Jung Chang - Cisnes Salvajes
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La próspera llanura de Chengdu no tardó en dar paso a una zona de colinas bajas. En la distancia, relucían las nevadas montañas del oeste de Sichuan. Pronto empezamos a entrar y salir de los túneles que atraviesan los inmensos montes de Qin, la agreste cordillera que separa a Sichuan del norte de China. Con el Tíbet al Oeste, las peligrosas gargantas del Yangtzé al Este y sus vecinos meridionales considerados tradicionalmente bárbaros, Sichuan había sido siempre una región bastante aislada, y los sichuaneses eran conocidos por su carácter independiente. A Mao le había preocupado su legendaria inclinación por conservar cierto grado de independencia, por lo que siempre se había asegurado de que la provincia se mantuviera bajo el firme control de Pekín.
Después de los montes de Qin, el paisaje cambió espectacularmente. El suave verdor dio paso a un terreno áspero y amarillento, y las cabañas de paja de la llanura de Chengdu se vieron reemplazadas por hileras de secas cuevas-choza construidas con barro. En cuevas como aquéllas había pasado mi padre cinco años cuando era joven. Nos encontrábamos a tan sólo ciento cincuenta kilómetros de Yan'an, ciudad en la que Mao había instalado su cuartel general después de la Larga Marcha. Allí había sido donde mi padre alimentara sus sueños de juventud, convirtiéndose en un devoto comunista. Al pensar en él, sentí que se me humedecían los ojos.
Tardamos dos días y una noche en completar el viaje. Los revisores venían a charlar con nosotras a menudo y nos hablaban de la envidia que les producía saber que íbamos a ver pronto al presidente Mao.
En la estación de Pekín, vimos grandes carteles que nos daban la bienvenida como «invitados del presidente Mao». Era poco después de medianoche, y sin embargo la plaza que se abría frente a la estación estaba iluminada como si fuera de día. Los focos recorrían una masa de miles y miles de jóvenes, todos luciendo sus brazaletes rojos y hablando en dialectos a menudo mutuamente incomprensibles. Charlaban, gritaban, reían y discutían frente al decorado que formaba ese gigantesco edificio de pesada arquitectura soviética que era la propia estación. El único rasgo chino era el pastiche de los tejados que, a modo de pabellón, remataban los dos relojes de torre de cada extremo.
Al salir con paso amodorrado a la luz de los focos me sentí enormemente impresionada por el edificio, su ostentosa grandeza y la modernidad de sus relucientes mármoles. Estaba acostumbrada a las columnas de madera oscura y a los ásperos muros de ladrillo tradicionales. Volví la vista atrás y sentí que me inundaba la emoción al ver un enorme retrato de Mao que colgaba en el centro bajo tres caracteres dorados escritos con su propia caligrafía en los que se leía «Estación de Pekín».
Los altavoces nos dirigieron a las salas de recepción situadas en una esquina de la estación. Al igual que sucedía en todas las ciudades chinas, Pekín contaba con un equipo de administradores encargados de proporcionar alojamiento y comida a los jóvenes viajeros. Para ello, se recurría a dormitorios de universidades, escuelas, hoteles e incluso oficinas. Tras esperar haciendo cola durante horas, se nos asignó a la Universidad de Qinghua, una de las más prestigiosas del país. Nos trasladaron hasta allí en un autocar, y se nos dijo que podríamos obtener comida en la cantina. La organización de la gigantesca máquina que debía cuidar de las necesidades de millones de jóvenes peregrinos se hallaba bajo la supervisión de Zhou Enlai, quien solía encargarse de aquellas tareas cotidianas con las que no cabía molestar a Mao. Sin Zhou o alguien como él, el país se habría derrumbado, y con él la Revolución Cultural. En consecuencia, Mao hizo saber que nadie debía atacar a Zhou Enlai.
