Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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En aquellos primeros días, los recién creados guardias rojos contaban con el inmenso prestigio de ser considerados como hijos de Mao. Ni que decir tiene que se esperaba de mí que me uniera a ellos, por lo que presenté inmediatamente mi solicitud de ingreso al líder de los guardias rojos de mi curso, un muchacho de quince años llamado Geng que solía buscar constantemente mi compañía para luego tornarse tímido y torpe tan pronto estábamos juntos.

No pude evitar preguntarme cómo se las habría arreglado Geng para convertirse en guardia rojo, y él se mostraba enigmático al referirse a sus actividades. Sin embargo, para mí era evidente que en su mayor parte los guardias rojos eran hijos de altos funcionarios. Su jefe en la escuela era uno de los hijos del comisario Li, primer secretario del Partido para Sichuan. En cuanto a mi candidatura, no podía ser más lógica, ya que pocos alumnos tenían padres de posición tan elevada como la de los míos. Sin embargo, Geng me reveló en privado que se me consideraba blanda y demasiado inactiva, por lo que tendría que endurecerme antes de que mi solicitud pudiera ser estudiada.

Desde junio imperaba una norma tácita según la cual todos debíamos permanecer en la escuela ininterrumpidamente para dedicarnos en cuerpo y alma a la Revolución Cultural. Yo era una de las pocas que no lo había hecho hasta entonces, pero la idea de mostrarme perezosa había comenzado a antojárseme en cierto modo peligrosa, y me sentí obligada a quedarme. Los muchachos dormían en las aulas para que las chicas pudiéramos ocupar los dormitorios. Asimismo, los grupos de guardias rojos contaban con alumnos no pertenecientes a la organización que les acompañaban en sus numerosas actividades.

Al día siguiente de regresar a la escuela tuve que salir con varias decenas de compañeros para cambiar los nombres de las calles por otros más revolucionarios. La calle en la que yo vivía se llamaba Calle del Comercio, y nos detuvimos a debatir acerca de cómo rebautizarla. Alguno propuso Calle del Faro en honor al papel de guía que desempeñaban nuestros líderes provinciales del Partido. Otros sugirieron Calle de los Servidores Públicos ya que, según una cita de Mao, eso era lo que todo funcionario debía ser. Por fin, partimos sin decidirnos por nada debido a que no pudimos resolver un problema preliminar: la placa con el nombre estaba situada a demasiada altura y no podíamos alcanzarla. Que yo sepa, ninguno regresó nunca a intentarlo de nuevo.

Los guardias rojos de Pekín se mostraban, sin embargo, mucho más tenaces, y a nuestros oídos llegaron noticias de sus éxitos: la misión británica estaba ahora en la Avenida Antiimperialista, y la embajada rusa en la Avenida Antirrevisionista.

En Chengdu, las calles perdían sus antiguos nombres, tales como Cinco generaciones bajo un techo (una virtud recomendada por Confucio), Verdes son el álamo y el sauce (ya que el verde no era un color revolucionario) y El dragón de jade (símbolo del poder feudal) para convertirse en Destruyamos lo antiguo, Oriente es rojo y Revolución. En un conocido restaurante llamado La fragancia del dulce viento la placa fue destrozada y su nombre sustituido por el de El aroma de la pólvora.

Durante varios días el tráfico se vio sumido en una completa confusión. Se consideraba inaceptablemente contrarrevolucionario que el rojo indicara la obligación de detenerse. Lógicamente, tenía que significar avance. Y la circulación no debía realizarse, según la costumbre, por la derecha, sino que debía ser trasladada a la izquierda. Durante unos cuantos días, prohibimos a los policías de tráfico ejercer su labor y pasamos a controlar la circulación nosotros mismos. Yo había sido emplazada en un cruce con el encargo de decir a los ciclistas que circularan por la izquierda. En Chengdu no había demasiados automóviles y semáforos, pero en los grandes cruces de la ciudad se produjo un caos total. Por fin, las antiguas normas se impusieron de nuevo gracias a Zhou Enlai, quien se las arregló para convencer a los líderes de la Guardia Roja de Pekín. Los jóvenes, sin embargo, también hallaron justificación para ello: una guardia roja de mi escuela me dijo que en el Reino Unido se conducía por la izquierda, por lo que nosotros debíamos hacerlo por la derecha para reafirmar nuestro espíritu antiimperialista. Sin embargo, no hizo mención alguna de los Estados Unidos.

