Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Al igual que los cafés europeos, las casas de té de Sichuan tienen a disposición de sus clientes periódicos sujetos por estructuras de bambú. Algunos de sus parroquianos acuden a ellas a leer, pero se trata de lugares destinados fundamentalmente a reunirse y a charlar para intercambiar noticias y chismorreos. A menudo cuentan con atracciones tales como el relato de historias con acompañamiento de castañuelas de madera.
Debido quizá a esa misma atmósfera de ocio y al hecho de que cualquiera sentado en ellas no estaba trabajando por la revolución, se decidió que habían de ser cerradas. Yo acudí a una de ellas, un local pequeño situado a orillas del río de la Seda, en compañía de una docena de alumnos de entre trece y dieciséis años de edad, la mayor parte de los cuales eran guardias rojos. Las sillas y las mesas habían sido extendidas fuera bajo un gran árbol secular chino. La brisa vespertina de verano que ascendía del río esparcía un fuerte aroma procedente de los matorrales de flores blancas. Los clientes, en su mayor parte hombres, alzaron la mirada de sus tableros de ajedrez a medida que nos aproximábamos a lo largo del desigual pavimento de adoquines que bordeaba la orilla. Nos detuvimos bajo el árbol. Entre los miembros del grupo comenzaron a oírse algunas voces que exclamaban: «¡Recoged! ¡Recoged! ¡No permanezcáis ociosos en este lugar burgués!» Uno de los muchachos de mi curso asió una de las esquinas del tablero de papel desplegado sobre la mesa más próxima y tiró de él. Todas las piezas rodaron por el suelo.
Los jugadores sentados a aquella mesa eran ambos bastante jóvenes. Uno de ellos se abalanzó hacia el muchacho con los puños apretados, pero su amigo se apresuró a sujetarle por el borde de la chaqueta. En silencio, comenzaron a recoger las piezas de ajedrez. El muchacho que había tirado el tablero gritó: «¡Se acabó el ajedrez! ¿Acaso no sabéis que es una costumbre burguesa?» Diciendo esto, se inclinó, recogió un puñado de piezas y las arrojó al río.
Aunque me habían educado para mostrarme cortés y respetuosa con cualquiera que fuera mayor que yo, comprendí entonces que ser revolucionario equivalía a ser agresivo y militante. La amabilidad se consideraba algo burgués. Fui criticada repetidas veces por ello, y llegó a aducirse como uno de los motivos por los que no se aceptaba mi ingreso en la Guardia Roja. Durante los años de la Revolución hube de ver cómo la gente era atacada por decir «gracias» con demasiada frecuencia, hábito que había sido tachado de hipocresía burguesa; la cortesía se encontraba al borde de la extinción.
En ese momento, sin embargo, frente a la casa de té, pude advertir que la mayor parte de nosotros -incluidos los propios guardias rojos- nos sentíamos desasosegados por el nuevo estilo de lenguaje y prepotencia. Casi ninguno de nosotros abrió la boca. En silencio, unos pocos comenzaron a pegar carteles rectangulares con consignas sobre los muros de la casa de té y el tronco del árbol.
Los clientes empezaron a desfilar silenciosamente a lo largo de la ribera. Al contemplar aquellas figuras que se alejaban, me sentí invadida por una sensación de pérdida. Un par de meses antes, aquellos adultos nos habrían mandado probablemente a paseo. Ahora, sin embargo, sabían que el apoyo de Mao había proporcionado poder a la Guardia Roja. Al recordarlo, comprendo el regocijo que debían de sentir algunos jóvenes al poder imponer aquel poder a sus mayores. Una de las consignas más populares de la Guardia Roja rezaba: «¡Podemos remontarnos hacia el cielo y perforar la tierra, pues nuestro Gran Líder, el Presidente Mao, es nuestro comandante supremo!» Como se desprende de dicha declaración, los guardias rojos no disfrutaban de una auténtica libertad de expresión, sino que desde el principio no habían sido otra cosa que la herramienta de un tirano.
