Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi madre fue paseada por las calles en varias ocasiones con un grotesco gorro en la cabeza y un pesado cartel colgando del cuello en el que aparecía su nombre escrito junto a una gran cruz en señal de humillación y eliminación. Cada pocos pasos, ella y sus colegas eran forzados a arrodillarse y realizar el kowtow frente a la muchedumbre. Los niños se mofaban de ella. Algunos gritaban que sus kowtows no habían sido lo bastante sonoros y exigían que se repitieran. En tales ocasiones, mi madre y sus colegas se veían obligados a golpearse la cabeza ruidosamente sobre el pavimento de piedra.

Cierto día de aquel invierno, se celebró una asamblea de denuncia en un taller callejero. Antes de la asamblea, mientras los participantes almorzaban en la cantina, se ordenó a mi madre y a sus colegas que permanecieran arrodillados a la intemperie durante hora y media sobre un suelo cubierto de guijarros. Llovía, y terminó completamente empapada; el viento acerado y la ropa mojada le producían escalofríos hasta los huesos. Cuando comenzó la asamblea, hubo de permanecer de pie e inclinada hacia adelante sobre el escenario mientras intentaba controlar sus estremecimientos. A medida que arreciaban los salvajes y absurdos alaridos, comenzó a experimentar un dolor terrible en la cintura y el cuello. Cambiando ligeramente de postura, intentó alzar un poco la cabeza para aliviar el dolor pero, de repente, notó un fuerte golpe sobre la nuca que la hizo caer al suelo.

Hasta algún tiempo después no supo qué había sucedido. Una mujer sentada en la primera fila, antigua dueña de burdel que se había visto encarcelada cuando los comunistas prohibieron la prostitución, había adquirido una obsesión contra mi madre, acaso porque se trataba de la única mujer que había sobre el escenario. Tan pronto había levantado la cabeza, aquella mujer se había puesto en pie y había arrojado una lezna apuntando directamente a su ojo izquierdo. El guardia Rebelde situado tras mi madre la había visto venir y la había arrojado al suelo. De no haber sido por él, habría perdido el ojo.

En aquellos días, mi madre no nos relató el incidente. Rara vez comentaba nada de lo que le ocurría. Cuando tenía que contarnos algo como el episodio de los cristales rotos, solía mencionarlo en tono despreocupado, intentando restarle el mayor dramatismo posible. Nunca nos enseñaba sus magulladuras, y siempre se mostraba serena, e incluso alegre. No quería que nos inquietáramos por ella. Mi abuela, sin embargo, podía adivinar cuánto estaba sufriendo. Solía seguir ansiosamente a mi madre con la mirada a la vez que intentaba disimular su propio dolor.

Un día vino a vernos nuestra antigua criada. Ella y su esposo se contaban entre los pocos que nunca rompieron sus relaciones con nuestra familia durante la Revolución Cultural. Yo experimenté un inmenso agradecimiento por el calor que nos demostraron, especialmente si se tiene en cuenta que se arriesgaban a ser tildados de simpatizantes de los seguidores del capitalismo. Tímidamente, comentó a mi abuela que acababa de ver a mi madre obligada a desfilar por las calles. Mi abuela la presionaba para que le diera más detalles cuando, súbitamente, se desplomó y se golpeó ruidosamente la nuca contra el suelo. Había perdido el sentido. Poco a poco, volvió de nuevo en sí. Con lágrimas rodando por sus mejillas, dijo: «¿Qué ha hecho mi hija para merecer esto?»

Mi madre desarrolló una hemorragia de útero, y durante los seis años siguientes -hasta someterse a una histerectomía en 1973- sangró la mayor parte de los días. En ocasiones, las hemorragias eran tan abundantes que se desmayaba y tenía que ser trasladada al hospital. Los médicos le recetaron hormonas para controlar el flujo de sangre, y mi hermana y yo nos encargábamos de ponerle las inyecciones. Mi madre sabía que cualquier dependencia de hormonas resultaba peligrosa, pero no tenía otra alternativa. Era el único modo en que podía soportar las asambleas de denuncia.

