Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A pesar de mi evidente falta de entusiasmo, no llegué a tener problemas durante aquella época. Aparte del hecho de que los guardias rojos estaban mal organizados, se daba la circunstancia de que según la teoría de la descendencia yo era roja desde mi nacimiento debido a la categoría de alto funcionario de mi padre. Todos me mostraban su desaprobación, pero en lugar de tomar medidas drásticas se limitaron a criticarme.

Por aquel entonces, los guardias rojos dividían a los alumnos en tres categorías: rojos, negros y grises. Los rojos procedían de familias de obreros, campesinos, funcionarios de la revolución y mártires revolucionarios. Los negros eran aquellos cuyos padres integraban las clasificaciones de terratenientes, campesinos acaudalados, contrarrevolucionarios, elementos nocivos y derechistas. Los grises procedían de familias ambiguas tales como dependientes de comercio y empleados administrativos. Teniendo en cuenta la meticulosidad del enrolamiento, todos los alumnos de mi curso debían haber sido rojos, pero la presión de la Revolución Cultural hacía necesario descubrir entre ellos a algunos villanos. Como resultado, más de una docena de ellos se vieron acusados de ser grises o negros.

Había en mi curso una muchacha llamada Ai-ling. Éramos viejas amigas, y yo había visitado con frecuencia su casa y conocía bien a su familia. Su abuelo había sido un importante economista, y su familia había disfrutado con los comunistas de una vida de privilegios. Poseían una casa grande, elegante y lujosa rodeada por un jardín exquisito; en suma, una vivienda mucho mejor que el apartamento de mi familia. A mí me atraía especialmente su colección de antigüedades; especialmente las tabaqueras que el abuelo de Ai-ling había traído de Inglaterra, adonde había acudido durante los años veinte para estudiar en Oxford.

Súbitamente, Ai-ling se convirtió en negra. Llegó a mis oídos que algunos alumnos de su curso habían asaltado su casa, destrozado todas las antigüedades -entre ellas las tabaqueras- y azotado a sus padres y a su abuelo con sus cinturones de hebilla. Cuando la vi al día siguiente, llevaba una bufanda arrollada a la cabeza. Sus compañeros de clase le habían hecho un corte de pelo yin y yang, por lo que se había visto obligada a afeitarse la cabeza por completo. Sollozamos juntas, y yo me sentí completamente fuera de lugar porque no lograba encontrar palabras con las que consolarla.

Posteriormente, los guardias rojos organizaron una asamblea en mi propio curso en la que todos tendríamos que detallar los antecedentes de nuestras familias para que pudiera clasificársenos. Cuando llegó mi turno, anuncié con enorme alivio «funcionario de la Revolución». Tres o cuatro alumnos dijeron «personal de oficinas». En la jerga utilizada entonces, ello era bien distinto a funcionario, ya que estos últimos ocupaban posiciones más elevadas. La división no estaba demasiado clara, pues no existía una definición precisa del significado de «posición elevada». Sin embargo, era preciso emplear aquellas vagas denominaciones para rellenar numerosos formularios, todos los cuales contaban con una casilla en la que había que indicar los antecedentes familiares. Los alumnos cuyos padres fueran personal de oficinas fueron calificados de grises junto con una muchacha cuyo padre tenía el empleo de ayudante en un comercio. Los guardias rojos anunciaron que todos ellos deberían ser mantenidos bajo vigilancia, que habrían de barrer las instalaciones y terrenos de la escuela y limpiar los retretes, que estarían obligados a saludar en todo momento y que soportarían todas aquellas amonestaciones que pudieran recibir de cualquier guardia rojo que optara por dirigirles la palabra. Igualmente, tendrían que presentar diariamente un informe acerca de sus pensamientos y su conducta.

