Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Todas las cosas que amaba estaban desapareciendo. Lo que más me entristeció fue el saqueo de la biblioteca: el tejado, construido con tejas doradas; las ventanas delicadamente esculpidas; las sillas pintadas de azul… Las estanterías fueron puestas boca abajo y algunos alumnos se dedicaron a hacer pedazos los libros por puro placer. Más tarde, pegaron sobre los restos de puertas y ventanas blancas tiras de papel en forma de X y escribieron sobre ellas un mensaje con caracteres negros por el que se anunciaba que el edificio había sido sellado.
Los libros constituían uno de los principales objetivos de destrucción de Mao. Dado que ninguno había sido escrito durante los últimos meses (y, por ello, ninguno citaba a Mao en cada página), algunos de los guardias rojos declararon que eran todos «semillas ponzoñosas». Con la excepción de los clásicos marxistas y de las obras de Stalin, Mao y el fallecido Lu Xun, de cuyo nombre se servía la señora Mao para sus venganzas personales, ardían libros en toda China. El país perdió la mayor parte de su patrimonio escrito. Asimismo, muchos de los que lograron sobrevivir fueron más tarde a parar a las estufas de la gente como combustible.
En mi escuela, sin embargo, no se encendieron hogueras. El jefe de los guardias rojos del colegio había sido en su día muy buen estudiante. Se trataba de un muchacho de diecisiete años de aspecto algo afeminado, y había sido nombrado jefe de los guardias rojos debido no tanto a su propia ambición como a que su padre era jefe del Partido para la provincia. Si bien no podía evitar los actos generales de vandalismo, sí logró salvar los libros de la quema.
Al igual que todo el mundo, yo debía unirme a aquellas acciones revolucionarias. Sin embargo, tanto yo como la mayoría de los alumnos pudimos evitarlas debido a que no se trataba de una destrucción organizada, y nadie podía asegurarse de que todos participáramos en ellas. No me resultaba difícil ver que había numerosos alumnos que detestaban lo que estaba sucediendo, pero nadie hizo nada por detenerlo. Era posible que, al igual que yo, muchos chicos y chicas estuvieran diciéndose a sí mismos que constituía un error lamentar la destrucción y que era preciso reformarse. Inconscientemente, sin embargo, todos sabíamos que habríamos sido acallados de inmediato a la primera objeción.
Para entonces, las «asambleas de denuncia» se habían convertido en uno de los rasgos fundamentales de la Revolución Cultural. En ellas solían participar multitudes histéricas, y rara vez transcurrían sin episodios de brutalidad física. La Universidad de Pekín había sido la primera en ponerlas en práctica bajo la supervisión personal de Mao. Durante la primera asamblea de denuncia, celebrada el 18 de junio, más de sesenta profesores y jefes de departamento -entre ellos el rector- fueron golpeados, pateados y forzados a permanecer de rodillas durante horas. Les cubrieron las cabezas con gorros de castigo adornados con consignas humillantes, vertieron tinta sobre sus rostros para ennegrecerlos con el color del diablo y colgaron consignas por todo su cuerpo. A continuación, dos estudiantes asieron los brazos de cada víctima y los retorcieron por detrás a la vez que empujaban hacia arriba como si quisieran dislocárselos. A aquella postura se denominó «el reactor», y no tardó en convertirse en una de las actividades típicas de las asambleas de denuncia en todo el país.
