramos. Estábamos en otra calle lateral, no tan estrecha como la de la galería de arte. Durante un momento estuvimos mirando a un lado y a otro con aire teatral, y al cabo soltamos unas risitas.
– Así que no era ninguna idea tonta -dijo Tommy-. En Woolworth's tienen cantidad de cintas, y he supuesto que también tendrían la tuya. Pero no creo que la tuvieran.
– ¿No crees que la tuvieran? Oh, Tommy, quieres decir que ni siquiera has mirado como es debido…
– Claro que sí, Kath; sólo que, bueno, es horrible que no haya podido acordarme del título. Tanto tiempo abriendo los arcones de los chicos y demás, allí en Hailsham, y no conseguir acordarme de cómo se titula… Era de Julie Bridges o algo así…
– Sí, es Judy Bridgewater. Canciones para después del crepúsculo.
Tommy sacudió la cabeza con solemnidad.
– Entonces seguro que no la tenían.
Me eché a reír y le di con el puño en un brazo. Tommy pareció desconcertado, así que dije:
– Es normal que no tengan nada de eso en Woolworth's, Tommy. En Woolworth's tienen los éxitos del momento. Judy Bridgewater es de hace siglos. Dio la casualidad de que apareció en uno de nuestros Saldos. ¡Pero en Woolworth's no vas a encontrarla, tonto!
– Bueno, ya te lo he dicho: no sé nada de ese tipo de cosas. Y tienen tantas cintas…
– Sí, tienen unas cuantas, Tommy. Oh, no te preocupes. Ha sido un detalle precioso. Estoy emocionada. Era una gran idea. Estamos en Norfolk, después de todo.
Echamos de nuevo a andar y Tommy dijo, en tono dubitativo:
– Bueno, por eso tenía que decírtelo. Quería sorprenderte, pero de nada ha servido. No sabría dónde mirar, por mucho que ahora sepa el título de la cinta. Pero ya que te lo he dicho, puedes ayudarme. Podemos buscarla juntos.
– ¿De qué estás hablando, Tommy?
Trataba de que sonara a reproche, pero no pude evitar reírme.
– Bueno, tenemos más de una hora. Es una oportunidad única.
– No seas tonto, Tommy. Te lo crees de verdad, ¿no es cierto? Lo del rincón de las cosas perdidas y demás…
– No necesariamente. Pero podemos mirar, ya que estamos aquí. Quiero decir que a ti te encantaría encontrarla, ¿no? ¿Tenemos algo que perder?
– De acuerdo. Eres un completo bobo, pero de acuerdo.
Tommy abrió los brazos en un gesto de impotencia.
– Bien, ¿adonde vamos, Kath? Como te he dicho, no soy nada bueno comprando.
– Tenemos que mirar en tiendas de segunda mano -dije, después de pensarlo un momento-. En esos sitios llenos de ropa vieja, de libros viejos. A veces suelen tener cajas llenas de discos y cintas.
– Muy bien. Pero ¿dónde están esas tiendas?
Cuando hoy pienso en aquel momento, allí en aquella pequeña calle lateral con Tommy, a punto de emprender nuestra búsqueda, siento que una calidez recorre mi interior. De pronto todo era perfecto: teníamos una hora por delante, sin ninguna otra cosa mejor que hacer. Tuve realmente que contenerme para no echarme a reír como una tonta, o ponerme a brincar en medio de la acera como una niña. No mucho tiempo atrás, cuando estuve cuidando a Tommy y saqué a colación nuestro viaje a Norfolk, me dijo que había sentido exactamente lo mismo. El momento en que decidimos ir en busca de la cinta perdida fue como si de pronto todas las nubes se hubieran despejado y no hubiera más que risa y diversión ante nosotros.
