Kazuo Ishiguro - Nunca Me Abandones

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A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creativi-dad. Es un mundo hermйtico, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras mбs interesantes de los adolescentes, quizб para una galerнa de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y tambiйn fueron un triбngulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cуmo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. El lector de esta esplйndida novela, utopнa gуtica, irб descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentaciуn donde los jуvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son mбs que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.

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Habíamos dado la vuelta una vez más y nos dirigíamos hacia High Street cuando Rodney se detuvo bruscamente. Y señaló con un gesto callado una oficina de la acera de enfrente.

Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que habíamos encontrado en el suelo helado aquel día, pero tampoco era tan distinta. La gran cristalera frontal se hallaba al nivel de la calle, de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el interior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dispuestas en irregulares eles. Había pequeñas palmeras en macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La gente se movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba y se hacía bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras para disfrutar de un café y un sándwich.

– Mira -dijo Tommy-. Es la pausa del almuerzo, pero no salen. No tienen por qué.

Seguimos mirando, y era un mundo que se nos antojaba elegante, acogedor, autosuficiente. Miré a Ruth y noté que sus ojos iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que se movían tras el cristal.

– Muy bien, Rod -dijo Chrissie-. ¿Quién decías que era su posible?

Lo preguntó casi con sarcasmo, como si estuviera segura de que todo aquello no iba a resultar sino una gran equivocación de su pareja. Pero Rodney dijo en voz baja, con una excitación trémula:

– Aquélla. En aquel rincón. La del conjunto azul. La que ahora habla con la mujer grande de rojo.

No era nada obvio, pero cuanto más mirábamos más nos iba pareciendo que a Rodney no le faltaba un punto de razón. La mujer tenía unos cincuenta años, y conservaba una figura muy agradable. Su pelo era más oscuro que el de Ruth -aunque podía ser teñido-, y lo llevaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como Ruth solía llevarlo. Se estaba riendo de algo que su amiga de rojo decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa sacudía la cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Ruth.

Todos seguimos observándola sin decir una palabra. Entonces nos dimos cuenta de que en otra parte de la oficina, otra pareja de mujeres había reparado en nuestra presencia. Una de ellas levantó una mano y nos dirigió una seña incierta. Y ello rompió el ensalmo y salimos corriendo con tontas risitas de espanto.

Nos paramos en la misma calle, un poco más lejos, hablando atropelladamente todos a un tiempo. Todos menos Ruth, que guardaba silencio en medio de nuestra algarabía. No era fácil leer en su cara en aquel momento: no estaba decepcionada, pero tampoco eufórica. Esbozaba una media sonrisa, de esas que una madre de familia normal podría esbozar cuando sus hijos brincan a su alrededor mientras le piden a gritos que, por favor, les dé permiso para hacer tal o cual cosa. Así que allí estábamos, todos exponiendo nuestro punto de vista, y yo estaba contenta de poder decir, con toda sinceridad, al igual que los demás, que aquella mujer que acabábamos de ver en absoluto podía descartarse como posible. Lo cierto es que nos sentíamos todos aliviados: sin ser conscientes por completo de ello, nos habíamos estado preparando para una gran decepción. Pero ahora podíamos volver tranquilamente a las Cottages, y Ruth podía encontrar aliento en lo que había visto, y los demás podíamos apoyarla. Y la vida de oficina que la mujer parecía estar llevando guardaba una similitud asombrosa con la que Ruth había descrito tan a menudo como la que deseaba para sí misma. Con independencia de lo que había pasado entre nosotros en el curso de aquel día, en el fondo ninguno quería que Ruth volviese abatida, y en aquel momento nos sentíamos todos a salvo de esa eventualidad. Y así habríamos seguido -no me cabe la menor duda- si hubiéramos dado carpetazo al asunto en aquel momento.

Pero Ruth dijo:

– Vamos a sentarnos allí, encima de aquel muro. Sólo unos minutos. Y en cuanto se olviden de nosotros podemos volver a echar otra ojeada.

Estuvimos de acuerdo, pero cuando caminábamos hacia el muro bajo que rodeaba el pequeño aparcamiento que Ruth nos había indicado, Chrissie dijo, quizá con un punto excesivo de vehemencia:

– Pero si no podemos verla otra vez, estamos todos de acuerdo en que es una posible. Y en que es una oficina preciosa. De verdad.

– Esperamos unos minutos -dijo Ruth-, y volvemos.

Yo no me senté en el murete, porque estaba húmedo y se estaba desmoronando, y porque pensé que en cualquier momento podría salir alguien y gritarnos por sentarnos donde no debíamos. Pero Ruth sí se sentó en él, y a horcajadas, como si estuviese a lomos de un caballo. Y aún hoy conservo vivida la imagen de aquellos diez, quince minutos que estuvimos allí esperando. Nadie hablaba ya de ningún posible. Hacíamos como que estábamos pasando el rato, quizá en un paisaje pintoresco durante un despreocupado día de excursión. Rodney estaba bailando un poco, para expresar lo bien que nos sentíamos. Se puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio unos instantes y luego se dejó caer adrede hacia un lado. Tommy hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y aunque no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana. Sólo Ruth, a horcajadas sobre el murete, permanecía en silencio. Seguía con la sonrisa en la cara, pero apenas se movía. La brisa le despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras payasadas o hacía muecas para protegerse del sol. Son las imágenes que conservo de aquellos momentos, mientras esperábamos a que Ruth decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la oficina. Bien, pues nunca pudo tomar tal decisión porque antes sucedió algo.

Tommy, que había estado haciendo el tonto con Rodney en el murete, de pronto se plantó de un salto en el suelo y se quedó quieto. Luego dijo:

– Es ella. Es la misma mujer.

Todos dejamos de hacer lo que estábamos haciendo y miramos hacia la figura que se acercaba caminando desde la oficina. Ahora llevaba un abrigo de color crema, y se esforzaba por cerrar sin detenerse en la acera el maletín que sostenía. El cierre se le resistía, así que aminoraba la marcha y volvía a intentarlo. Seguimos observándola en una especie de trance, y pasó a nuestra altura por la otra acera. Luego, cuando iba a torcer para tomar High Street, Ruth se bajó de un brinco y dijo:

– Veamos adonde va.

Salimos de nuestro trance y empezamos a seguirla. De hecho, Chrissie tuvo que recordarnos que aflojáramos el paso o alguien iba a pensar que éramos una pandilla de atracadores que perseguían a una mujer. La seguimos por High Street, pues, a una distancia razonable, riéndonos tontamente, esquivando a la gente que pasaba, separándonos y volviéndonos a juntar. Debían de ser ya las dos de la tarde, y la acera estaba atestada de gente que hacía compras. A veces casi llegábamos a perderla, pero pronto recuperábamos su rastro, y nos demorábamos ante los escaparates cuando ella entraba en una tienda, y nos poníamos a sortear los cochecitos de bebé y a los ancianos en cuanto veíamos que salía.

Entonces la mujer salió de High Street y se adentró en las pequeñas calles cercanas al paseo marítimo. Chrissie temía que la mujer advirtiera nuestra presencia al haber dejado el gentío de High Street, pero Ruth continuó siguiéndola sin preocuparse lo más mínimo, y nosotros la seguimos a ella.

Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada de casas normales, aunque con alguna que otra tienda. Tuvimos que caminar de nuevo en fila india, y en un momento dado vimos venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi a las fachadas para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no había más que la mujer y el grupo de chicos que la seguía, y si aquélla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos. Pero se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de nosotros, y al final entró a un local con el cartel «The Portway Studios».

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