Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi padre gritó: «¿Sois estudiantes inteligentes o matones? ¿Estáis dispuestos a razonar?» En China, por lo general, los funcionarios solían mantener una actitud impasible acorde con su categoría, pero mi padre había comenzado a vociferar como ellos. Desgraciadamente, su naturalidad no logró impresionarles y hubo de partir entre un griterío de consignas. Inmediatamente después, comenzaron a aparecer enormes carteles callejeros en los que se le describía como el más obstinado seguidor del capitalismo a la vez que como el intransigente que se opone a la Revolución Cultural.

Aquella asamblea señaló un hito del que se sirvieron los guardias rojos de la Universidad de Sichuan para bautizar su propio grupo con el nombre de «26 de agosto». Dicha organización había de convertirse en el núcleo de un bloque provincial integrado por millones de personas, así como en la fuerza principal de la Revolución Cultural en Sichuan.

Después de aquella asamblea, las autoridades provinciales ordenaron a mi padre que no abandonara nuestro apartamento bajo ninguna circunstancia, añadiendo que era por su propia seguridad. Mi padre era consciente de que primero le habían presentado deliberadamente como objetivo de los estudiantes y ahora le confinaban a lo que era prácticamente una situación de arresto domiciliario. Añadió su inminente situación de víctima a la carta de Mao, y una noche, con lágrimas en los ojos, pidió a mi madre que la llevara a Pekín ahora que él había perdido su libertad.

Mi madre nunca había querido que escribiera la carta, pero entonces cambió de opinión. Lo que inclinó la balanza fue el hecho de que mi padre estaba siendo convertido en una víctima. Ello significaba que sus hijos adquirirían la categoría de negros, y mi madre sabía muy bien lo que eso significaba. Su única posibilidad, por remota que fuera, de salvar a su esposo y a sus hijos consistía en viajar a Pekín y apelar a los líderes supremos. Prometió llevar la carta.

El último día del mes de agosto, desperté de una siesta agitada por un ruido procedente de las habitaciones de mis padres. De puntillas, me acerqué a la puerta entreabierta de su despacho. Mi padre se encontraba de pie en el centro de la habitación, rodeado por varias personas a quienes reconocí como miembros de su departamento. En lugar de sus habituales sonrisas aduladoras, mostraban todos una expresión sombría. Mi padre decía:

– ¿Querrían transmitir mi agradecimiento a las autoridades provinciales? Aprecio sinceramente su interés, pero prefiero no ocultarme. Un comunista no debe tener miedo de los estudiantes.

Hablaba con voz tranquila, pero se adivinaba en ella una sombra de emoción que me asustó. A continuación oí a un hombre que, a juzgar por su voz, debía de ser alguien importante, diciendo en tono amenazador:

– Pero director Chang, sin duda el Partido sabe lo que hace. Los estudiantes universitarios le están atacando, y pueden llegar a mostrarse violentos. El Partido piensa que debería estar sometido a protección. Es su decisión. Como bien sabe usted, un comunista debe obedecer las decisiones del Partido de un modo incondicional.

Tras un intervalo de silencio, mi padre dijo en voz baja:

– Obedezco la decisión del Partido. Iré con ustedes.

– Pero, ¿adonde? -oí que preguntaba mi madre.

Y, a continuación, la voz impaciente de otro hombre:

– Las instrucciones del Partido son: no debe saberlo nadie.

Al salir de su despacho, mi padre me vio y me cogió de la mano.

– Tu padre se marcha por un tiempo -dijo-. Compórtate como una buena chica con tu madre.

Mi madre y yo le acompañamos hasta la puerta lateral del complejo. A ambos lados del largo sendero se alineaban los miembros de su departamento. Mi corazón latía apresuradamente, y sentía las piernas como si fueran de algodón. Mi padre se hallaba en un estado de gran agitación. Su mano temblaba al asir la mía, y yo se la acaricié con la otra.