Entretanto, los Rebeldes del departamento de mi padre intensificaron sus ataques sobre él. Dado que se trataba de uno de los departamentos más importantes del Gobierno provincial, contaba con un nutrido grupo de oportunistas en sus filas. Muchos de ellos, en otro tiempo obedientes instrumentos del sistema del Partido, se convirtieron en feroces Rebeldes militantes encabezados por la señora Shau bajo el estandarte del 26 de Agosto.

Un día, un grupo de ellos irrumpió en nuestro apartamento y penetró en el despacho de mi padre. Tras estudiar el contenido de las estanterías, declararon que se trataba de un auténtico recalcitrante debido a que aún conservaba sus libros reaccionarios. Anteriormente, poco después de las quemas de libros llevadas a cabo por los guardias rojos adolescentes, muchas personas habían prendido fuego a sus bibliotecas. Pero no así mi padre. Débilmente, intentó proteger sus libros señalando las colecciones de tomos marxistas.

«¡No intentes engañarnos a los guardias rojos! -vociferó la señora Shau-. ¡Aún tienes numerosas hierbas venenosas!» Diciendo esto, extrajo algunos clásicos chinos impresos en delgado papel de arroz.

«¿Qué quieres decir con “engañarnos a los guardias rojos”? -repuso mi padre-. Eres lo bastante vieja para ser la madre de todos ellos… y por ello deberías tener también más sentido común.»

La señora Shau propinó una fuerte bofetada a mi padre. Los presentes le dirigieron indignados improperios, aunque algunos hacían esfuerzos por contener la risa. A continuación, cogieron sus libros y los arrojaron al interior de grandes sacos de yute que habían traído consigo. Cuando todos los sacos estuvieron llenos, los transportaron escaleras abajo y dijeron a mi padre que los quemarían en las instalaciones del departamento al día siguiente tras celebrar una asamblea de denuncia en contra suya. Asimismo, le dijeron que debería contemplar la hoguera para así aprender una lección. Entretanto, dijeron, él mismo debería quemar el resto de su colección.

Cuando regresé a casa aquella tarde, encontré a mi padre en la cocina. Había encendido una hoguera en la enorme pila de cemento y procedía a arrojar sus libros a las llamas.

Era la primera vez en mi vida que le había visto llorar. Lloraba con sollozos angustiados, quejumbrosos y desesperados, como un hombre no acostumbrado a verter lágrimas. De vez en cuando sufría un violento acceso de amargura y pateaba el suelo golpéndose al mismo tiempo la cabeza contra el muro.

Me sentí tan atemorizada que durante unos instantes no osé hacer nada por reconfortarle. Por fin, le rodeé con mis brazos y le aferré las espaldas sin saber qué decir. Mi padre había solido gastar hasta el último céntimo que poseía en libros. Eran toda su vida. Consumida ya la hoguera, adiviné que algo había cambiado en su mente.

Se vio obligado a acudir a numerosas asambleas de denuncia. Por lo general, la señora Shau y su grupo reclutaban un gran número de Rebeldes externos para aumentar el tamaño de la muchedumbre y contribuir a las manifestaciones de violencia. Uno de los comienzos habituales consistía en cantar: «¡Diez mil años, y diez mil años más, y aun otros diez mil años para nuestro Gran Maestro, Gran Líder, Gran Caudillo y Gran Timonel, el presidente Mao!» Cada vez que se gritaban los tres «diez mil» y los cuatro «Gran», todos los presentes alzaban sus libros rojos al unísono. Mi padre se negaba. Decía que los «diez mil años» era una locución que solía dirigirse a los emperadores, y que resultaba inapropiada para el presidente Mao, un comunista.

Sus palabras desencadenaban un torrente de chillidos histéricos y bofetones. En una de las asambleas, se ordenó a todos los objetivos que se arrodillaran y saludaran con el kowtow un enorme retrato de Mao situado al fondo del escenario. Los demás obedecieron, pero mi padre rehusó. Dijo que arrodillarse y realizar el kowtow eran prácticas feudales humillantes que los comunistas se habían comprometido a eliminar. Los Rebeldes gritaron, le propinaron patadas en las rodillas y le golpearon en la cabeza, pero aun así se esforzó por continuar en pie. «¡No me arrodillaré! ¡No realizaré el kowtow!», exclamó con furia. La multitud iracunda clamaba: «¡Inclina la cabeza y admite tus crímenes!», pero él contestó: «No he cometido crimen alguno. ¡No inclinaré la cabeza!»

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