Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Ya de regreso en la escuela, supe que varios rojos habían presentado numerosas quejas exigiendo saber por qué no se les admitía en la Guardia Roja. A ello se debía que fuera tan importante estar allí el día de la Fiesta Nacional, pues iba a tener lugar un alistamiento generalizado del resto de los rojos. Así pues, me convertí en Guardia Roja precisamente en el momento en el que la Revolución Cultural acababa de abatir una catástrofe sobre mi familia.

Estaba encantada con mi brazalete rojo de caracteres dorados. Por entonces se había puesto de moda entre los guardias rojos lucir viejos uniformes del Ejército con cinturones de cuero similares al que había solido vestir Mao al comienzo de la Revolución Cultural. Yo estaba ansiosa por seguir aquella moda, por lo que nada más alistarme corrí a casa, y del fondo de un viejo baúl extraje una chaqueta Lenin de color gris pálido que había formado parte del uniforme de mi madre a comienzos de los cincuenta. Me venía un poco grande, por lo que le pedí a mi abuela que la estrechara. Con un cinturón de cuero de los pantalones de mi padre completé mi uniforme. Al salir a la calle, sin embargo, me sentí incómoda. Encontraba mi imagen demasiado agresiva, pero a pesar de todo conservé el atuendo.

Poco después, mi abuela se marchó a Pekín. Yo acababa de ingresar en la Guardia Roja, por lo que tenía que permanecer en la escuela, lugar en el que me sentía constantemente atemorizada y sobresaltada debido a lo ocurrido en mi casa. Cuando veía a los negros y a los grises forzados a limpiar los retretes y a mantener la cabeza inclinada, me inundaba una sensación de pavor, como si yo fuera una de ellos. Cuando los guardias rojos salían por las noches para llevar a cabo asaltos domiciliarios sentía fallarme las piernas como si me hubieran dicho que el objetivo iba a ser mi propia casa. Cuando advertía que algún alumno susurraba cerca de mí, mi corazón galopaba a un ritmo frenético: ¿estaría quizá diciendo que me había convertido en una negra o que mi padre había sido detenido?

No obstante, logré hallar un refugio: la oficina de recepción de los guardias rojos.

La escuela recibía gran número de visitantes. Desde septiembre de 1966, los caminos se hallaban cada vez más frecuentados por jóvenes que viajaban por todo el país. Para animarles a hacerlo y mantener con ello la agitación, el Gobierno les proporcionaba transporte, comida y alojamiento gratuitos.

La oficina de recepción se hallaba instalada en lo que en otro tiempo había sido una sala de conferencias. A los errantes viajeros -quienes a menudo carecían de destino definido- se les daba una taza de té y algo de conversación. Si afirmaban estar realizando algún encargo importante, la oficina les organizaba una cita con alguno de los líderes de la Guardia Roja de la escuela. Había buscado trabajar en aquella oficina debido a que sus miembros no tenían que participar en la custodia de negros y grises ni en asaltos domiciliarios. Me gustaba también por las cinco muchachas que trabajaban en ella. Entre nosotras se creó una atmósfera cálida y apacible que lograba que me sintiera tranquilizada tan pronto como me encontraba en su compañía.

A la oficina acudían numerosas personas, muchas de las cuales se quedaban a charlar con nosotras. Frente a la puerta se formaba a menudo una cola a la que la gente volvía a apuntarse una y otra vez. Hoy, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que lo que en realidad querían los jóvenes era un poco de compañía femenina. No estaban tan abstraídos por la revolución como parecía. Recuerdo, no obstante, haberme comportado siempre con seriedad. Nunca evité sus miradas ni devolví sus guiños, y tomaba nota concienzudamente de todas las bobadas que decían.

