Marc Levy - Mis Amigos, Mis Amores

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Antoine y Mathias no han perdido el contacto desde que se conocieron de niños. Ahora, ya treintañeros, siguen compartiendo muchas cosas, pues ambos han pasado por un divorcio y por la experiencia de ser padres: Antoine, de un niño llamado Louis, y Mathias, de una niña llamada Emily. Pero mientras que Antoine se fue a vivir con su hijo a Londres, Mathias sigue residiendo en su París natal, cada vez más insatisfecho con su trabajo y teniendo que soportar que su hija viva también en la capital inglesa. Por eso cuando Antoine le propone regentar una pequeña librería en Londres, él acaba aceptando la oferta. Sin embargo, sus planes se ven trastocados por la decisión de su ex mujer de trasladarse a París por motivos laborales y de pedirle que se haga cargo él de Emily, para que la niña no tenga que adaptarse de nuevo a un cambio de hogar y colegio. Esto dará pie a que Mathias y Antoine decidan pasar de ser vecinos a vivir en la misma casa para así criar juntos a sus hijos. Eso sí, comprometiéndose a respetar dos reglas básicas de convivencia: no contratar a una canguro y no traer mujeres a casa.

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– Nada -farfulló Mathias-. Y a ti, ¿cómo te prueba la vida en pareja? -preguntó a su hija mientras cruzaban la calle.

El lunes, Mathias fue a buscar a los niños a la escuela. El martes, fue el turno de Antoine. El miércoles, a la hora del desayuno, Mathias cerró la librería para ir, como padre acompañante, con la clase de Emily a visitar el museo de Historia Natural. La niña necesitó la ayuda de dos amigas para sacarlo de la sala donde se exponían las reproducciones a tamaño real de los animales de la era jurásica. Su padre se negaba a moverse hasta que el tiranosaurio mecánico no hubiera soltado al tiranodon que sacudía con sus mandíbulas. A pesar de la oposición de la maestra, Mathias consiguió que cada niño probara con él el simulador de terremotos. Un poco más tarde, como sabía que la señora Wallace se negaría también a que asistieran al nacimiento del universo, proyectado en la bóveda del planetario a las doce y cuarto, se las ingenió para librarse de ella a las doce y once minutos, aprovechando el momento en que se fue al lavabo. Cuando el jefe de seguridad le preguntó cómo había podido perder a veinticuatro niños de golpe, la señora Wallace supo de repente dónde estaban sus alumnos. Al salir del museo, Mathias los invitó a todos a gofres para hacerse perdonar. La maestra de su hija aceptó comer uno, y Mathias le insistió para que se comiera un segundo, cubierto con crema de castañas. El jueves, Antoine se encargaba de las compras, mientras que Mathias lo hacía el viernes. En el supermercado, los tenderos no entendieron ni una palabra de lo que él se esforzaba en pedirles; así, se fue a buscar la ayuda de una cajera que resultó ser española; una clienta quiso echarle una mano, pero debía de ser sueca o danesa, cosa que Mathias no llegó a saber nunca, aunque eso tampoco cambiaba nada su situación. Cuando ya no pudo más, cogió su teléfono móvil y llamó a Sophie en las secciones pares, y a Yvonne en las impares. Finalmente, decidió que la palabra «costillas», apuntada en la lista, podía leerse perfectamente; mientras que s«pollo», después de todo, Antoine podía haberlo escrito mejor.

El sábado fue un día lluvioso, y todos se quedaron en casa a estudiar. El domingo por la tarde, una tremenda risa alocada estalló en el salón donde Mathias y los niños jugaban. Antoine levantó la mirada de sus bosquejos y vio el rostro relajado de su mejor amigo, y en ese momento pensó que la felicidad se había instalado en su vida.

El lunes por la mañana, Autrey se presentó ante la verja del Liceo francés. Mientras ella se entrevistaba con el director, su operario de cámara filmaba el patio del recreo.

– Detrás de esa ventana el general De Gaulle lanzó el llamamiento del 18 de junio -dijo el señor Bécherand, a la vez que señalaba la fachada blanca del edificio principal.

La escuela francesa Charles-de-Gaulle proporcionaba una enseñanza de renombre a más de dos mil alumnos, desde primaria hasta el bachillerato. El director le hizo visitar varias clases y la invitó, si ella lo deseaba, a participar en la reunión de profesores que tendría lugar esa misma tarde. Autrey aceptó con entusiasmo. Para su reportaje, el testimonio de los profesores sería muy valioso, así que pidió poder entrevistar a algunos profesores, y el señor Bécherand le respondió que sólo tenía que ponerse de acuerdo directamente con cada uno de ellos.

