– Tengo rosas salvajes, girasoles, peonías; además, la estación acaba de empezar y están perfectas. Sin embargo, no tengo habitaciones de huéspedes -dijo, riéndose con ganas-. Me temo que le han timado.
Desconcertado, el hombre dejó su maleta junto a una funda que, a juzgar por la forma, protegía una plancha de surf.
– ¿Conoce usted algún sitio asequible en el que pueda dormir esta noche? -preguntó él con un acento que dejaba en evidencia sus orígenes australianos.
– Hay un hotel muy mono cerca de aquí. Subiendo, lo encontrará al otro lado de Oíd Brompton Road. Está en el número 16.
El hombre se lo agradeció calurosamente y volvió a coger sus cosas.
– Es cierto que sus peonías son magníficas -dijo él al salir.
El patrón de la carpintería estudiaba los planos. De todas maneras, el proyecto de McKenzie habría sido difícil de realizar en los plazos establecidos. Los bocetos de Antoine simplificaban considerablemente el trabajo del taller; las maderas todavía no habían sido servidas, y, por tanto, no habría problemas en cambiar el pedido. Cerraron el acuerdo con un apretón de manos. Antoine podía irse a visitar Escocia con total tranquilidad. El sábado siguiente a su regreso, un camión conduciría los muebles hacia el restaurante de Yvonne. Los obreros irían a la vez y se pondrían a trabajar; el martes por la tarde, todo habría terminado. Era el momento de hablar de otros proyectos en curso; dos cubiertos los esperaban en un albergue, situado apenas a diez kilómetros de allí.
Mathias miró su reloj: ¡ya eran las dos de la tarde!
– ¿Y si nos quedáramos un poco más en esta terraza? -dijo él con alegría.
– Tengo una idea mejor -respondió Audrey, llevándolo de la mano.
Ella vivía en un pequeño estudio ubicado en una torre frente al puerto de Javel. Si cogían el metro, no tardarían ni un cuarto de hora en llegar. Mientras ella llamaba a su redacción para anunciar el retraso y Mathias llamaba por teléfono para cambiar el horario de regreso de su tren, el metro volaba sobre los raíles. El tren se paró en la estación de Bir-Hakeim. Bajaron corriendo por las grandes escaleras metálicas y se apresuraron más al llegar al andén de Grenelle. Cuando llegaron a la explanada que rodeaba la torre, Mathias, sin aliento, se inclinó hacia delante, con las manos en la rodillas. Se volvió a levantar para contemplar el edificio.
– ¿Qué piso? -preguntó él con voz entrecortada.
El ascensor subía hacia el vigésimo séptimo piso. La cabina era opaca, y Mathias sólo prestaba atención a Audrey. Al entrar en el estudio, avanzó hasta la ventana con vistas al Sena. Ella echó las cortinas para que no tuviera vértigo, y él hizo lo propio quitándole la parte de arriba; ella dejó que su pantalón se deslizara por sus piernas.
La terraza no se vaciaba. Enya corría de mesa en mesa. Cobró la cuenta de un surfero australiano y aceptó de buena gana guardarle la tabla. Sólo tenía que apoyarla contra una pared de la oficina. El restaurante estaba abierto aquella noche, así que podría pasar a buscarla hasta las diez. Ella le indicó el camino que tenía que tomar y volvió enseguida al trabajo.
John besó la mano de Yvonne.
– ¿Cuánto tiempo? -dijo él mientras le acariciaba la mejilla.
– Te lo he dicho, me haré centenaria.
– ¿Y qué te han dicho los médicos?
– Las mismas tonterías que de costumbre.
– ¿Que te tienes que cuidar, tal vez?
– Sí, algo así. Ya sabes que es difícil entenderlos con su acento.
– Jubílate y vente conmigo a Kent.
– Vamos, si te escuchara, acortaría considerablemente la duración de mi vida. Sabes perfectamente que no puedo dejar mi restaurante.
– Hoy lo has hecho.
– John, si mi restaurante tuviera que cerrar después de mi muerte, sería como morir dos veces. Y además, tú me quieres como soy, y por eso te quiero yo.
– ¿Sólo por eso? -preguntó John con un tono ingenuo.
– No, también por tus grandes orejas. Vamos al parque, nos vamos a perder tu final.