Al principio, no hacíamos más que entrar en sitios equivocados: librerías de segunda mano, tiendas llenas de aspiradoras viejas…, pero ninguna música en absoluto. Al cabo de un rato Tommy decidió que, como yo no tenía mucha más idea que él, tomaba el mando de la expedición. Así pues, por puro azar, de pronto descubrió una calle con cuatro tiendas del tipo que buscábamos, y casi una detrás de otra. Sus escaparates estaban llenos de vestidos, bolsos, anuarios escolares, y cuando entramos en ellas enseguida percibimos un agradable aroma a mundo añejo. Había montones de libros de bolsillo arrugados, cajas polvorientas llenas de tarjetas postales o de baratijas. Una de las tiendas estaba especializada en artículos hippies, mientras otra vendía medallas de guerra y fotos de soldados en el desierto. Pero todas ellas, en algún rincón, tenían una o dos grandes cajas de cartón llenas de elepés y cintas. Rebuscamos en aquellas tiendas, y si he de ser sincera, al cabo de unos minutos creo que Judy Bridgewater se había esfumado de nuestras cabezas. Sencillamente disfrutábamos buscando juntos entre aquellas cosas, perdiéndonos durante un rato y volviéndonos a ver otra vez juntos, tal vez compitiendo por la misma caja de baratijas en un polvoriento rincón iluminado por un rayo de sol.
Y por fin la encontré. Había estado hurgando en una hilera de casetes, con la mente en otra parte, cuando de pronto la vi allí, bajo mis dedos, con aspecto idéntico a aquella remota cinta del pasado: Judy, con su cigarrillo, mirando coquetamente al barman, con las palmeras desvaídas al fondo.
No solté ninguna exclamación, como había hecho un instante antes al encontrar alguna cosa que me había entusiasmado sólo a medias. Me quedé quieta, mirando la caja de plástico, sin saber muy bien si estaba o no loca de gozo. Durante unos segundos me llegó a parecer incluso una equivocación. La cinta había sido una excusa perfecta para divertirnos un poco, y ahora que la habíamos encontrado tendríamos que dejarlo. Tal vez fue ésa la razón por la que, para mi sorpresa, me quedé callada al principio; por la que incluso pensé en fingir que no la había visto. Y ahora que la tenía allí delante, había en ella algo vagamente embarazoso, como si se tratara de algo que debería haber dejado atrás al madurar y dejar de ser una chiquilla. De hecho llegué a pasar la casete como la hoja de un libro y permitir que le cayera encima la siguiente. Pero seguía estando el lomo, que no paraba de mirarme, y al final llamé a Tommy.
– ¿Es ésa? -dijo.
Parecía no creérselo, quizá porque no me veía haciendo grandes aspavientos.
Saqué la cinta y se la enseñé. Y de pronto sentí un placer muy intenso (y algo más, algo no sólo más complejo sino capaz de hacerme llorar a lágrima viva), pero contuve la emoción, y di un fuerte tirón del brazo de Tommy.
– Sí, es ésta -dije, y por primera vez sonreí con entusiasmo-. ¿No es increíble? ¡La hemos encontrado!
– ¿Crees que podría ser la misma? Me refiero a la misma. La que perdiste.
Al darle la vuelta entre los dedos me di cuenta de que recordaba todos los detalles del reverso, los títulos de las canciones, todo.
– No veo por qué no. Podría ser -dije-. Pero tengo que decirte, Tommy, que puede haber miles circulando por ahí.
Entonces me di cuenta de que ahora era Tommy quien no estaba tan entusiasmado como cabía esperar.
– Tommy, no pareces muy contento con mi suerte -dije, aunque, como es lógico, en tono de broma.
– Estoy muy contento por ti, Kath. Es que, bueno, me gustaría haberla encontrado yo. -Lanzó una risita, y continuó-: ¿Te acuerdas de cuando la perdiste? Pues yo solía pensar mucho en el asunto, y me preguntaba mentalmente qué pasaría si la encontraba y te la daba. Qué dirías, qué cara pondrías, todo eso.
Su voz era más suave que de costumbre, y no quitaba la vista de la caja de plástico de la casete, que seguía en mi mano. Entonces caí en la cuenta de que no había nadie más que nosotros en la tienda, aparte del viejo que estaba detrás del mostrador, junto a la entrada, ensimismado en el papeleo de su negocio. Estábamos en el fondo de la tienda, sobre una especie de entarimado más alto, donde la luz era más tenue; un espacio un tanto aparte, como si el viejo no quisiera pensar en los artículos de nuestra zona y la hubiera aislado mentalmente. Durante varios segundos, Tommy siguió en una suerte de trance, supongo que dándole vueltas a la cabeza a la antigua fantasía de que era él quien me ofrecía la cinta perdida. De pronto me arrebató la cinta de la mano.
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