Frente a la verja había un automóvil aparcado. Alguien mantenía la portezuela abierta para que entrara. En el interior había dos hombres; uno en el asiento delantero y otro en la parte trasera. Mi madre mostraba las facciones tensas, pero conservaba la calma. Miró a mi padre a los ojos y dijo: «No te preocupes. Lo haré.» Sin abrazarnos a ninguna de las dos, mi padre partió. Los chinos apenas dan muestras físicas de afecto en público, ni siquiera en ocasiones extraordinarias.

Dado que todo había sido disfrazado como una medida de protección, yo no me di cuenta entonces de que mi padre estaba siendo mantenido bajo custodia. A mis catorce años, aún no había aprendido a descifrar la hipocresía del estilo del régimen. Lo tortuoso del procedimiento obedecía al hecho de que las autoridades aún no habían decidido qué hacer con mi padre. Como en la mayoría de aquellos casos, la policía no había desempeñado papel alguno. Las personas que habían acudido para llevarse a mi padre eran miembros de su departamento dotados de una autorización verbal del Comité Provincial del Partido.

Tan pronto como mi padre hubo partido, mi madre arrojó unas cuantas prendas en una maleta y nos dijo que salía hacia Pekín. La carta de mi padre aún conservaba su forma de borrador, con alteraciones y partes garabateadas. Tan pronto como había visto llegar al grupo de colaboradores se la había entregado apresuradamente a mi madre.

Mi abuela estrechó entre sus brazos a mi hermano Xiao-fang, de cuatro años de edad, y se echó a llorar. Yo dije que quería acompañar a mi madre a la estación. No había tiempo para esperar un taxi, por lo que saltamos al interior de un triciclo-taxi.

Me sentía confundida y atemorizada. Mi madre no me explicó lo que sucedía. Mostraba un aspecto tenso y preocupado, y parecía abstraída en sus pensamientos. Cuando le pregunté qué pasaba, repuso brevemente que ya lo sabría a su debido tiempo, y yo no insistí. Presumí que debía de juzgar el tema demasiado complicado para explicármelo, y ya estaba acostumbrada a que me dijeran que era demasiado joven para saber ciertas cosas. Asimismo, parecía demasiado ocupada estudiando la situación y planeando sus próximos pasos, y no deseaba distraerla. Lo que entonces ignoraba es que ella misma estaba librando su propia batalla por comprender aquella confusa situación.

Ambas permanecimos en silencio durante el trayecto. Mi madre mantenía asida mi mano con la suya, sin dejar de mirar por encima del hombro: sabía que las autoridades no querrían que viajara a Pekín, y si me había dejado ir con ella era para que fuera testigo de cualquier cosa que pudiera ocurrir. Al llegar a la estación, adquirió un «asiento duro» para el siguiente tren con destino a Pekín. No salía hasta el amanecer, por lo que ambas nos instalamos en la sala de espera, una especie de cobertizo sin paredes.

Me acurruqué contra ella, dispuesta a soportar las largas horas de espera que nos aguardaban. En silencio, contemplamos cómo descendía la oscuridad sobre la plaza de cemento que se extendía frente a la estación. Las bombillas de las escasas farolas de madera arrojaban una luz pálida y mortecina que se reflejaba en los charcos formados por la fuerte tormenta que se había abatido sobre la ciudad aquella mañana. Sentía frío, abrigada como estaba tan sólo por mi blusa de verano. Mi madre me arropó con su gabardina. Al caer la noche, me dijo que me durmiera, y yo, exhausta, me amodorré con la cabeza en su regazo.

Me despertó un movimiento de sus rodillas. Alzando la cabeza, vi frente a nosotras a dos personas cubiertas por impermeables con capucha. Discutían en voz baja acerca de algo. Aún medio atontada, me resultaba imposible entender de qué hablaban. Ni siquiera habría sabido determinar si se trataba de hombres o de mujeres. Oí vagamente que mi madre decía con voz tranquila y contenida: «Gritaré hasta que vengan los guardias rojos.» Las grisáceas siluetas envueltas por los impermeables guardaron silencio. A continuación, susurraron algo entre sí y se alejaron. Resultaba evidente que no querían llamar la atención.

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