Como todas las mañanas, Bute Street era un hervidero. Sus camionetas de reparto llegaban una detrás de otra para aprovisionar a los numerosos comercios de la calle. En la terraza del Coffee Shop, que estaba junto a la librería, Mathias disfrutaba de un capuchino mientras leía el periódico, y destacaba un poco en medio de todas las mamas que estaban allí después de haber dejado a sus niños en la escuela. En el otro lado de la calle, Antoine estaba en su oficina. Sólo le quedaban unas horas para acabar un estudio que tenía que presentar a última hora de la tarde a uno de los clientes más importantes de la agencia, y además, le había prometido a Sophie redactarle una nueva carta.

Después de una mañana sin descanso, y entrada ya la tarde, invitó a su jefe de agencia a hacer una pausa muy merecida para el almuerzo. Cruzaron la calle para ir al local de Yvonne.

No se entretuvieron mucho en comer. Los clientes no tardarían en llegar, y todavía había que imprimir los planos. Tras dar cuenta del último bocado, McKenzie se escabulló.

En la puerta, le susurró: «Hasta la vista, Yvonne», a lo que ella respondió, sin levantar la mirada del libro donde llevaba la contabilidad: «Sí, sí, eso es, hasta la vista McKenzie».

– ¿No le puedes pedir a tu jefe que me dé un respiro?

– Está enamorado de ti. ¿Qué quieres que haga?

– ¿Sabes cuántos años tengo?

– Sí, pero es británico.

– Eso no lo justifica todo.

Ella cerró el registro y suspiró.

– Voy a abrir un buen Burdeos, ¿te apetece una copa?

– No, pero me encantaría que vinieras a bebértelo conmigo.

– Prefiero quedarme aquí, da mejor impresión a los clientes.

La mirada de Antoine recorrió la sala desierta; dándose por vencida, Yvonne descorchó la botella y se unió a él con la copa en la mano.

– ¿Qué va mal? -le preguntó él.

– No voy a poder seguir así por mucho más tiempo, estoy demasiado cansada.

– Contrata a alguien para ayudarte.

– No obtengo suficientes beneficios; si contrato a alguien, tendré que cerrar, y te puedo asegurar que no me falta mucho para hacerlo.

– Habría que remozar este local.

– Más bien habría que remozar a la propietaria -suspiró Yvonne-. Y además, ¿con qué dinero?

Antoine sacó un lápiz de minas del bolsillo de su abrigo y empezó a dibujar un esbozo en el mantelito de papel.

– Mira, llevo pensándolo un tiempo, creo que podemos encontrar una solución.

Yvonne se ajustó las gafas, y sus ojos se iluminaron con una sonrisa llena de ternura.

– ¿Llevas mucho tiempo pensando en la sala de mi restaurante?

Antoine llamó a McKenzie desde el teléfono de la barra para pedirle que empezaran la reunión sin él, pues iba a llegar un poco tarde. Colgó y volvió junto a Yvonne.

– Bueno, ¿te lo puedo explicar ahora?

Aprovechando un momento de calma de la tarde, Sophie fue a visitar a Mathias para llevarle un ramo de rosas de jardín.

– Un pequeño toque femenino no hará ningún daño -dijo ella, poniendo el jarrón cerca de la caja.

– ¿Por qué? ¿Te parece demasiado masculino este sitio?

El teléfono sonó. Mathias se excusó con Sophie y descolgó.

– Desde luego que puedo ir a la reunión de padres de alumnos… Sí, esperaré a que vuelvas para acostarme… ¿Vas tú a buscar a los niños, entonces?… ¡Sí, yo también, un beso!

Mathias colgó. Sophie lo miró fijamente y se volvió a trabajar.

– ¡Olvídate de todo lo que acabo de decir! -añadió ella, riendo, y cerró la puerta de la librería.

Mathias llegó tarde. A su favor podía decirse que había tenido mucho trabajo en la librería. Cuando entró en la escuela, el patio de recreo estaba desierto. Tres profesores que hablaban en el porche acababan de volver a sus respectivas clases. Mathias rodeó el muro y se puso de puntillas para mirar por una ventana. El espectáculo era bastante extraño. Tras los pupitres, los adultos habían ocupado el lugar de los niños. En la primera fila, una mamá estaba levantando la mano para hacer una pregunta y un padre agitaba la suya para llamar la atención de la maestra. Decididamente los que fueron los empollones de la clase lo serían toda su vida.

Mathias no tenía ni idea del lugar al que tenía que ir; si no cumplía su promesa de reemplazar a Antoine en la reunión de padres de alumnos de Louis, tendría que oír sus quejas durante meses. Para gran alivio suyo, una joven mujer estaba cruzando el patio. Mathias corrió hacia ella.

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