Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Las calles hervían con las distintas actividades de cada mañana. Hacia la plaza de Tiananmen se dirigían guardias rojos procedentes de todas las zonas de la capital. Se oía el estruendo de las consignas en oleadas atronadoras. Mientras las entonábamos, alzábamos las manos y nuestros ejemplares del Pequeño Libro Rojo formaban una espectacular línea encarnada que destacaba sobre la penumbra. Llegamos a la plaza al amanecer. Yo me vi situada en la séptima fila del grupo que ocupaba el ancho pavimento de la parte norte de la avenida de la Paz Eterna, en el costado este de la plaza de Tiananmen. A mi espalda se extendían numerosas hileras más. Cuando nos tuvieron pulcramente alineados, nuestros oficiales nos ordenaron sentarnos sobre el duro suelo con las piernas cruzadas. Para mis articulaciones inflamadas aquello resultó sumamente doloroso, y no tardé en notar que se me dormía el trasero. Tenía un frío y una modorra espantosos, y me sentía exhausta por la falta de sueño. Los oficiales nos dirigían en un cántico ininterrumpido, haciendo que los diversos grupos se desafiaran entre sí para mantener una atmósfera entusiasta.

Poco antes del mediodía oímos un clamor histérico procedente de la parte este: «¡Viva el presidente Mao!» Los jóvenes sentados frente a mí se pusieron en pie de un salto y comenzaron a saltar de excitación mientras agitaban frenéticamente sus libros rojos. «¡Sentaos! ¡Sentaos!», grité, pero en vano. El comandante de nuestra compañía había dicho que teníamos que permanecer todos sentados hasta el final del acto, pero pocos parecían dispuestos a observar las reglas, dominados como estaban por el anhelo de ver a Mao.

Tenía las piernas entumecidas a causa del largo rato que había pasado sentada. Durante unos segundos, lo único que pude ver fue el océano que formaban las cabezas de mis compañeros. Cuando por fin pude a duras penas ponerme en pie, apenas llegué a distinguir la cola de la procesión. Liu Shaoqi, el presidente, tenía el rostro vuelto en mi dirección.

Los carteles callejeros habían comenzado ya a atacar a Liu, bautizándole como «el Kruschev chino» a la vez que calificándole de principal opositor de Mao. Aunque no había sido denunciado oficialmente, no cabía duda de que su caída era inminente. Las crónicas de prensa que informaban de los mítines de la Guardia Roja le concedían invariablemente una importancia menor. En aquella procesión, en lugar de encontrarse junto a Mao, tal y como correspondía al número dos del Partido, estaba situado al final, en uno de los últimos automóviles.

Mostraba un aspecto abatido y fatigado, pero no me inspiró compasión alguna. Aunque se trataba del presidente, no significaba nada para los de mi generación. Habíamos crecido todos imbuidos exclusivamente del culto a Mao, y si Liu se mostraba contrario a Mao a todos nos resultaba lógico que se prescindiera de él.

En aquel momento, enfrentado a aquel océano de jóvenes que gritaban su lealtad a Mao, Liu debía de comprender lo desesperanzado de su situación. Lo más irónico del caso era, sin embargo, que él mismo había colaborado en instituir la deificación del líder que había conducido a aquel estallido de fanatismo entre la juventud de una nación en gran parte laica. Liu y sus colegas habían quizá contribuido a deificar a Mao para apaciguarle, confiando en que se conformaría con una gloria abstracta y les dejaría campo libre para desarrollar sus labores mundanas, pero Mao perseguía el poder absoluto tanto en la tierra como en el cielo. Posiblemente, no había ya nada que pudieran hacer: el culto a Mao parecía un proceso imparable.

