Marc Levy - Volver A Verte

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Arthur, un joven arquitecto californiano, vuelve a Los Ángeles después de pasar una larga temporada en París. Sin embargo, durante todo este tiempo no ha conseguido olvidar a Lauren, el gran amor de su vida que le robó el corazón cuando, a raíz de un accidente, cayó en estado de coma. Gracias a la insistencia y la valentía de Arthur, Lauren siguió viviendo, a pesar de la opinión del doctor y de la madre de desenchufar los aparatos que la mantenían con vida. Éstos, avergonzados, le hicieron jurar que jamás confesaría la verdad a la joven, que no recuerda nada de aquellos meses. Arthur cumple su palabra, desaparece de su vida e intenta olvidarla. Cuando vuelve a Los Ángeles el destino hará que se reencuentren.
Volver a verte. Ojala fuera cierto…2
Si la vida ofreciera a Arthur y Lauren otra oportunidad, ¿sabrían, en esta ocasión, superar todos los obstáculos? Una hermosa novela que demuestra que segundas partes sí pueden ser buenas.

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Los ojos de Emily Kline se llenaron de lágrimas.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Mamá, quiero que nunca más vuelvas a tenerme miedo; las dos tenemos nuestro carácter, somos distintas y nuestras vidas no serán iguales. Pero a pesar de mis golpes de genio, jamás te he juzgado ni lo voy a hacer nunca. Eres mi madre, y así lo siento en mi corazón, y pase lo que pase, es el lugar que ocuparás hasta el fin de mis días.

La señora Kline estrechó a su hija entre sus brazos mientras Kali regresaba y se colaba entre las dos mujeres. Después de todo, ella también ocupaba un lugar.

– ¿Quieres que te lleve con mi coche? -preguntó la señora Kline, secándose los ojos con el dorso de la mano.

– No, voy a caminar, tengo que eliminar toda la cena.

Lauren se alejó, saludando a su madre con un gesto. Kali dudó unos instantes, volviendo la cabeza a derecha e izquierda. Apretando el palo entre sus mandíbulas con todas sus fuerzas, se lanzó hacia su dueña. Lauren se agachó, acarició la cabeza de su perra y le murmuró al oído: -Ve con ella; no quiero que se quede sola esta noche.

Cogió el trozo de madera y lo lanzó hacia su madre. Kali se alejó ladrando hacia Emily Kline.

– ¿Lauren?

– ¿Sí?

– Nadie creía en ello, fue un milagro.

– ¡Lo sé!

Su madre se acercó unos pasos.

– Las flores de tu apartamento… no fui yo quien te las regaló.

Lauren la miró, intrigada. La señora Kline se metió la mano en el bolsillo y sacó una cartita arrugada que entregó a su hija.

Entre los pliegues del papel, Lauren leyó las dos palabras que había escritas.

Sonrió y besó a su madre antes de alejarse apresuradamente.

Los primeros fulgores del día centelleaban en la bahía.

Arthur estaba despierto. Se levantó y se aventuró por el pasillo. Recorrió el suelo de linóleo saltando de un cuadro negro a uno blanco como en un tablero de ajedrez que no tuviera fin.

La enfermera de la planta salió de su puesto para ir a su encuentro. Arthur le aseguró que se encontraba bien. Ella recibió la noticia con satisfacción y lo acompañó de nuevo a su habitación. Debía tener un poco más de paciencia: a finales de semana podría salir.

Cuando la enfermera desapareció, Arthur cogió el teléfono y marcó un número. Paul descolgó.

– ¿Molesto?

– En absoluto -mintió Paul-; ¡no quiero mirar el reloj!

– ¡Tenías toda la razón! -dijo Arthur, entusiasmado-. Voy a devolverle el color a esa casa, restauraré la fachada, arreglaré las ventanas, lijaré y barnizaré todos los suelos, incluido el del porche; haremos que aquel artesano del que me hablaste pula todas las baldosas; lo rehabilitaré todo, será como antes, hasta el balancín recobrará su juventud.

Paul se estiró. Con los ojos cerrados por el sueño, miró el despertador encima de la mesita de noche.

– ¿Estás en una reunión de obra a las seis menos cuarto de la mañana?

– Reconstruiré el tejado del garaje en la zona alta del jardín, plantaré otra vez los rosales y devolveré la vida a aquel lugar.

– ¿Y piensas hacerlo ahora, o puede esperar un poquito? -preguntó Paul, cada vez más enervado.

– Empezarás a hacer los cálculos el lunes -prosiguió Arthur con entusiasmo -, las obras se iniciarán dentro de un mes y yo vendré los fines de semana para ver cómo avanza hasta que todo esté terminado ¿Me ayudarás?

– Ahora voy a dormir. Si en sueños me cruzo con un carpintero, le pediré un presupuesto y te volveré a llamar cuando me despierte, ¡papanatas!

Y colgó.