Empero, allí, de pie junto a la orilla del río en aquel mes de agosto de 1966, me sentía confusa. Entré en la casa de té con mis compañeros. Algunos exigieron al dueño que cerrara el local. Otros comenzaron a pegar carteles por las paredes. Numerosos clientes se levantaban para marcharse, pero en uno de los rincones más alejados había un hombre que permanecía sentado a la mesa mientras sorbía apaciblemente su té. Me situé junto a él, avergonzada de pensar que me correspondía representar el papel de autoridad. El hombre me miró y continuó sorbiendo ruidosamente. Tenía un rostro profundamente arrugado que casi parecía uno de los símbolos de la clase obrera que aparecían en las imágenes de propaganda. Sus manos me recordaron uno de los relatos de mis libros de texto, en el que se describían las manos de un viejo campesino: capaces de atar manojos de ramas espinosas sin sentir dolor alguno.
Quizá aquel anciano se sentía seguro por poseer un pasado incuestionable, o por lo avanzado de su edad, o acaso sencillamente no se sentía demasiado impresionado por mí. En cualquier caso, permaneció en su asiento sin prestarme atención alguna. Haciendo acopio de todo mi valor, le rogué en voz baja,
– Por favor, ¿querría marcharse?
Sin mirarme, repuso:
– ¿Adonde?
– A su casa, por supuesto -respondí yo.
Volvió su rostro hacia mí. Su voz aparecía impregnada de emoción, aunque hablaba manteniendo un tono bajo.
– ¿A casa? ¿Qué casa? Comparto una habitación diminuta con mis dos nietos. Duermo en un rincón rodeado por una cortina de bambú en el que sólo cabe la cama. Eso es todo. Cuando mis hijos están en casa, yo acudo aquí en busca de un poco de paz y sosiego. ¿Por qué tenéis que arrebatarme eso?
Sus palabras me llenaron de vergüenza y desconcierto. Era la primera vez que escuchaba una crónica de primera mano de tan miserables condiciones de vida. Dando media vuelta, me alejé.
Aquella casa de té, como todas las de Sichuan, permaneció cerrada durante quince años: hasta 1981, cuando las reformas decretadas por Deng Xiaoping permitieron su reapertura. En 1985 volví allí con un amigo inglés. Nos sentamos bajo el árbol y una vieja camarera acudió a llenar nuestras tazas con su tetera desde medio metro de distancia. A nuestro alrededor, la gente jugaba al ajedrez. Fue uno de los momentos más felices de aquel viaje de regreso.
Cuando Lin Biao hizo su llamamiento a la destrucción de todo aquello que representara la cultura antigua, algunos de los alumnos de mi escuela comenzaron a romper cuanto encontraban. Dado que había sido fundada más de dos mil años atrás, la escuela contaba con gran cantidad de antigüedades y constituía un lugar idóneo para entrar en acción. La verja de acceso tenía un viejo tejadillo acanalado y rematado por tejas, todas las cuales resultaron destrozadas. Lo mismo le sucedió al amplio tejado azulado del enorme templo que había sido utilizado como sala de ping-pong. Los dos gigantescos incensarios de bronce que adornaban la entrada del templo fueron derribados, y algunos muchachos decidieron orinar en su interior. En el jardín posterior, varios alumnos equipados con grandes martillos y barras de hierro recorrieron los puentes de arenisca despedazando con aire despreocupado las estatuillas que los adornaban. En un extremo del campo de deportes se alzaban una pareja de placas de arenisca roja de seis metros de altura. Sobre ellas aparecían grabadas con exquisita caligrafía algunas líneas acerca de Confucio.
Tras atar una gruesa soga a su alrededor, dos grupos de alumnos comenzaron a tirar de ellas. Tardaron dos días en lograr su propósito, pues los cimientos eran bastante profundos. Tuvieron que recurrir a algunos obreros no pertenecientes a la escuela para que cavaran en torno a las placas. Cuando por fin ambos monumentos se derrumbaron entre vítores, desplazaron con su caída gran parte del terreno que se extendía tras ellos.
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