En nuestro grupo éramos personas serias, y todo cuanto deseábamos era ver realmente al presidente Mao. Por desgracia, nos habíamos perdido por poco su quinta revista de guardias rojos en la plaza de Tiananmen. ¿Qué podíamos hacer? Cualquier actividad de ocio o de turismo quedaba descartada, ya que resultaban irrelevantes para la revolución. Así pues, pasábamos el tiempo en el campus de la universidad copiando carteles murales. Mao había dicho que uno de los objetivos de viajar era intercambiar información acerca de la Revolución Cultural, y eso sería lo que haríamos: llevar a Chengdu las consignas de la Guardia Roja de Pekín.
De hecho, existía otro motivo que impedía salir del campus: los medios de transporte estaban completamente desbordados, y la universidad se encontraba en las afueras, a unos quince kilómetros del centro de la ciudad. No obstante, seguíamos intentando convencernos a nosotros mismos de que nuestra falta de inclinación a desplazarnos obedecía a las motivaciones correctas.
La estancia en el campus resultaba considerablemente incómoda. Incluso hoy me parece recordar el olor de las letrinas que se abrían al final del pasillo de nuestra habitación, tan atascadas que el suelo de baldosas aparecía inundado por el agua de los lavabos y los orines y los excrementos de los retretes. Afortunadamente, el umbral de la puerta de las letrinas formaba un escollo que impedía que el pasillo se viera inundado por aquel charco nauseabundo. La administración de la universidad estaba paralizada, por lo que no había nadie que se encargara de las reparaciones. Los muchachos procedentes del campo, sin embargo, seguían utilizando los servicios, ya que para los campesinos los excrementos no constituían algo intocable. Cuando salían de allí, sus zapatos iban dejando manchas malolientes a lo largo del pasillo y en los dormitorios.
Transcurrió una semana sin noticias de que fuera a producirse otra comparecencia en la que pudiéramos ver a Mao. Movidos por una inconsciente desesperación por alejarnos de nuestra incomodidad, decidimos viajar a Shanghai para visitar el lugar en el que había sido fundado el Partido Comunista en 1921, y luego a Hunan, cuna de Mao, situado en el centro de China meridional.
Aquellos peregrinajes resultaron ser un infierno: los trenes viajaban increíblemente abarrotados. El dominio de la Guardia Roja por hijos de altos funcionarios estaba llegando a su fin debido a que sus padres comenzaban a caer, acusados de ser seguidores del capitalismo. Los negros y grises oprimidos comenzaron a organizar sus propios grupos de guardias rojos para viajar. Los códigos de color empezaban a perder su significado. Recuerdo que en un tren conocí a una muchacha esbelta y sumamente hermosa de unos dieciocho años, agraciada con unos ojos negros inusualmente grandes y aterciopelados y unas pestañas largas y espesas. Tal y como era la costumbre, nos interrogamos la una a la otra acerca de los antecedentes familiares de los que procedíamos. Me dejó estupefacta la soltura con que aquella muchacha anunció que era una negra a la vez que parecía confiar en que nosotras, las rojas, nos mostráramos amigables con ella.
Mis amigas y yo mostrábamos un comportamiento muy poco militante, y nuestros asientos eran siempre el centro de ruidosas charlas. El miembro más viejo del grupo, una muchacha especialmente popular, tan sólo contaba dieciocho años de edad. Todo el mundo la llamaba Llenita, pues era sumamente regordeta. Se reía continuamente con una risa ronca, profunda y operística. También cantaba con frecuencia aunque, claro está, tan sólo canciones compuestas por citas del presidente Mao. Al igual que cualquier forma de entretenimiento, todas las canciones habían sido prohibidas con excepción de aquéllas y de algunas otras dedicadas a la alabanza de Mao, lo que no cambiaría durante los diez años que duró la Revolución Cultural.
Nunca me había sentido tan feliz desde que comenzara la Revolución Cultural, y ello a pesar de la constante preocupación que alimentaba por mi padre y las terribles incomodidades del viaje. En los trenes, cada centímetro de espacio había sido aprovechado al máximo, incluidas las rejillas para el equipaje. El retrete estaba abarrotado, y nadie podía entrar en él. Tan sólo nos sostenía nuestra determinación por visitar los lugares sagrados de China.
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