En cierta ocasión, los guardias rojos de mi curso me convocaron para asistir a una de aquellas asambleas. A pesar del calor que reinaba aquella tarde de verano, me sentí helada al ver a unos diez o doce profesores encaramados sobre la plataforma del campo de deportes con las cabezas inclinadas y los brazos retorcidos en la posición del «reactor». A continuación, a algunos les fueron propinadas unas cuantas patadas detrás de las rodillas y a continuación se les obligó a postrarse de hinojos, mientras que otros -entre ellos mi profesor de lengua inglesa, un anciano dotado de los delicados modales del caballero clásico- fueron obligados a permanecer de pie sobre unos cuantos bancos estrechos y alargados. Mi profesor tenía dificultades para conservar el equilibrio. Al fin, cayó y se hizo un corte en la frente con el afilado borde de uno de los bancos. Un guardia rojo qué había junto a él se inclinó instintivamente con los brazos extendidos en gesto de ayuda pero, enderezándose de inmediato, adoptó una postura exageradamente autoritaria, apretó los puños y chilló: «¡Sube de nuevo al banco!» No quería parecer blando ante sus compañeros frente a un «enemigo de clase». La sangre siguió manando por la frente del profesor hasta coagularse sobre la mejilla.
Al igual que el resto de los profesores, había sido acusado de los crímenes más descabellados, pero el motivo real de que se encontraran allí estribaba en que eran todos licenciados -y, por tanto, los mejores- o acaso que algunos de los alumnos les guardaban rencor por algo.
Durante los años que siguieron aprendí que los alumnos de mi escuela habían mostrado un comportamiento relativamente suave debido a que pertenecían a la institución más prestigiosa de su género y, en consecuencia, solían ser buenos estudiantes y poseían inclinaciones académicas. En las escuelas que albergaban a otros muchachos más brutales, algunos profesores habían sido apaleados hasta morir. Yo sólo fui testigo de un apaleamiento en mi escuela. Mi profesora de filosofía se había mostrado ligeramente despreciativa con aquellos alumnos que peores resultados habían obtenido, y algunos de los que más la odiaban habían comenzado a acusarla de ser una decadente. Las pruebas -que reflejaban fielmente el extremo conservadurismo de la Revolución Cultural – consistían en que había conocido a su esposo en un autobús. Habían empezado a charlar y habían terminado por enamorarse. Que el amor pudiera surgir de un encuentro casual se consideraba un signo de inmoralidad. Los muchachos la arrastraron a uno de los despachos y tomaron con ella medidas revolucionarias, eufemismo que servía para propinarle una paliza a alguien. Antes de empezar, requirieron específicamente mi presencia y me obligaron a ser testigo de ello. «¡Ya veremos qué pensará cuando vea que su alumna favorita está presente!», dijeron.
Me consideraban su alumna preferida debido a que con frecuencia había alabado mi trabajo. Sin embargo, también me dijeron que debía quedarme a verlo por haberme mostrado hasta entonces demasiado blanda: necesitaba una lección revolucionaria.
Cuando comenzaron a golpearla me escurrí hasta la última fila del corro de alumnos que abarrotaban el pequeño despacho. Un par de compañeros me hostigaron para que avanzara hasta el centro y participara en el castigo, pero no les hice caso. En el centro, mi profesora estaba siendo acribillada a patadas, y rodaba dolorida de un lado a otro con el pelo enmarañado. En respuesta a sus gritos suplicándoles que se detuvieran, los jóvenes que la atacaban respondieron con voz fría: «¡Ahora suplicas! ¿Acaso no eras tú mucho más cruel? ¡Suplica como es debido!» Continuaron golpeándola y la ordenaron que se arrodillara en kowtow frente a ellos e implorara: «¡Oh, amos míos, perdonadme la vida!» Obligar a alguien a realizar el kowtow y pedir clemencia constituía una forma extrema de humillación. La profesora se incorporó y permaneció sentada mirando al frente con expresión neutra. A través de sus cabellos desordenados, mis ojos se cruzaron con los suyos. Vi en ellos una mezcla de dolor, desesperación y abandono. Luchaba por tomar aliento, y su rostro tenía un color ceniciento. Me escabullí de la habitación. Varios alumnos me siguieron. Podía oír a gente entonando consignas a nuestras espaldas, pero sus voces mostraban un tono dudoso e incierto. Muchos de ellos debían de sentirse asustados. Me alejé rápidamente, notando cómo mi corazón latía a toda velocidad. Temía que me dieran alcance y me golpearan también a mí. Pero nadie me siguió, ni fui posteriormente condenada por ello.
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