Tales reflexiones no acudieron a mi mente aquella mañana del 25 de noviembre de 1966. Lo único que entonces me importaba era lograr un atisbo de las facciones del presidente Mao. Rápidamente, desvié la mirada de Liu y la dirigí a la sección delantera de la procesión. Alcancé a distinguir la robusta espalda del líder y su brazo que saludaba sin cesar. Al cabo de un instante, había desaparecido. Me sentí descorazonada. ¿Sería aquello todo cuanto habría de ver del presidente Mao? ¿Debería conformarme con vislumbrar fugazmente su espalda? Súbitamente, el sol pareció oscurecerse. A mi alrededor, los guardias rojos se unían en un alboroto ensordecedor. La muchacha situada junto a mí acababa de pincharse el dedo índice de la mano derecha y estaba ocupada oprimiendo la yema para extraer sangre con la que escribir algo en un pañuelo pulcramente doblado. Supe exactamente qué palabras proyectaba emplear. Muchos guardias rojos lo habían hecho anteriormente, y se trataba de una costumbre divulgada ad nauseam: «Hoy, soy la persona más feliz del mundo. ¡He visto a nuestro gran líder, el presidente Mao!» Al verla, mi consternación aumentó. La vida parecía carecer de objetivo. Un pensamiento asaltó rápidamente mi mente: ¿debería acaso suicidarme?

Casi inmediatamente, sin embargo, aquella idea se desvaneció. Al recordarlo ahora, supongo que no había sido sino un intento inconsciente por cuantificar mi desconsuelo al ver mi sueño hecho pedazos, especialmente después de todas las privaciones que había sufrido a lo largo de mi viaje. Los trenes atestados, las rodillas inflamadas, el hambre, el frío, los picores, los retretes atascados, el cansancio… al final, nada de ello me era recompensado.

Nuestro peregrinaje había concluido, y pocos días después iniciamos el regreso a casa. Harta ya del viaje, anhelaba calor, comodidad y un baño caliente, pero contemplaba la idea del hogar con aprensión. Por molesto que hubiera resultado, el viaje no me había inspirado en ningún momento el temor que había dominado mi vida anterior. Durante el mes largo que había vivido en estrecho contacto con miles y miles de guardias rojos, en ningún momento había sido testigo de violencia alguna, ni había experimentado terror. A pesar de la histeria que demostraban, las gigantescas multitudes habían resultado pacíficas y bien disciplinadas. Toda la gente que había conocido se había mostrado amistosa.

Justamente antes de abandonar Pekín, me llegó una carta de mi madre. En ella decía que mi padre se había recuperado, y que en Chengdu todos estaban bien. Al final, no obstante, añadía que tanto ella como mi padre estaban siendo criticados como seguidores del capitalismo. Se me cayo el alma a los pies. Para entonces, había comprendido que los seguidores del capitalismo -los funcionarios comunistas- constituían los principales objetivos de la Revolución Cultural. Pronto había de comprobar lo que ello significaría para mí y para mi familia.

19. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas»

Mis padres bajo tormento (diciembre de 1966-1967)

Todo seguidor del capitalismo era, supuestamente, un poderoso funcionario empeñado en la implementación de políticas capitalistas. En la realidad, sin embargo, ningún funcionario tenía elección alguna en cuanto a las políticas que debía seguir. Tanto las órdenes de Mao como las de sus opositores eran presentadas de modo conjunto como provenientes del Partido, y los funcionarios tenían que obedecerlas sin excepción, si bien al hacerlo se veían obligados a realizar frecuentes cambios de dirección e incluso a retroceder sobre sus pasos. Cuando les disgustaba especialmente alguna orden en particular, lo máximo que podían hacer era presentar una resistencia pasiva y esforzarse concienzudamente por disimularla. Por tanto, resultaba imposible determinar qué funcionarios eran seguidores del capitalismo y cuáles no, basándose simplemente en su trabajo.

Muchos funcionarios alimentaban sus propias opiniones, pero la norma del Partido era que no debían revelarlas públicamente. Tampoco es que osaran hacerlo. Cualesquiera que fuesen sus simpatías, éstas debían permanecer ignoradas por el público en general.

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