Todos ellos adoptaron de inmediato una actitud humilde y encogida. Todo el vigor y entusiasmo que habían mostrado hasta entonces desaparecieron. Una de las muchachas inclinó la cabeza y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Ambas habíamos sido buenas amigas. Concluida la asamblea, me acerqué a ella para reconfortarla, pero cuando alzó la mirada pude ver en sus ojos una expresión de resentimiento, casi de odio. Me alejé sin pronunciar palabra y me puse a vagar apáticamente por las instalaciones. Estábamos a finales de agosto. Los arbustos de jazmín despedían una rica fragancia, pero resultaba extraño poder distinguir aroma alguno.

Avanzado ya el ocaso, emprendía el regreso a mi dormitorio cuando distinguí algo que descendía rápidamente frente a una de las ventanas del segundo piso de un bloque de aulas situado a unos cuarenta metros de distancia y pude oír un golpe sordo procedente de la parte baja del edificio. El difuso ramaje de los naranjos me impedía ver lo que había ocurrido, pero advertí que la gente había echado a correr hacia el punto del que había emanado el sonido. Entre sus exclamaciones confusas y reprimidas, pude distinguir una frase: «¡Alguien se ha arrojado por la ventana!»

Instintivamente, alcé las manos para taparme los ojos y eché a correr hacia mi cuarto. Me sentía terriblemente asustada. Mi mente continuaba fija en la figura rota y desdibujada que había visto caer por el aire. Apresuradamente, cerré las ventanas, pero no pude evitar que el ruido de la gente que comentaba nerviosamente lo ocurrido se filtrara a través del cristal.

Una muchacha de diecisiete años había intentado suicidarse. Antes de la Revolución Cultural había sido una de las líderes de la Liga de Juventudes Comunistas, considerada por todos un modelo en el estudio de las obras del presidente Mao y de las enseñanzas de Lei Feng. Había realizado numerosas buenas obras, tales como lavar la ropa de sus camaradas y limpiar sus retretes, y había pronunciado frecuentes conferencias a los alumnos acerca de la lealtad que procuraba aplicar a la doctrina de Mao. A menudo se la veía paseando y conversando animadamente con algún compañero, su rostro iluminado por una expresión de intensidad y concentración profundas, ocupada en sus obligaciones «directas» con todos aquellos que deseaban unirse a la Liga de las Juventudes. Ahora, sin embargo, se había visto súbitamente clasificada como negra, ya que su padre pertenecía al personal de oficinas. De hecho, trabajaba para el Gobierno municipal y era miembro del Partido, pero algunos de los compañeros de clase de la muchacha no sólo pertenecían a familias de categoría más elevada sino que la consideraban una pesada, por lo que habían decidido clasificarla de aquel modo. Durante los dos últimos días había sido puesta bajo vigilancia en compañía de otros negros y grises y obligada a limpiar de hierbajos el campo de deportes. Para humillarla, sus compañeros habían afeitado sus hermosos cabellos negros, obligándola a lucir una calva grotesca. Aquella misma tarde, los rojos de su curso habían obsequiado con un sermón insultante a ella y a otras víctimas. Ella había respondido que era más leal al presidente Mao que ellos mismos, pero los rojos la habían abofeteado y le habían prohibido que hablara de lealtad alguna hacia Mao dado que no era sino una enemiga de clase. Al escuchar aquello, había corrido hacia la ventana y había saltado.

Aturdidos y atemorizados, los guardias rojos se apresuraron a trasladarla al hospital. No murió, pero quedó paralizada para toda su vida. Muchos meses después, me crucé con ella por la calle: caminaba inclinada sobre sus muletas y mostraba una expresión ausente.

La noche de su intento de suicidio me resultó imposible conciliar el sueño. Tan pronto como cerraba los ojos, sentía cernirse sobre mí una figura nebulosa impregnada de sangre. Me sentía aterrorizada, y no cesaba de temblar. Al día siguiente, solicité que se me diera de baja por enfermedad, petición que me fue concedida. Mi hogar parecía constituir la única vía de escape del horror de la escuela. Deseé desesperadamente no tener que salir nunca más de casa.

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