– ¿Quién era? -quiso saber Onega, acurrucándose contra él.

– ¡Un chalado!

La tarde languidecía bajo el calor estival. Lauren aparcó detrás de la zona reservada a los vehículos policiales. Entró en la comisaría y le explicó al agente de guardia que quería ver a un inspector que estaba retirado; respondía al nombre de George Pilguez. El policía señaló un banco que tenía delante. Descolgó el teléfono y marcó un número.

Tras unos minutos de conversación, garabateó una dirección en un bloc de notas y le hizo una señal a Lauren va que se acercara.

– Tenga -dijo, tendiéndole una hoja-. La está esperando.

La casita se encontraba al otro extremo de la ciudad, entre las calles Quince y Dieciséis. Lauren aparcó en la avenida. George Pilguez estaba en el jardín, oculto entre las tijeras de podar y las rosas que acababa de cortar.

– ¿Cuántos semáforos se ha saltado? – dijo, mirando el reloj-. Yo nunca he logrado hacer ese tiempo, ni siquiera con la sirena.

– ¡Bonitas flores! -contestó Lauren.

Incómodo, el inspector le propuso a Lauren que se sentara bajo la pérgola.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– ¿Por qué no lo detuvo?

– Debo de haberme perdido algo: no comprendo su pregunta.

– ¡Al arquitecto! Sé que fue usted quien me devolvió al hospital.

El viejo inspector miró a Lauren y se sentó haciendo una mueca.

– ¿Quiere una limonada?

– Preferiría que contestase a mi pregunta.

– Dos años jubilado, y el mundo ya gira al revés. ¡Sólo quedaba por ver que los médicos interroguen a los polis!

– ¿Tan embarazosa es la respuesta?

– Todo depende de lo que usted sepa y lo que no.

– ¡Lo sé casi todo!

– Entonces, ¿por qué ha venido?

– ¡Porque me da terror ese «casi»!

– ¡Ya sabía yo que me caería usted simpática! Voy a buscar esos refrescos y vuelvo enseguida.

Dejó las flores en el fregadero de la cocina y se quitó el delantal. Después de sacar dos latas del frigorífico, hizo un breve alto delante del espejo del pasillo, el tiempo justo para poner un poco de orden en los últimos cabellos que le quedaban.

– ¡Están frescas! -dijo, sentándose a la mesa.

Lauren le dio las gracias.

– ¡Su madre no presentó ninguna denuncia, así que no tenía ningún motivo para enchironar a su arquitecto!

– Por un secuestro, el Estado debería haberse presentado como acusación civil, ¿no es así? -preguntó Lauren, bebiendo un sorbo de limonada.

– Sí, pero tuvimos un problemilla: se perdió la carpeta. Ya sabe cómo son estas cosas: ¡a veces, las comisarías están muy desordenadas!

– No quiere ayudarme, ¿verdad?

– ¡Todavía no me ha dicho qué está buscando!

– Intento comprender.

– Lo único que hay que comprender es que ese tipo le salvó la vida.

– ¿Y por qué lo hizo?

– No me toca a mí responderle. Pregúnteselo a él. Lo tiene a mano: es su paciente.

– No quiere decirme nada.

– Tendrá sus razones, supongo.

– Y usted, ¿cuáles tiene?

– Yo, igual que usted, doctora, me debo al secreto profesional. Dudo mucho que cuando uno se jubila se libere de esta obligación.

– Sólo quiero conocer las motivaciones de ese hombre.

– ¿No le basta con que le salvase la vida? Usted hace lo mismo cada día por desconocidos… ¡No le irá a reprochar que él lo haya intentado una vez!

Lauren tiró la toalla.

Agradeció al inspector su recibimiento y se dirigió al coche. Pilguez la siguió.

– Olvídese de mi lección de moral: era una fanfarronada. No puedo contarle lo que sé porque me tomaría por un loco; usted es médica y yo un hombre viejo, y no me acaba de seducir que se me lleven los de servicios sociales.

– ¡Me debo al secreto profesional, acuérdese!

El inspector la calibró y se asomó a la puerta para explicarle la más loca aventura que había vivido en toda su vida, la historia comenzaba una noche de verano, en una casa junto al mar, en la bahía de Carmel…

– ¿Qué más puedo decirle? -prosiguió Pilguez-, hacía treinta grados en el exterior y casi otros tantos en el interior. ¡Y me entraron escalofríos, doctora! Usted estaba durmiendo en la cama de aquel despachito, muy cerca del lugar donde nos encontrábamos nosotros, y mientras él me contaba al lado de él y a veces incluso era como si usted estuviera sentada a mi lado. Entonces lo creí. Probablemente, porque deseaba hacerlo. No es la primera vez que le doy vueltas a este asunto. Pero ¿cómo explicarlo? Cambió mi mirada, y tal vez incluso cambió un poco mi vida. Así que tanto peor si me toma usted por un viejo extravagante.

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