Una noche calurosa, dos mujeres de mediana edad y aspecto algo grosero llegaron a la oficina de recepción, en la que reinaba la algarabía de costumbre. Se presentaron como directora y directora adjunta de un comité de residentes próximo a la escuela. Hablaban en tono misterioso y solemne, como si estuvieran desarrollando una importante misión. A mí siempre me había disgustado esa clase de afectación, por lo que les volví la espalda. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que acababan de transmitir una información explosiva. Los que las habían escuchado comenzaron a gritar: «¡Buscad un camión! ¡Buscad un camión! ¡Acudamos todos!» Sin tiempo de darme cuenta de lo que pasaba sentí que la multitud me arrastraba al exterior de la sala y subimos a un camión. Dado que Mao había ordenado a los obreros que apoyaran a la Guardia Roja, teníamos siempre camiones y chóferes a nuestra disposición. En el camión me vi sentada en estrecha proximidad con una de las mujeres, quien procedía de nuevo a relatar su historia. Su mirada mostraba el ansia que sentía por congraciarse con nosotros. Contó que una mujer de su vecindario era la esposa de un oficial del Kuomintang que había huido a Taiwan, y que ella había mantenido escondido en su apartamento un retrato de Chiang Kai-shek.

No me gustaba la mujer, especialmente por lo adulador de su sonrisa, y sentía rencor hacia ella por haber sido la causa de que me viera obligada a participar en mi primer asalto domiciliario. El camión no tardó en detenerse frente aun estrecho callejón. Salimos todos y seguimos a las mujeres a lo largo del sendero adoquinado. Reinaba una oscuridad completa, y la única luz provenía de las rendijas abiertas entre los tablones de madera que formaban las paredes de las casas. Yo tropezaba y resbalaba, intentando quedarme retrasada. El apartamento de la acusada constaba de dos habitaciones, y era tan pequeño que resultaba imposible que entráramos todos. Me sentía inmensamente aliviada por no haber tenido que entrar, pero al poco rato alguien gritó que habían hecho sitio para que los que estábamos fuera pudiéramos entrar y recibir una lección acerca de la lucha de clases.

Tan pronto como entré, estrujada por los que me rodeaban, mi nariz se vio asaltada por un hedor a heces, orina y suciedad. La habitación había sido puesta patas arriba. En ese momento vi a la mujer acusada. Rondaría acaso la cuarentena, y permanecía arrodillada y a medio vestir en el centro de la habitación, alumbrada tan sólo por una desnuda bombilla de quince vatios. Entre las sombras que arrojaba, la figura que yacía en el suelo mostraba un aspecto grotesco. Tenía el pelo enmarañado y aparentemente sucio de sangre en algunas partes. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas por la desesperación, y chillaba: «¡Amos de la Guardia Roja! ¡No tengo ningún retrato de Chiang Kai-shek! ¡Os juro que no!» Golpeaba su cabeza contra el suelo con tal fuerza que se oían con claridad los sordos impactos y la sangre manaba de su frente. Tenía la espalda cubierta de cortes y manchas de sangre. Postrada como estaba en kowtow, cuando alzaba el trasero podían distinguirse en él manchas oscuras y el aire se impregnaba de olor a excrementos. Me sentía tan aterrorizada que desvié rápidamente la mirada. Entonces vi a su atormentador, un muchacho de diecisiete años llamado Chian que hasta entonces no me había disgustado. Permanecía arrellanado en una silla con un cinturón de cuero en la mano, y se dedicaba a juguetear con la hebilla de latón. «Di la verdad o volveré a golpearte», decía con tono despreocupado.

El padre de Chian era oficial del Ejército en Tíbet. La mayoría de los oficiales destinados en Tíbet dejaban a sus familias en Chengdu, la más cercana de las poblaciones chinas propiamente dichas (ya que el Tíbet estaba considerado un territorio bárbaro e inhabitable). Hasta entonces me había sentido bastante atraída por el aspecto lánguido de Chian, pues parecía proporcionarle un aire de amabilidad. Intentando controlar el temblor de mi voz, murmuré: «¿Acaso el presidente Mao no nos ha enseñado a emplear el enfrentamiento de lucha verbal (wen-dou) con preferencia al enfrentamiento violento (wu-dou)? ¿No deberíamos, quizá…?»

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