Aquel día, no obstante, a John no le importaba nada el críquet. Cogió un poco de pan de la cesta, pagó la cuenta y cogió a Yvonne del brazo. El la condujo hasta el lago. Juntos darían de comer a las ocas que corrían ya a su encuentro.
Antoine le dio las gracias a su anfitrión. Ambos volvían al taller. Antoine tenía que detallar sus bocetos al jefe del mismo. En dos horas como máximo, podría volver a casa. De todas maneras, no había razón para apresurarse porque Mathias estaba con los niños.
Audrey encendió un cigarrillo y volvió a acostarse con Mathias.
– Me gusta el sabor de tu piel -dijo ella, acariciándole el torso.
– ¿Cuándo vendrás? -preguntó él al tiempo que daba una calada.
– ¿Fumas?
– Lo he dejado -dijo él tosiendo.
– Vas a perder el tren.
– ¿Eso quiere decir que tienes que volverte al estudio?
– Si quieres que vaya a verte a Londres, tengo que terminar de montar este reportaje, que está a años luz de estar acabado.
– ¿Tan malas eran las imágenes?
– Todavía peores, me veo obligada a recurrir a los archivos; no dejo de preguntarme por qué mis rodillas te obsesionan tanto, prácticamente sólo has filmado eso.
– Es culpa del visor ese, no mía -respondió Mathias mientras se vestía.
Audrey le dijo que no la esperara, iba a aprovechar que estaba en su casa para cambiarse y coger algo para picar. Para compensar el tiempo perdido, trabajaría durante toda la noche.
– ¿De verdad has perdido el tiempo? -preguntó Mathias.
– No, pero tú eres verdaderamente imbécil -respondió ella, y lo besó.
Mathias ya estaba en el rellano. Audrey lo observó durante un buen rato.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó él, al tiempo que llamaba al ascensor.
– ¿No hay nadie más en tu vida?
– Sí, mi hija.
– ¡Vete entonces!
Y la puerta del estudio se cerró tras el beso que le acababa de enviar.
– ¿A qué hora es tu tren? -preguntó Yvonne.
– Ya que no quieres que vayamos a tu casa, y que Kent te queda demasiado lejos, ¿qué te parecería dormir en un palacio?
– ¿Tú y yo en un hotel? John, ¿no eres consciente de nuestra edad?
– A mis ojos no tienes edad, y cuando estoy contigo, yo tampoco la tengo. Nunca te veré de forma diferente que con el rostro de aquella joven que entró un día en mi librería.
– ¡Eres único! ¿Te acuerdas de nuestra primera noche?
– Recuerdo que lloraste como una magdalena.
– Me eché a llorar porque no me habías tocado.
– No lo hice porque tenías miedo.
– Justamente lloré porque tú te habías dado cuenta de eso, imbécil.
– He reservado una suite.
– Vamos a cenar a tu palacio, después ya veremos.
– ¿Podré intentar embriagarte?.
– Creo que llevas haciéndolo desde que te conocí -dijo Yvonne, tomando su mano en la suya.
Las cinco y media. El Austin Healey iba por carreteras comarcales. Sussex era una región magnífica. Antoine sonrió; a lo lejos, un Eurostar estaba parado en medio del campo. Los pasajeros que iban a bordo no podrían llegar a tiempo a su destino, mientras que él estaría en Londres en unas dos horas.
Las cinco y treinta y dos. El controlador había anunciado que llegarían con una hora de retraso sobre el horario previsto. A Mathias le habría gustado poder llamar a Daniéle para avisarla. No había razón alguna para que Antoine llegara antes que él, pero era preferible preparar una buena coartada. El campo era magnífico, pero por desgracia para él, su móvil no tenía cobertura.
– Odio las vacas -dijo él mientras miraba por la ventana.
La jornada llegaba a su fin. Sophie guardó los pétalos en el cajón previsto para ello. Siempre tiraba unos cuantos en sus ramos. Bajó la persiana metálica de la tienda, se quitó la blusa y salió por la trastienda. Había refrescado, pero había una luz demasiado bonita como para volver de inmediato a su casa. Enya la invitó a elegir una mesa entre las que estaban libres, y había muchas. En la sala del restaurante, un hombre con aspecto de explorador perdido estaba cenando solo. Ella respondió a su sonrisa, dudó un momento, pero después le hizo una señal a Enya para decirle que iba a cenar junto al muchacho. Siempre había soñado con visitar Australia, tenía mil preguntas que hacerle.
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