De niña nunca me habían atraído las actividades colectivas, y entonces, a los catorce años de edad, me producían una aversión aún mayor. Si logré suprimir aquel rechazo fue debido a la constante sensación de culpa que, por mi educación, había llegado a experimentar cada vez que me apartaba de Mao. Me decía a mí misma constantemente que debía educar mis pensamientos de acuerdo con las nuevas teorías y prácticas revolucionarias. Si había algo que no entendiera, era mi obligación reformarme y adaptarme. No obstante, me sorprendí a mí misma intentando por todos los medios evitar actos militantes tales como detener a los peatones en la calle para cortarles el cabello si lo llevaban largo, estrechar sus pantalones o sus faldas o romperles los tacones de los zapatos. Según la Guardia Roja de Pekín, aquellas cosas se habían convertido en signos de decadencia burguesa.

Mi propio cabello habían llegado a captar la atención de mis compañeros de escuela, y me vi obligada a cortármelo al nivel de los lóbulos de las orejas. En secreto, derramé amargas lágrimas por la pérdida de mis largas trenzas, no sin avergonzarme profundamente de mí misma por mi mezquindad burguesa. De niña, mi niñera solía hacerme un peinado en el que mis cabellos permanecían erguidos sobre la cabeza como una rama de sauce. Lo llamaba «fuegos artificiales despedidos hacia el cielo». Hasta comienzos de los sesenta llevé el pelo recogido en dos rizos alrededor de los cuales arrollaba pequeñas flores de seda. Por las mañanas, mientras yo me apresuraba con el desayuno, mi abuela o la criada se afanaban en peinármelo con manos amorosas. Mi color preferido para las flores era el rosa.

A partir de 1964, y en un intento por seguir los llamamientos de Mao a un estilo de vida austero más adecuado a la atmósfera de la lucha de clases, me cosí algunos parches en los pantalones para tratar de parecer más proletaria y comencé a peinarme al estilo general, con dos trenzas y sin adornos de colores. El pelo largo, sin embargo, no había sido condenado aún. Solía cortármelo mi abuela, quien no dejaba de mascullar para sí misma mientras lo hacía. Sus propios cabellos sobrevivieron debido a que para entonces ya no salía nunca.

Las célebres casas de té de Chengdu también se vieron atacadas por considerarse decadentes. Yo no lograba comprender el motivo, pero no lo pregunté. Durante el verano de 1966 aprendí a suprimir mi sentido de la razón, cosa que muchos chinos ya llevaban haciendo largo tiempo.

Las casas de té de Sichuan son lugares únicos. Por lo general, están construidas al abrigo de un bosquecillo de bambúes o bajo la copa de un enorme árbol. En torno a sus mesas bajas y cuadradas hay butacas de bambú que despiden un leve aroma incluso después de varios años de uso. Para preparar el té, se deja caer un pellizco de hojas en una taza y se vierte agua hirviendo sobre ellas. A continuación, se coloca la tapadera a medio cerrar, de tal modo que el vapor pueda escapar por la rendija para esparcir el aroma de jazmín o de otras fragancias. En Sichuan se cultivan muchas clases de té, de los que el jazmín por sí solo abarcaba cinco grados distintos.

Para los sichuaneses, las casas de té son tan importantes como los pubs para los británicos. Especialmente los ancianos pasan mucho tiempo en ellas, fumando sus pipas de larga caña frente a una taza de té y un platillo de nueces y semillas de melón. El camarero pasea entre las mesas con una tetera de agua caliente cuyo contenido vierte desde una distancia de medio metro con absoluta precisión. Al hacerlo, los más hábiles consiguen que el agua se eleve al caer por encima del borde de la taza sin llegar a derramarse. De niña solía contemplar hipnotizada el chorro que salía del pico. No obstante, rara vez me llevaban a las casas de té, ya que mis padres desaprobaban la atmósfera de ocio que reinaba en ellas.

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